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Al escribir sobre temas que poseen tantas visiones distintas, me atrevo a solicitar al lector que acepte ideas incómodas, es decir, aquellas proposiciones que puedan resultar incómodas para la corriente de opinión que cada uno comparte. Cuando el ciclo, que hemos vivido a lo largo de nuestra vida, de restablecimiento o de fundación de regímenes democráticos presagiaban nuevos y mejores tiempos, hoy parece expandirse la sensación de que las reglas del juego democrático son la fachada de muchas sociedades injustas, autoritarias y de gobiernos autocráticos.
La democracia es un régimen de gobierno que aspira a ofrecer un cauce de solución para la convivencia de las diferentes corrientes políticas e ideológicas que existen en una sociedad determinada, y su ideal es resolver la existencia pacífica de la pluralidad. Algún autor contemporáneo opina que la democracia «hace inteligible el desencanto contemporáneo y lo traduce positivamente en exigencia de mejora continua», así como en «la necesidad de generar nuevas legitimidades», en especial una legitimidad de la imparcialidad que exige un funcionamiento del poder por encima de las diferencias partidistas.
En democracia la mayoría decide, pero no puede ni debe hacer su voluntad, existen los derechos de las minorías, y ocurre además que a la democracia la acompaña de una forma perenne la demagogia, y ello porque «el primer recurso para hacer política es la palabra». La arenga es modulada por el demagogo para encantar a las masas, y se trata de persuadir al votante con todas las buenas o malas artes posibles. El demagogo apela a la emoción y no a la razón, a las promesas deseadas que casi nunca serán posibles, pero a diferencia del pasado, las promesas incumplidas de la democracia ya no tienen mucho que ver con el peligro totalitario, ya no es el problema del comunismo o del fascismo, ya que se ha construido un globalismo que ha impuesto ver al Estado como problema y al mercado como solución. Quizás porque cuando la política no apoya a la economía, el bienestar no aumenta.
La política se ha convertido en un espectáculo que recurre al escándalo y al espectáculo, y con ello, las democracias están atravesando una nueva era. El signo de los nuevos tiempos es la disociación entre la legitimidad y la confianza, y parece que hay una nueva tarea : dar forma a una «democracia de la desconfianza organizada», frente a la «democracia de la legitimidad electoral».
Autor

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José Antonio Ávila López
Nacido el 26 octubre de 1970 en Terrassa (Barcelona), pero siempre ha
vivido a 9 km (en Rubí), a excepción de dos años que residió en Valencia
(2014-2016). Licenciado en Filología Hispánica, ha trabajado en
asesorías y gestorías como corrector de textos y asesor político.
Siempre le ha gustado leer y escribir, la literatura y la política
son una pasión: con 25 años ya fue asesor político y con 29 concejal
de Comunicación. El periodismo escrito le ha encantado desde muy joven,
y ha publicado alrededor de 1.500 cartas al director y artículos
y columnas de opinión periodísticas.
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