21/11/2024 11:55
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El Nuevo Orden es ante todo una acometida contra la espiritualidad, un abandono de la vida interior. Por encima de sus aspectos políticos, el globalismo que propugna sustituye la auténtica concentración de lo religioso por una propuesta hedonista en la que predominan lo obsceno y lo vulgar. Pretende, sobre todo, borrar la realidad substancial del alma mediante el peso de la faceta disparatada que subyace en el ser humano, ese lado oscuro de zafiedad y bestialidad que siempre los poderes temporales han alimentado en beneficio propio.

Y esta sed ferviente por la anulación de lo espiritual, es decir, por la desnaturalización del ser, que revela la verdadera faz del Imperio Profundo se viene gestando desde que, inmediatamente después de originarse el movimiento de Lutero, el calvinismo desvió definitivamente lo que había de sinceridad en la Reforma por la rentabilidad del poder materialista y fanático.

El Nuevo Orden es el teatro de un renacimiento prometeico, donde los afanes patológicos de los nuevos demiurgos se enfrentan, con todo el poder de sus imperios, a la voluntad de los místicos, de los teólogos, de los filósofos, de los poetas, de los amantes de todo florecimiento anímico. Se trata de arrogarse la función del orden natural de las cosas, suplantando a la Providencia por una manifestación o agenda empeñada en quebrantar penosamente el libre arbitrio.

Asociado a la vieja voluntad del calvinismo, al histórico resentimiento judaico -y judeomasónico- y al marxismo sionista contemporáneo, y apoyado en su supremacía real, el NOM ha conseguido una concentración extrema en que se petrifica una severa violencia interior, que trata de ocultarse bajo una propaganda anestésica. Pero a medida que va alcanzando sus objetivos se afana menos por persuadir a los ciudadanos que por doblegarlos; es decir, a medida que se cumplen sus agendas y triunfa su eficacia comunicativa, la dulzura suasoria se desvanece y va imponiendo un raudal de obligaciones, amenazas y proyectos a cuál más aberrante.

Por su parte, la Iglesia, chantajeada o seducida por culpa de las connotaciones LGTBI de muchos de sus miembros, minada en su estructura jerárquica por los señores del poder y replegada sobre sí misma en sus rangos medios no contaminados, da una apariencia mesurada, de adaptación a los tiempos, muy a menudo cercana a la complicidad, dejando en el ciudadano libre la convicción de que tampoco puede contar con ella en esta lucha descarnada del Mal contra la humanidad.

Y así, sin taumaturgos del alma que iluminen el futuro de la creación y de sus criaturas, capaces de irradiar el necesario calor fraternal, y sin líderes que sepan dar a las cosas familiares la translucidez cristalina del espíritu, la meditación occidental va degradándose, aceptando y viviendo en sí misma los espectáculos más viles y alejándose de cualquier episodio ennoblecedor y sagrado.

En este primer cuarto del siglo XXI se va afirmando, pues, la tendencia ya anteriormente programada. Si en las postrimerías del siglo precedente puede decirse que hizo sus primeras armas, ahora el colectivismo intuido por los más lúcidos y esbozado por los más satánicos, ha germinado en una ebullición maléfica que va de las guerras de religión a las geoestratégicas, de los acontecimientos inhumanos a los crímenes atroces y terrorismos de falsa bandera, y donde se abren paso y se instalan las incredulidades de los prudentes, en oposición a los cuales se hallan los que idolatran a la LGTBI y niegan la posibilidad de una religiosidad y de un albedrío, entre un sinnúmero de abominaciones.

Hoy, a la sociedad sólo se le permite tener fe en los nuevos demiurgos y en sus delirios. Raras veces ha parecido más evolucionada la civilización y raras veces también más confusa, enloquecida e incoherente. En España, concretamente, el admirable esfuerzo de unidad y progreso, coordinación y armonía, logrado durante el franquismo, se halla anegado, dejando su lugar a una pululación de bultos codiciosos y malignos, consumidos en ásperas luchas de deslealtad, rivalidad y baja ambición, donde la patria parece a punto de derrumbarse.

