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En el debate ideológico una de las oposiciones más usadas es la de conservador/progresista. Conservador  -dicho de una forma simple y casi simplista- es quien desea, quizá impulsado por un sentimiento de temor, que las cosas no cambien, mantener el status quo. Progresista es quien desea que las cosas evolucionen; en un sentido positivo, claro.

Sin embargo, como suele ocurrir, la realidad es más compleja que nuestros esquemas. Uno de los grandes pensadores españoles actuales (poco sospechoso de conservador, por cierto), Gustavo Bueno, en su libro El mito de la izquierda, ha estudiado como la idea de progreso, que se incuba en la época de la revolución industrial y se expande durante el siglo XIX, no es en absoluto una idea clara y unívoca y, además, no define a la izquierda política. La idea de progreso sólo puede tener un sentido racional cuando va referida a “líneas de desarrollo categorial independientes”. Valga un ejemplo sencillo: se ha progresado en la velocidad de los vehículos a motor. Eso es incuestionable en relación a una escala numérica, a una comparación con un criterio cuantitativo. En cambio, ¿tiene sentido hablar de un progreso moral o de un progreso en el campo de la música? Hay una segunda parte del argumento del profesor Bueno -que yo aquí no desarrollo-: esta idea no puede definir a la ideología de la izquierda, que sí se define, según el, por la idea racional del Estado-nación.

El tema del aborto es un buen ejemplo para comprobar el carácter equívoco de este concepto. ¿Supone el aborto un progreso moral para la humanidad? ¿Cómo definir de forma unívoca el concepto ‘progreso moral’? No es posible, ya que engloba infinitud de parámetros distintos. De todas formas, si hubiese que hacer una definición (siempre abstracta, nunca cuantificable) ésta sería: aquel proceso que mejora las condiciones de vida de las personas; que mejora su salud, su bienestar, su satisfacción. Y si es la vida lo que estamos promocionando y defendiendo, parece evidente que tiene que quedar clara una defensa de esa misma vida como valor radical (de raíz), básico. No como valor absoluto, porque intento mantener el debate en un nivel inmanente, sin tener que apelar a valores trascendentes o religiosos. Si progreso es aumento de la calidad de vida, la valoración de la vida parece la base de esta argumentación.

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Sin embargo, ¿tan importante es la vida humana? La historia nos enseña que esta valoración ha sido (sigue siendo) desigual y ha tenido importantes recaídas. El valor de la vida humana va unido intrínsecamente al desarrollo del valor de la igualdad. Quiero decir que para que la vida humana sea un valor incuestionable, hace falta que abarca a “todas” las vidas, sin excepción, puesto que, como bien saben los juristas, la universalidad es la condición de toda norma. El mundo precristiano conoce este valor, pero no lo aplica universalmente. No es lo mismo el libre que el esclavo, el hombre que el niño, el fuerte que el débil. En algunos momentos, como en la filosofía estoica, especialmente en Séneca, se toca, se vislumbra este concepto de universalidad, pero no se llega plenamente a él hasta el cristianismo.

El aborto, en este sentido, es una vuelta a los valores del mundo precristiano, en el que el concepto de lo humano (la dignidad de lo humano) es una categoría que se añade a unos seres, pero no un universal intrínseco y absoluto. Por ello, el aborto no puede suponer un progreso, ni siquiera desde el hipotético punto de vista abstracto que estamos manejando. Es una vuelta a concepciones de la que hace tiempo deberíamos haber salido, a las que, por desgracia, volvemos con frecuencia. Porque la historia del hombre no tiene un sentido lineal y progresivo, sino la forma de un oscuro laberinto.

Autor

Tomás Salas