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Para poner el broche
a mi etapa escolar
un año a Usa
fui a estudiar.
El Espíritu que sopla
siempre donde quiere
quiso que la manopla
de Michigan fuera mi destino
y allí, en el centro de ese Estado
del norte fui hospedado
en casa de una familia americana,
que a la postre serían dos.
La primera familia
era muy peculiar:
un señor y una señora
y un muchacho de mi edad
que hijo era de ella
pero no de él.
El señor era un cowboy
gigantesco que en todo el tiempo
que estuve viviendo con ellos
sólo una palabra
con acento muy cerrado
y gutural me dirigió:
«Howdy?».
La señora era
peluquera
y un beauty saloon tenía
al lado de la casa
con tejado de uralita
y tabiques de contrachapado.
Vivaracha y dicharachera,
dejó de serlo tanto
según el tiempo pasó,
lo mismo que su hijo, Tim,
cuya inicial simpatía
pronto se disipó.
Ambas metamorfosis
tenían su explicación.
Resultó que la casa
era también una granja
y el cowboy y Tim granjeros
que pretendían fuese de ellos
su peón y jornalero.
De tal ejercí al principio
y sus vacas ordeñaba
a las cinco de la mañana
antes de ir al high school,
pero así que mis patronos vieron
que ese horario no hallé cool,
sus caretos se torcieron.
Pretendió entonces la señora
que fuese yo su suplente
en las tareas del hogar,
entregándome un listado
de mil duties a realizar.
Total, que me planté
y a otra casa me mudé
después de haber aguantado
unos meses de explotación.
Mi nueva familia, los Bowen,
en su casa me acogió
unas millas más allá.
De Stanton pasé a Sheridan,
que así se llamaban los pueblos
del Michigan profundo
en los que ese año habité.
Eran los Bowen
una gente encantadora,
Doug y Suzanne, los padres,
y Brennan y Anne, sus hijos,
y Heidi, su preciosa perra San Bernardo,
que al calor y al entusiasmo
con que todos me recibieron
su cachazudo encanto añadió.
Tan bien me avine con ellos
que al año siguiente mi hermana
Pilar como residente
at Bowen’s me sucedió.
Su casa comparada
con mi vivienda anterior
una mansión me pareció:
una casa prefabricada
en medio de un bosque y junto a un estanque
construida por mister Bowen,
que era constructor.
Una habitación me fue asignada
en la planta de abajo,
que más que habitación era suite,
con su cuarto de baño
y un gran ventanal
con vistas al estanque
y al paisaje boscoso que cuando llegué,
allá por febrero,
estaba de nieve
cubierto todo entero.
En el high school,
llamado Central Montcalm,
mi andadura empecé
literalmente con mal pie.
Uno de los primeros días
me llevaron mis compañeros
del senior year
a casa de uno de ellos,
en cuyo garaje nos reunieron
para algo especial.
Había ahí sobre el suelo,
a modo de alfombra,
un tablón descomunal
que yo sin percatarme de ello
con mis pisadas di en cruzar.
«Oh my God, I can’t believe it!»,
aulló una compañera
a la par que los demás
se llevaban con desconsuelo
las manos a la cabeza.
«What happens?», dije yo
en un inglés sin destreza,
pues lo suyo habría sido
que preguntara «what’s wrong?».
Y lo que era wrong es que yo estaba
pisando no un simple tablón,
sino el que a fin de curso
sería el gran cartelón
en la magna ceremonia
de nuestra graduación.
A pesar de este incidente,
tuve muchas pretendientes
que ya recién llegado
me pidieron las llevase
conmigo al baile de la Prom,
la fiesta que coronaba
el día de la graduación,
a la que iban las chicas
ataviadas con empaque
de princesas a la antigua,
con faldones con miriñaque,
y los graduados con frac.
Yo a todas que sí les decía
sin saber de qué iba la cosa,
por lo cual una de ellas
–Jennifer, mocita pelirroja,
un auténtico bombón–
afligida y llorosa
sus lamentos me presentó.
No sería ninguna de aquéllas
la que al baile al fin me acompañó,
sino que fue Katie Arwood
mi princesa en la Prom.
Con ella pasé todo el curso
en una relación
que siendo siempre amistosa
a la simple amistad transcendió.