Contra esta amenaza de extinción no se alza ningún intento clásico ni novedoso. El VOX promisorio e ilusionante se ha ido difuminado poco a poco, más aún que por culpas ajenas, que las hay, por falta de autenticidad y rigor. Por primera vez en muchos años, las voces críticas que desde los comienzos de la Transición se orientaban hacia la regeneración de lo que enseguida comenzó a pudrirse, vieron en VOX la obra capaz de captar el carácter propio de los que se mantenían al margen de las normas generales: democracia tramposa, buenismo, corrección política, pensamiento único y débil, etc.

Pero la noción de «manera» que peculiariza el genio de los grandes líderes y creadores no apareció por fin y el brioso proyecto que España necesitaba ha quedado en mera aventura de epígonos partidocráticos. Sintetizando, no se responsabilizó al pueblo de sus defectos, se le aduló como es costumbre en toda política demagógica, y ni la unidad de la patria se buscó en los principios generales ni tampoco en las aportaciones particulares. Y para postre, se olvidó absolutamente de la cultura, y nunca se denunció al Sistema, antes bien se le aplaudió en ciertos casos graves, y en cuanto VOX atisbó o tocó un mínimo de poder, buscó aliarse con el nefasto PP, traidor a todo lo que VOX decía defender.

De este modo, incoherencia tras incoherencia, a medida que avanza el siglo, vemos una España privada de unidad religiosa, social, política y geográfica, un país divido en sí mismo, que no parece sentir la necesidad de hallar un fundamento de universalidad. Algo que es terrible. Pero lo peor de todo es que nadie sueña con ello, sino cuatro rebeldes sin más poder que el de su fe en las raíces y en la verdad. Y ante este fraccionamiento de dichas raíces y de dicha verdad, ante este gravísimo problema intelectual y social, ¿dónde descubrir a los grandes soñadores con poder, dispuestos a dar un paso adelante?

Porque no van a ser los amos quienes se asusten de las abominaciones de sus propias agendas, menos aun yéndoles viento en popa, como sucede. La iniciativa regeneradora, pues, ha de partir exclusivamente de sus víctimas. Estas son las que han de enfrentarse a la nobleza negra, a sus iglesias, a sus guerras, a sus dogmas, a sus delirios, a todo aquello a los que los luciferinos no pueden responder utilizando el sentido común y la armonía natural.

LEER MÁS:  Feijóo, el no líder de la oposición. Por Ramiro Grau Morancho

Las víctimas son las que han de unirse, subrayando la necesidad de reforzar el sentido de supervivencia desde la dignidad, restaurando la disciplina y reforzándola siguiendo un modelo militar. Frente al modelo colectivo deben oponer la fuerza individual y su libre albedrío, la investigación y el análisis de una mirada inteligente y solidaria, la formulación de las ideas verdaderas, las leyes de las cosas naturales y eternas, siguiendo las cuales acaece y se ordena todo lo que existe.

Por el contrario, el Nuevo Orden busca asentarse sobre un sistema centralizado que asegure la estabilidad de la jerarquía plutocrática, su promotora. El reducido grupo de nuevos príncipes va camino de convertirse dentro del orbe en monarquía absoluta, en fuente única de poder, fundando así un nuevo linaje que sirva de modelo ecuménico. Y como son dueños de sus propósitos y de sus omnipotentes medios podrán obtener la absoluta sumisión de las multitudes.

Con la disciplina codificadora de sus academias y la repercusión social que sus doctrinas alcanzan gracias al agitprop, están decididos a llevar su absolutismo hasta la propia naturaleza. Este es el estilo triunfal, imagen del poder monárquico e infalible, que será adoptado por los nuevos soberanos de Occidente. De este modo, la plutocracia financiera del siglo XXI se separa irreductiblemente del concepto de persona que -por mor de sus filósofos, teólogos, artistas y poetas- tenía asumida nuestra civilización, reafirmando en una forma nueva la ambición particular de hacer reinar una fealdad concebida por la inteligencia en desacuerdo con las leyes naturales.

El caso, amable lector es que, en una atmósfera vengativa, dominada por la mezcla protestante, marxista y sionista, se extinguen poco a poco los restos del hombre libre, condenado por la truculencia de dichas cofradías globalistas y absorbido en la vida artificiosa y mórbida de un renacido y a la vez desahuciado carpe diem.

Resulta patético contemplar cómo el hombre de hoy -parafraseando a Camoens- abandona el campo al vencedor, complacido con no dejar aún en él la vida, llevando oculto en su pecho el miedo y el dolor de la muerte, del hedonismo mal gozado, de la indignidad y la deshonra, y la inicua indiferencia de ver a los más malvados triunfar a costa de sus despojos.

