Madrid, Madrid, Madrid… Antaño de Madrid se iba al cielo, a horizontes luminosos, a dimensiones etéreas más allá del hiperespacio. Pero hogaño, ¿ qué tenemos? ¿Quién puede ver en las antiguas praderas celestiales un mundo resplandeciente, surcado como está nuestro firmamento por la inmundicia tóxica de las estelas químicas con las que el NOM nos machaca para sus perversos planes, y por los vuelos de cóndores precolombinos que han desterrado para siempre a nuestra gloriosa águila de unos cielos que hasta 1975 fueron nuestros?
Porque el cóndor pasa, el cóndor sobrevuela sobre lo que un día fueron corralas, y ahora barrios no-go de extranjería arrasadora; sobre lo que fueron praderas de barquillos, chulapos y organillos, hoy devenidas en picnics multikulturales y vivacs antisistema; sobre calles, plazas y bulevares, metamorfoseadas en avenidas de esfinges importadas de Machu-Picchu, que semejan una barbaridad a los bares multigalácticos de «La Guerra de las galaxias».
Madrid, Madrid, Madrid… de tus calles no se va ya a ningún cielo, sino a extraños laberintos multikulturales, a pasmosas geografías transmutadas en vertederos de lo que un día fue Hispanidad. Porque es pasmoso que hoy tengamos en la capital un 22% de población extranjera —casi uno de cada cuatro madrileños—: 625.000 inmigrantes sobre una población de 3.225.000. Si referimos los datos a la Comunidad de Madrid, en ella hay 1,2 millones de extranjeros, uno de cada 5 residentes. Y subiendo.
Por supuesto, el mayor porcentaje corresponde a la inmigración hispanoamericana, dándose el caso de que hay barrios —como San Cristóbal (Villaverde), o Pradolongo (Usera), donde la mitad de sus habitantes son de origen foráneo—.
Hete aquí que desde cualquier calle antaño castiza puedes transportarte en un nanosegundo a las altivas ruinas de Machu-Picchu, con música de flauta de pan y todo, hasta el punto de que no exagero si digo que al cabo del día me he cruzado con más gente sudamericana que española: todos los trabajadores de mi urbanización son de alguna raza amerindia, y la gente que desfila por la comisaría de policía que está justo enfrente, y la gente que espera en las paradas de autobuses que van al centro, y los transeúntes que veo por las calles, y los médicos de mi Centro de Salud, y los que me llevan la mensajería a mi domicilio, y los transportistas que pululan por las calles del centro… y ¡qué decir del mundo de la hostelería! Ante este panorama, cualquier día viene la serpiente emplumada de Quetzalcoatl y me arrebata en un carro de fuego a algún cielo precolombino de esos, enroscándose en mi garganta con su abrazo constrictor.
Luego dicen los giliprogres antiespañoles que España cometió un inmenso genocidio en América, pero lo más lógico es dudar de que eso sucediera, a juzgar por los hispanoamericanos de razas indígenas tan puras como se pueden ver a diario pululando por nuestras calles, que parecen recién sacados del mundo precolombino. Esa gilichusma podría irse a dar una vuelta por las ciudades americanas, a ver si ven apaches, chirikawas o comanches deambulando por sus calles.
Junto a la serpiente emplumada, en la fauna madrileña también tenemos el dragón, patrono de Chinatown, que, aunque inferior a Quetzalcoatl en mecenazgo de muchedumbres foráneas, cada vez tiene más relevancia en los madriles. Gran festival el del Año Nuevo Chino, que recibe la misma ayuda que nuestra Semana Santa (¿) Ya hay quien afirma que la mitad del comercio madrileño está en manos de los chinos, que, por supuesto, reciben más ayudas para la apertura de sus negocios que los españoles.
Se da el caso de que el colectivo chino es el segundo en número de la población extranjera de la Comunidad de Madrid —171.000 residentes, sólo detrás del colectivo rumano—.
Siguiendo nuestro recorrido —al estilo del celebérrimo «Ulises» de James Joyce— estamos ahora en un paraje sumamente parecido al Bronx neoyorkino: vedlos ahí, gorrapatrás, pantalones-cagaos, pendientes en las orejas, que parecen sacados de una mara caribeña. Y es que Madrid es una ciudad tropical, bananera a tope, tatuada por innumerables grafitis hasta las cloacas, paraíso de meapilas, cantamañanas y macarras de todos los colores.
