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Seguimos con la serie «Los caballos de la Historia», que está escribiendo para «El Correo de España» Julio Merino. Hoy habla del caballo de San Pablo y «Regnator», el caballo de la Hispania romana. 

EL CABALLO DE SAN PABLO

 En los Hechos de los Apóstoles puede leerse -contado en primera persona- lo siguiente:

«Hermanos y padres, escuchad la defensa que ahora hago delante de vosotros … Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad [Jerusalén], a los pies de Gamaliel, instruido conforme al rigor de la Ley de nuestros padres, celoso de Dios como vosotros todos lo sois el día de hoy. Perseguía yo de muerte esta doctrina [el cristianismo], encadenando y metiendo en las cárceles lo mismo hombres que mujeres, como también el sumo sacerdote me da testimonio y todos los ancianos, de los cuales, asimismo, recibí cartas para los hermanos, y me encaminé a Damasco, a fin de traer presos a Jerusalén a los que allí hubiese para castigarlos. Y sucedió que yendo yo de camino y acercándome a Damasco hacia el mediodía, de repente una gran luz del cielo me envolvió. Caí en tierra, y oí una voz que me decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Yo respondí: «¿Quién eres, Señor?». Y me dijo: «Yo soy Jesús el Nazareno a quien tú persigues». Los que me acompañaban vieron, sí, la luz, mas no oyeron la voz del que hablaba conmigo. Yo dije: «¿Qué haré, Señor?». Y el Señor me respondió: «Levántate y ve a Damasco; allí se te dirá todo lo que te está ordenado hacer». Mas como yo no podía ver, a causa del esplendor de aquella luz, me condujeron de la mano los que estaban conmigo, y así vine a Damasco …»

 Naturalmente, es el propio san Pablo el que habla y quien calla los detalles exactos del acontecimiento. Porque llegados aquí, y como dice Josef Holzner, nos gustaría saber muchas cosas. Por ejemplo, ¿desde dónde cayó en tierra y qué animal montaba cuando de repente le ciega la luz del cielo? Y, sobre todo, ¿cómo se llamaba el animal que montaba? Desgraciadamente, el apóstol de los gentiles, el gran revolucionario de la Iglesia cristiana primitiva, el viajero impenitente que taladró los cimientos del imperio romano, aquel que llegó hasta los confines de la tierra conocida (España) para difundir la Verdad del Dios hecho hombre y recorrió varias decenas de miles de kilómetros antes de dar su vida en la cruz…, no habla de su caballo para nada.

Y, sin embargo, otros testimonios de su tiempo y algunos autores «paulinos» pintan aquella escena con la presencia incuestionable de un Saulo colérico y azote de los cristianos.

 «Por aquel tiempo –escribe Holzner– establecióse una especie de Inquisición y Saulo fue nombrado inquisidor general. Espías, soldados del Templo, poderes, todo estaba a su disposición. Sorpresas nocturnas, registros en las casas, arranque de confesiones y blasfemias contra Cristo por medio de torturas aplicadas en los sótanos inferiores de las sinagogas, azotes con treinta y nueve golpes, como él mismo tuvo que sufrirlos después con tanta frecuencia, estaban a la orden del día. Las cárceles estaban llenas. Quien se podía salvar, huía al campo con su mujer e hijos y sus escasos bienes. Pero tampoco allí estaban seguros. En todas partes los seguía a galope tendido Saulo con su gente.»

Es decir, que, ciertamente, el más tarde apóstol de los gentiles perseguía a los cristianos a caballo y que desde un caballo debió de caer el día crucial de su conversión.

¿Y cómo era ese caballo? No es difícil imaginarlo teniendo en cuenta la geografía paulina de aquellos años y su posterior retiro a la «Arabia».