El Nuevo Orden es ante todo una acometida contra la espiritualidad, un abandono de la vida interior. Por encima de sus aspectos políticos, el globalismo que propugna sustituye la auténtica concentración de lo religioso por una propuesta hedonista en la que predominan lo obsceno y lo vulgar. Pretende, sobre todo, borrar la realidad substancial del alma mediante el peso de la faceta disparatada que subyace en el ser humano, ese lado oscuro de zafiedad y bestialidad que siempre los poderes temporales han alimentado en beneficio propio.

Y esta sed ferviente por la anulación de lo espiritual, es decir, por la desnaturalización del ser, que revela la verdadera faz del Imperio Profundo se viene gestando desde que, inmediatamente después de originarse el movimiento de Lutero, el calvinismo desvió definitivamente lo que había de sinceridad en la Reforma por la rentabilidad del poder materialista y fanático.

El Nuevo Orden es el teatro de un renacimiento prometeico, donde los afanes patológicos de los nuevos demiurgos se enfrentan, con todo el poder de sus imperios, a la voluntad de los místicos, de los teólogos, de los filósofos, de los poetas, de los amantes de todo florecimiento anímico. Se trata de arrogarse la función del orden natural de las cosas, suplantando a la Providencia por una manifestación o agenda empeñada en quebrantar penosamente el libre arbitrio.

Asociado a la vieja voluntad del calvinismo, al histórico resentimiento judaico -y judeomasónico- y al marxismo sionista contemporáneo, y apoyado en su supremacía real, el NOM ha conseguido una concentración extrema en que se petrifica una severa violencia interior, que trata de ocultarse bajo una propaganda anestésica. Pero a medida que va alcanzando sus objetivos se afana menos por persuadir a los ciudadanos que por doblegarlos; es decir, a medida que se cumplen sus agendas y triunfa su eficacia comunicativa, la dulzura suasoria se desvanece y va imponiendo un raudal de obligaciones, amenazas y proyectos a cuál más aberrante.

Por su parte, la Iglesia, chantajeada o seducida por culpa de las connotaciones LGTBI de muchos de sus miembros, minada en su estructura jerárquica por los señores del poder y replegada sobre sí misma en sus rangos medios no contaminados, da una apariencia mesurada, de adaptación a los tiempos, muy a menudo cercana a la complicidad, dejando en el ciudadano libre la convicción de que tampoco puede contar con ella en esta lucha descarnada del Mal contra la humanidad.

Y así, sin taumaturgos del alma que iluminen el futuro de la creación y de sus criaturas, capaces de irradiar el necesario calor fraternal, y sin líderes que sepan dar a las cosas familiares la translucidez cristalina del espíritu, la meditación occidental va degradándose, aceptando y viviendo en sí misma los espectáculos más viles y alejándose de cualquier episodio ennoblecedor y sagrado.

En este primer cuarto del siglo XXI se va afirmando, pues, la tendencia ya anteriormente programada. Si en las postrimerías del siglo precedente puede decirse que hizo sus primeras armas, ahora el colectivismo intuido por los más lúcidos y esbozado por los más satánicos, ha germinado en una ebullición maléfica que va de las guerras de religión a las geoestratégicas, de los acontecimientos inhumanos a los crímenes atroces y terrorismos de falsa bandera, y donde se abren paso y se instalan las incredulidades de los prudentes, en oposición a los cuales se hallan los que idolatran a la LGTBI y niegan la posibilidad de una religiosidad y de un albedrío, entre un sinnúmero de abominaciones.

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Hoy, a la sociedad sólo se le permite tener fe en los nuevos demiurgos y en sus delirios. Raras veces ha parecido más evolucionada la civilización y raras veces también más confusa, enloquecida e incoherente. En España, concretamente, el admirable esfuerzo de unidad y progreso, coordinación y armonía, logrado durante el franquismo, se halla anegado, dejando su lugar a una pululación de bultos codiciosos y malignos, consumidos en ásperas luchas de deslealtad, rivalidad y baja ambición, donde la patria parece a punto de derrumbarse.