Era Katie muy fea,
mas talentosa escritora,
lo cual hizo que la viera
corriendo el tiempo hasta mona.
Unidos por la locura
de nuestro amor a la literatura,
vivimos aquel año
una excitante aventura,
los dos en la burbuja
de nuestra propia realidad.
Con una prodigalidad
grafomaníaca incesante,
intercambiábamos nuestras cuitas
en portentosas “notitas”
que en cada clase escribíamos
sin solución de continuidad.
Después, fuera del colegio,
incrementábamos el sortilegio
de nuestros escritos con acciones
que para escribir nos daban
nuevas motivaciones.
Mucha vida hacíamos,
como en Usa es usual,
on the road en su coche,
que Katie sin que yo tuviera
el carné de conducir
dejaba que yo condujera.
A Grand Rapids, la ciudad más cercana,
solíamos ir
a cines drive-in
o hacíamos escapadas
a Lansing o a Detroit.
También un fin de semana,
no solos sino con sus padres,
pasamos en Mackinac Island,
una isla en los Grandes Lagos
donde mi cuerpo en ese mar
de agua dulce pude bañar.
Pero no todo fue Katie
en mi american dream.
En el colegio en realidad
transcurría la mayor parte
de mi actividad.
Entrábamos muy temprano
y de clase en clase llegábamos,
cambiando de aula cada vez,
hasta primera hora de la tarde.
De entre nuestros profesores destacaba
el distinguido mister Shaw,
que con finura pedagógica nos enseñaba
de Estados Unidos su historia,
instándonos a aprender de memoria
la lista de todos sus presidentes,
que por aquel entonces iba
desde Washington hasta Reagan.
Terminadas las clases nos servían
el plato fuerte de la jornada,
que era la actividad deportiva.
Yo me apunté al equipo
de golf una temporada
y otra al equipo de track,
procurando representar
a España con dignidad,
pero dado el nivelazo
de los yanquis en el deporte
no logré pasar el corte.
Disculpad que no os refiera
con detalle la humillación
que unos fornidos atletas me infligieron
cuando disputé la carrera
de los cuatrocientos metros lisos con ellos.
Hice, por lo demás,
dos viajes durante aquel año
fuera del Estado.
A Boston fui a pasar
el new year’s eve con mi primo Juanchi
Durán, que estaba allí
en una clínica de oftalmología,
coincidiendo en mi visita
con mi tío Emilio y mi tía Lucía
y mi prima Ana, su benjamina,
que a nuestro ilustre oftalmólogo
habían igualmente
ido a visitar.
Hacía un frío helador,
lo que no nos impidió
caminar por la bella ciudad,
con muñecos de hielo adornada.
A orillas del río Charles
paseamos y estuvimos
en Harvard y en otros lugares
que a nombrar mi memoria no alcanza,
pero de los que guardan mis retinas
su europeizada elegancia.
Mi otro viaje fue
en Semana Santa a Nueva York,
donde me llenó de emoción,
después de tanto tiempo
de separación,
reencontrarme con mis papaítos,
que a ver a este su hijito
acudieron a la vez
que mi tía Isabel y mi tío Guillermo
con su hija Sofía
lo propio hicieron con Santi,
mi primo también exchange,
que desde California tomó un vuelo
a la ciudad de los rascacielos.
En el Hotel Roosevelt, en pleno
centro de Manhattan,
los siete nos alojamos
y en un microbús que alquilamos
con chófer neoyorkino
los lugares más emblemáticos
de la Big Apple recorrimos:
Broadway, Harlem, Empire State,
las Torres Gemelas
quince años antes –¡quién lo dijera!–
de que en escombros las convirtieran…
Delante del mítico
Edificio Dakota,
donde Lennon fue abatido,
con elásticas zancadas
a un negro corriendo vimos
por la poli perseguido
tal que en rodaje de un film.
En fin, mucho dio de sí
mi experiencia estadounidense.
Después de graduarme en el high
con mi toga y mi birrete,
raudo compré el billete
para a España regresar.
En el avión al despegar
del suelo americano
mis ojos se inundaron
de lágrimas que eran tanto
de pena como de alegría.
De pena por lo que atrás
dejaba para siempre jamás;
de alegría porque volvía
a mi patria una vez más.
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