Pablo nace en Tarso de Cicilia, o sea, la ciudad puente de la civilización semítico-babilónica y la grecorromana (hoy Turquía), y allí estudia hasta que se traslada a Jerusalén. Luego hay unos años en blanco en su biografía que, al parecer, los pasa «haciendo méritos» para el Consejo Supremo de Jerusalén en las tierras adelantadas del sur (el Sinaí). Más tarde, tras la conversión, se retira al desierto y allí pasa casi tres años conviviendo con sus moradores.

«El término Arabia -dice uno de sus biógrafos- designaba entonces un concepto muy amplio y comprendía toda la península arábiga hasta Damasco, más aún, hasta el Éufrates…», de donde puede deducirse que los caballos que utiliza aquel joven inquisidor para perseguir a los cristianos eran «caballos árabes».

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En cualquier caso, la escena y cuanto aconteció después en la vida de Pablo hacen suponer que el apóstol montaba aquel día yendo hacia Damasco un caballo fogoso, presto a encabritarse y de color oscuro («la cabalgadura se encabritó entonces y se retiró a un lado…, y era tal la luz que sólo podían distinguirse las sombras del animal») … «El celestial cazador -según Holzner- le había cogido y sujetado, como se doma a uno de aquellos caballos fogosos de las praderas (o del desierto), que en seguida, de una vez para siempre, obedecen a la más ligera presión del jinete».

En resumen, un caballo para la Historia de cuyo nombre no queda testimonio, a pesar de haber sido testigo principal de uno de los acontecimientos más importantes de la vida del hombre.

 «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» «Señor, Señor, ¿por qué me acosas?»

Había tres caminos diversos de unos doscientos cincuenta kilómetros para ir de Jerusalén a Damasco y Pablo eligió el más corto, por la meseta pedregosa y pelada de Judea. O sea, siete días y siete noches con su caballo a solas y con la compañía del sol abrasador y las estrellas blancas de la «Arabia» alternándose como disciplinados legionarios.

«…Y cuando Saulo se levantó del suelo era el fiel vasallo de Jesús para siempre.»

«REGNATOR»

EL CABALLO DE LA HISPANIA ROMANA

¿Cuándo, cómo y por dónde llegó el caballo a España? … Está claro que, si remontamos el curso de la Historia, este noble animal aparece allí donde encontramos al primer hombre y donde surge la primera geografía, el arte más rudimentario y la vida misma, como lo demuestran tantos y tantos testimonios escritos o los hallazgos arqueológicos. Por lo tanto, bien puede afirmarse que el caballo es consustancial con la Historia de Iberia, Hispania o España.

En el libro tercero de la Geografía de Estrabón, e inmediatamente después de decir que «Iberia en su mayor parte es poco habitable, pues casi toda se haya cubierta de montes, bosques y llanuras de suelo pobre y desigualmente regado», se habla de la «existencia de numerosos rebaños de caballos salvajes» que los nativos utilizan para sus desplazamientos y para la caza. Plinio escribe, por su parte, que «inmediatamente después de Italia, y exceptuando las fabulosas regiones de la India, debo colocar a Hispania, al menos todo su borde costero», y esto otro: «Hispania es, en verdad, pobre en parte, pero allí donde es fértil produce en abundancia cereales, aceites, vino, caballos y metales de todo género, en lo cual la Galia le va a la par; pero Hispania la vence por el esparto de sus regiones desérticas, por la piedra especular, por la belleza de sus colorantes, por su ánimo para el trabajo, por sus fornidos esclavos, por la resistencia de sus hombres, por sus veloces caballos y por su vehemente corazón»…, y Tito Livio cuenta que el tributo que los indígenas hispanos pagaron a Pompeyo el año 140-139 a. C. fue de «9.000 capas, 3.000 pieles de buey y 800 caballos».