Contra esta amenaza de extinción no se alza ningún intento clásico ni novedoso. El VOX promisorio e ilusionante se ha ido difuminado poco a poco, más aún que por culpas ajenas, que las hay, por falta de autenticidad y rigor. Por primera vez en muchos años, las voces críticas que desde los comienzos de la Transición se orientaban hacia la regeneración de lo que enseguida comenzó a pudrirse, vieron en VOX la obra capaz de captar el carácter propio de los que se mantenían al margen de las normas generales: democracia tramposa, buenismo, corrección política, pensamiento único y débil, etc.

Pero la noción de «manera» que peculiariza el genio de los grandes líderes y creadores no apareció por fin y el brioso proyecto que España necesitaba ha quedado en mera aventura de epígonos partidocráticos. Sintetizando, no se responsabilizó al pueblo de sus defectos, se le aduló como es costumbre en toda política demagógica, y ni la unidad de la patria se buscó en los principios generales ni tampoco en las aportaciones particulares. Y para postre, se olvidó absolutamente de la cultura, y nunca se denunció al Sistema, antes bien se le aplaudió en ciertos casos graves, y en cuanto VOX atisbó o tocó un mínimo de poder, buscó aliarse con el nefasto PP, traidor a todo lo que VOX decía defender.

De este modo, incoherencia tras incoherencia, a medida que avanza el siglo, vemos una España privada de unidad religiosa, social, política y geográfica, un país divido en sí mismo, que no parece sentir la necesidad de hallar un fundamento de universalidad. Algo que es terrible. Pero lo peor de todo es que nadie sueña con ello, sino cuatro rebeldes sin más poder que el de su fe en las raíces y en la verdad. Y ante este fraccionamiento de dichas raíces y de dicha verdad, ante este gravísimo problema intelectual y social, ¿dónde descubrir a los grandes soñadores con poder, dispuestos a dar un paso adelante?

Porque no van a ser los amos quienes se asusten de las abominaciones de sus propias agendas, menos aun yéndoles viento en popa, como sucede. La iniciativa regeneradora, pues, ha de partir exclusivamente de sus víctimas. Estas son las que han de enfrentarse a la nobleza negra, a sus iglesias, a sus guerras, a sus dogmas, a sus delirios, a todo aquello a los que los luciferinos no pueden responder utilizando el sentido común y la armonía natural.

Las víctimas son las que han de unirse, subrayando la necesidad de reforzar el sentido de supervivencia desde la dignidad, restaurando la disciplina y reforzándola siguiendo un modelo militar. Frente al modelo colectivo deben oponer la fuerza individual y su libre albedrío, la investigación y el análisis de una mirada inteligente y solidaria, la formulación de las ideas verdaderas, las leyes de las cosas naturales y eternas, siguiendo las cuales acaece y se ordena todo lo que existe.

Por el contrario, el Nuevo Orden busca asentarse sobre un sistema centralizado que asegure la estabilidad de la jerarquía plutocrática, su promotora. El reducido grupo de nuevos príncipes va camino de convertirse dentro del orbe en monarquía absoluta, en fuente única de poder, fundando así un nuevo linaje que sirva de modelo ecuménico. Y como son dueños de sus propósitos y de sus omnipotentes medios podrán obtener la absoluta sumisión de las multitudes.

Con la disciplina codificadora de sus academias y la repercusión social que sus doctrinas alcanzan gracias al agitprop, están decididos a llevar su absolutismo hasta la propia naturaleza. Este es el estilo triunfal, imagen del poder monárquico e infalible, que será adoptado por los nuevos soberanos de Occidente. De este modo, la plutocracia financiera del siglo XXI se separa irreductiblemente del concepto de persona que -por mor de sus filósofos, teólogos, artistas y poetas- tenía asumida nuestra civilización, reafirmando en una forma nueva la ambición particular de hacer reinar una fealdad concebida por la inteligencia en desacuerdo con las leyes naturales.

El caso, amable lector es que, en una atmósfera vengativa, dominada por la mezcla protestante, marxista y sionista, se extinguen poco a poco los restos del hombre libre, condenado por la truculencia de dichas cofradías globalistas y absorbido en la vida artificiosa y mórbida de un renacido y a la vez desahuciado carpe diem.

Resulta patético contemplar cómo el hombre de hoy -parafraseando a Camoens- abandona el campo al vencedor, complacido con no dejar aún en él la vida, llevando oculto en su pecho el miedo y el dolor de la muerte, del hedonismo mal gozado, de la indignidad y la deshonra, y la inicua indiferencia de ver a los más malvados triunfar a costa de sus despojos.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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