Y ahora llegamos a un paisaje desolador, apocalíptico, dantesco, que recuerda muy mucho las devastadas ruinas de Dresde, la ciudad alemana que fue salvajemente arrasada por la aviación aliada al final de la II Guerra Mundial —hace unos días se celebró el 74 aniversario de esta masacre, done asesinaron a 300.000 personas… pero, eso sí, siempre les quedará la mentira de Guernica—: ahí están las calles levantadas por las panzerdivisionen de tuneladoras, excavadoras, grúas… tremenda parafernalia de máquinas que socavan las calles de Madrid en interminables obras que erizan el centro de barrikadas, de trincheras, de pozos, de abismos infernales donde es imposible circular, donde ni el cóndor se atreve a planear.
Hablando de circulación, entrar en Madrid con el coche es una odisea singular, que semeja cantidad a la aventura épica de tomar al asalto una fortaleza inexpugnable, erizada de prohibiciones, multas, amenazas, señales, con un fondo orwelliano de cámaras que te vigilan, de ojos luciferinos de «gran hermano» que miden tus pasos, cuentan tus respiraciones, auscultan tus latidos cardíacos para ver por dónde te pueden masacrar con una multa. En su cámara acorazada, los alcaldes —sean del signo que sean— afilan sus colmillos con sus Zonas de Bajas Emisiones, envenenando sus manzanas para los pobres conductores.
Madrid, Madrid… que te teletransporta al Álamo, al desfiladero de las Termópilas, donde los conductores nos enfrentamos al numerosísimo ejército de los energúmenos que nos prohíben el pan y la sal.
Y ahí, en lo que antaño fue nuestro cielo, tenemos no solo al cóndor-que-pasa, sino a una siniestra bandada de drones conminativos y totalitarios, halconeando nuestras vidas al más puro mundo de Orwell. Con lo cual nuestra odisea madrileña también hace un guiño al futuro, convirtiendo a Madrid en una Babel distópica de aquí te espero.
En nuestra odisea a lo James Joyce desembocamos ahora en «manteroland», esas calles céntricas donde los africanos-de-debajo-del-Sáhara exponen impunemente sus mercancías piratas. También es digno de destacar el hecho de que sea prácticamente imposible entrar en supermercados o grandes establecimientos sin que un africano te dé los buenos días mientras te pide limosna, lo mismo que sucede cuando entras en alguna iglesia, solo que aquí el que te pide limosna suele ser español —o romaní—.
También el mundillo bereber es otra dimensión que se abre a nuestro paso por las calles madrileñas, hasta el punto de que he visto ya más de un maniquí de escaparate con rasgos rifeños. Cosas veredes. Hablando de este tema, es absolutamente escandaloso que la mayoría de los comercios escojan para los carteles publicitarios a gente de razas no-blancas, con lo cual la inmigración alcanza ya niveles estratosféricos, ya que ni siquiera puedes intentar evadirte de la marabunta multirracial mirando algún escaparate, como para disimular y coger aire.
Confieso que ante esta avalancha migratoria siento cada vez más desasosiego e intranquilidad, más agobio y aturdimiento, hasta el punto de que en mis ensoñaciones imagino que monto en una astronave galáctica y pongo rumbo a través del hiperespacio a algún mundo donde no verme sofocado por esas mareas humanas; o también sueño con hacer un viaje aventurero a los Ancares, para refugiarme en alguna palloza celta, sin importarme que algún oso me olisquee.
Y todo esta Babelia multiforme, multicolor, multikultural está sazonada por un patético mundo de anglicismos que escandalosamente sustituyen a nuestro idioma, que nos asaltan con su intrusiva omnipresencia desde todos lados, bombardeándonos con sus herejías lingüísticas: Just Eat, Burger, ice-creams, home, market… y así hasta el infinito, hasta el punto de que la mayor parte de las frases existentes en muchos comercios están rotuladas en los impresentables anglicismos… Con lo cual también nuestros pasos nos han llevado hasta la pérfida Albión.
El otro día callejeé por el barrio castizo donde transcurrió mi infancia y mi juventud. Agobiado por la Babelia que me rodeaba, entré en el bar donde tantos ratos pasé de mi juventud. Me congratulé al ver que me servía un joven camarero español, pero mi alegría terminó cuando vi el tatuaje que llevaba en el brazo: junto a una calavera, vi el número 666.
Ahí acabó mi odisea, mi viaje iniciático: de Madrid también se va al infierno. Alea jacta est.
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