En la Historia de España dirigida por Menéndez Pidal puede leerse esto otro:

«La costumbre cántabra atestiguada por Estrabón de lavarse los dientes con orina, que Diodoro extiende a los celtíberos, presupone un pueblo de grandes jinetes, como se desprende también de los datos suministrados por la arqueología, como la diadema de Ribadeo (Asturias) con una procesión de jinetes, la estela de Zurita (Santander) o las estelas de Clunia, de Lara de los Infantes (Burgos), de Calaceite (Teruel) y de Iruña (Vitoria), todas con representaciones de jinetes. Entre los pueblos ibéricos de la costa, la caballería desempeñaba igualmente un papel importante; baste recordar las paradas de jinetes, representadas en un vaso de Liria (Valencia), fechado en el siglo II antes de Jesucristo. Lo mismo demuestra la existencia de un dios ibérico, despotes hippon, vinculado a los caballos, y el santuario ibérico de El Cigarralejo (Murcia), con multitud de exvotos equinos que presuponen una importancia grande entre estos pueblos del ganado caballar. Varrón es el primer autor que recoge la fábula de que en la región de Olisippo (Lisboa) y en la sierra de Cintra se criaban yeguas que quedaban preñadas por el Céfiro, lo que explicaría la gran velocidad de los caballos…»

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Todo lo cual demuestra que Hispania era ya tierra de caballos cuando llegaron los romanos y que los hispanos tenían a gala el ser grandes jinetes… como se demostró en las hazañas bélicas de Aníbal. Hasta el punto de que Roma se «apropió» de los caballos hispanos incluso antes de que un español fuese emperador.

Sin embargo, cuando de verdad se impuso el caballo hispano fue cuando los romanos se apasionaron por las carreras de carros y por el circo…, porque fue a partir de entonces cuando en las «yeguadas» hispanas comenzó a hacerse una selección de la raza. Simmaco le escribe a Salustio en torno al año 400 que «los caballos hispanos corren a escape por los cuidados especiales con que los crían sus amos» y de toda su correspondencia se deduce que por esas fechas ya existían «latifundios con yeguadas» y «domadores expertos».

El hecho es que muchas de las páginas de ese período histórico (la Hispania del Bajo Imperio) están escritas con nombres de caballos famosos y con las marcas de prestigiosas ganaderías… como fácilmente puede comprobarse en los mosaicos de Barcelona, Gerona o Mérida.

IscolasticusFamosusEridanusIspumosisPelpsLucxuriosusPyripinusArpostusEutrataEustolusEuphiumPaticicumPolystefanusPantacarus… son nombres de caballos que pasaron a la Historia con luz propia. Como los ganaderos Nicati y Concordi.

Pero el más famoso animal de la Hispania romana fue, sin duda, Regnator…, es decir, el «rey», el «dueño», el «soberano»…, el caballo más impresionante que conocieron los siglos, según las leyendas que han sobrevivido dentro o al margen de la Historia. Regnator era, al parecer, descendiente directo de aquellos caballos númidas que el cartaginés Asdrúbal trajo a España en el esplendor de Cartago… y nació y se crió en una yeguada de la campiña cordobesa llamada el Alcaide. Regnator era un alazán tostado, próximo al castaño, con crines y cola doradas, y tenía una altura en la cruz de 1,60 metros… y corría como el viento.

Regnator participó, dice la leyenda, en más de cuatro mil carreras sin conocer la derrota y llegó a ser el caballo-ídolo de las multitudes por algo muy curioso: su torpeza en las salidas. Regnator ganaba saliendo de atrás y ponía el circo de pie cuando comenzaba a adelantar a sus rivales. Como guía de cuadriga jamás tuvo ningún otro animal el renombre que él alcanzó.

De Regnator se cuenta también que en cierta ocasión ganó dos carreras en un mismo día: una por la mañana en Córdoba y otra por la tarde en Mérida.

Y, sin embargo, ni la Historia ni la leyenda han guardado los nombres de los hombres que fueron sus dueños o sus jinetes. Lo cual dice por sí mismo el valor que el caballo tuvo en determinados momentos de la Historia.

 

(Agradecimiento. Por su ayuda inestimable para la realización técnica de esta serie no tengo más remedio que dar las gracias a José Manuel Nieto Rosa, un verdadero experto en informática y digitales.)

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.