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La experiencia, madre como es sabido de todas las ciencias, va convirtiéndose, enmedio de esta selva informativa en la que nos hemos ido adentrando, en la única fuente fiable para aproximarnos a lo que pasa. ¿Cuál ha sido la consecuencia final de esta aterradora avalancha de muertos y dolor? Básicamente, dos, que cambian el panorama de nuestro mundo, haciéndolo mucho más irrespirable para los amantes del aire libre. Por un lado, la economía occidental, basada de un modo u otro en el liberalismo, va colapsando poco a poco. Por otro, las nuevas tecnologías han destruido la vida privada de los individuos y los grupos, como acaba de subrayar el premier británico en el legendario salón de las asambleas plenarias de la ONU. Mientras, China, donde empezó todo esto, navega a velocidad de crucero ganando posiciones en la clasificación mundial de las economías más boyantes y padece una media oficial de doce casos diarios de coronavirus en una población de mil cuatrocientos millones de habitantes.
No olvidemos lo que ha sucedido en Estados Unidos, meca de la libertad de empresa, donde ha caído el primer presidente en agotar su mandato sin haber iniciado ni una sola guerra y habiendo firmado o auspiciado acuerdos de paz que han transformado el tablero geoestratégico del planeta, como el que ha aplacado a Corea del Norte o el suscrito por Emiratos Árabes Unidos con Israel —del que va a depender en buena medida el futuro de España. Hasta su caída, Donald Trump mantuvo un pulso feroz con China. Verde y con asas.
Alguien —estas cosas se hacen anónimas en Internet como antes las letras del cante jondo— escribió a los pocos días de la irrupción del Covid 19 en todos los confines de la Tierra que China había ganado la III Guerra Mundial sin disparar un tiro y en una semana. Guardo en la memoria ese mensaje porque a la vista de los resultados era obra de un profeta o de un sabio conocedor de lo que estaba comenzando a ocurrir.
China ha ido engañando al mundo libre a lo largo de varias décadas. Como lo que es, la heredera del comunismo soviético —ahí está Cuba para probarlo— conoce mejor que nadie las debilidades del capitalismo. Entre ellas viene estando la de endeudarse hasta mucho más allá de lo razonable si con ello se ganan elecciones. Es lo que ha hecho la socialdemocracia europea —y también la americana— a lo largo del tiempo transcurrido entre la desaparición del espíritu victorioso aliado tras la Guerra Mundial y la implantación generalizada de las ideologías de la sospecha, intensamente favorecida por la URSS. La mentalidad del buen padre de familia —no gastar más de lo que se ingresa y ahorrar parte de lo sobrante, si lo hay— dio paso a la del nuevo rico. El despilfarro sustituyó a la mesura, que a su vez había sucedido a la autarquía. Y China comprendió enseguida que ahí había un filón, el mejor plan quinquenal: la deuda pública por un lado y la manufactura barata para el Occidente rico por otro. Nuestras empresas descubrieron a su vez una válvula de escape para pagar sueldos bajos, lo cual significaría a la postre el hundimiento de la clase media que pasaría a ser mileurista después de que China mostrara el camino. Porque amén de ser la nación más superpoblada, pese a la política del hijo único, China posee, por eso mismo, la más gigantesca plantilla de paniaguados que ha conocido la Historia. Éste es el único secreto a voces de que el montaje de productos diseñados en Occidente tenga lugar allí. ¿Dónde están los convenios colectivos, los sindicatos, las huelgas en ese inmenso país que ha ido hipotecando nuestros estados?
Nuestros gobernantes intentan tranquilizarnos asegurándonos la existencia de astronómicos fondos de ayuda comunitarios para reconstruir nuestra economía tras el Covid. Pero no se nos informa sobre la procedencia de ese dinero. Una Europa ya endeudada para decenios —¡qué decir de los países meridionales, lastrados por hábitos inhibidores de la iniciativa!— ¿va a sacar de la chistera semejante cantidad de reservas de contingencia? Otro cuento chino. Será el régimen de Pekín el que vuelva a actuar de paracaídas a cambio de expandir ingredientes de su sistema en Occidente, como está haciendo en España con la “agenda 2030”, encomendada al secretario general del Partido Comunista de España con rango de Secretaría de Estado. La sabiduría milenaria china, combinada con la herencia maoísta, no comete errores. Tiene, además, el apoyo táctico de su íntima enemiga, Rusia, unidos ambos estados por el enemigo común. El intervencionismo del Kremlin en USA y en Reino Unido es proverbial.
El otro garfio que atenaza la libertad viene de dentro. Como Boris Johnson ha afirmado en la tribuna de Naciones Unidas, se trata de introducir el otro virus, el que viene de la retaguardia. “Diseñado en California, fabricado en China”, rezan las cajas de una celebérrima tableta. Es la otra pandemia, la de los algoritmos. Ambas desembocan en la mismo: está más que justificada la enajenación del individuo, absorbido por una necesidad, se llame evitar el contagio o se llame estar globalmente comunicado.
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