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Coincidieron en el célebre caso de Leo Taxil dos motivos persistentes en la mala prensa imperante contra la figura social del sacerdote católico. El primero, interno, es la infiltración masónica en la Iglesia que ha dejado su indeleble impronta en la historia de esta granada Institución a lo largo del siglo XX. La segunda, externa, es el emponzoñamiento mediático de la figura del sacerdote, hoy llamado “cura” casi siempre con el acompañamiento de un epíteto malsonante. Por estas dos razones debemos defender más que nunca la innegable labor social y espiritual de los sacerdotes católicos. Y también por estas dos razones hoy vigentes debemos saber que si sus enemigos no han cesado en sus ataques es por una sencilla razón: porque la Iglesia sigue siendo un bastión contra la degeneración moral del mundo circundante y porque buena parte de los sacerdotes siguen siendo fieles sacrificados que han entregado voluntariamente su vida a la causa de la fe.

Vayamos con Taxil: este masón se hizo pasar por un arrepentido convertido al catolicismo, “ridiculizó” a Santa Teresita de Lisieux y engañó, según la leyenda masónica, al propio Papa. La realidad es que muchos altos cargos eclesiásticos le calaron al instante y que por esta razón dentro de la Iglesia le tenían atado bien en corto. Aun así es cierto que engañó a muchos inocentes, entre ellos, como se ha dicho, a Teresa de Lisieux valiéndose de la bondad inconmensurable de la Santa y de las malas artes de los peores sofistas. Como sucede siempre en situaciones análogas, quien se retrató fue el burlador y no la engañada: Taxil era escoria de la peor calaña y las fantasías que hizo circular, en calidad de supuesto converso, sobre el funcionamiento de la organización masónica han inficionado durante décadas la verdad de la Masonería para muchos católicos. Principalmente, creó una “falacia del hombre de paja” con un satanismo delirante y caricaturesco que, todavía hoy, sigue envenenando la buena comprensión de las auténticas devociones masónicas que, quizá, no se alejen demasiado del satanismo aunque entendido de una forma menos esperpéntica y mucho más sutil de lo mostrado interesadamente por Taxil. El objetivo de este perverso personaje era el de lucrarse con la venta de libros en los que detallaba su conversión; de la puesta en circulación de ideas enardecidas sobre la Masonería muy cercanas a los peores “libros de sangre” medievales; del escarnio y de la chanza con los fieles cristianos por su supuesta “ingenuidad” y ausencia de “ilustración”; el de dañar públicamente la figura del Papa León XII y de la Santa Iglesia. De forma algo tardía, Taxil fue expulsado del seno de la Iglesia. Su caso no sería ni el último ni el más nimio —quizás sí el más escandaloso— de infiltración masónica en el sacerdocio.

En cuanto a la ridiculización mediática del sacerdote, hemos visto al cine, a la televisión y, ahora también, a los youtubers españoles, crear una auténtica leyenda negra en el imaginario del espectador medio a través de incontables parodias de mejor y de peor gusto —generalmente, el gusto es pésimo en estas ocasiones— y de una campaña pseudo-informativa que ha pretendido minar la legitimidad pública de los sacerdotes. Esto se ha conseguido gracias a una camarilla cochiquera de humoristas espantosos ataviados en distintas ocasiones como sacerdotes —”de cura”, como dicen ellos con desprecio—; al excesivo pábulo, siempre con un fin mezquino y morboso, que se le ha dado a los reducidos casos de pederastia entre sacerdotes y cuyo fin es el de dañar a los colegios privados confesionales, socavando así la libertad de elección de los padres; y a unos periodistas ignominiosos dedicados a buscar las mayores extravagancias proferidas en un momento concreto por alguno de los miles de religiosos que viven en España y a sacar de contexto declaraciones cimentadas en no pocas ocasiones con una sólida argumentación doctrinal pero que, lanzadas sin su andamiaje a los oídos laicos, pueden resultar ciertamente chocantes.

El último caso de este linchamiento “informativo” lo ha vivido el Padre Báez a finales de junio. Se trata de un sacerdote de Canarias que ha sido acusado por “delito de odio” a causa de su peregrina justificación del asesinato de dos niñas a manos de su padre. No voy a entrar en el fondo de lo dicho por este pintoresco individuo que ha sido reprobado por José Mazuelos, Obispo de Canarias. Sí quisiera señalar cómo se censura la libertad de expresión de la ciudadanía: por miserable que nos pueda parecer lo dicho por otro, debe poder ser dicho si ese otro así lo conviene, y cuando esta libertad de expresión de un individuo se ve comprometida, también lo está la del resto de nosotros, aunque estemos en las antípodas del fondo o del mismo personaje. Y, por último, no hay que olvidar la saña mostrada por los medios masivos sobre el hecho de que este hombre sea sacerdote: desde hace años los sacerdotes sólo aparecen en los medios de comunicación cuando dicen algo controvertido, polémico u ofensivo para algunas sensibilidades de clara significación ideológica que, bien es cierto, han sido diseñadas ex profeso para resultar susceptibles de ser damnificadas.

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Pues bien: en España hay numerosos religiosos, la mayoría de los cuales son, por cierto, mujeres, que acarrean sobre sus aceradas espaldas una gran actividad de ayuda social en pro de los desfavorecidos. Dicha acción no procede, además, del paupérrimo sustento moral con el que las ONGs gustan de infectar las mentes de los telespectadores valiéndose de mensajes lacrimógenos, inframentales y sentimentaloides que invitan a propalar valores de saldo como la “solidaridad” o la “tolerancia”; nuestros religiosos, por contra, basan su valiosísima entrega en las palabras de Jesús tal y como han sido recogidas en el Evangelio, y eso es lo que la progredumbre jamás les perdonará. Sin embargo, poco pesa ese anonimato deliberado y planificado en unos personajes heroicos que son de sobra conocidos en sus barrios por unos feligreses que acuden puntualmente a celebrar los oficios correspondientes y por unos desamparados tristemente necesitados que acuden, abandonados del todo por la fría maquinaria estatal de ayudas públicas, a las Parroquias en busca de alimentos, de sustento y de una mano amiga que les ayude a sobrellevar su pesada carga literal y figurada. Contra esa realidad tangible y humana, demasiado humana, no hay propaganda mendaz que valga. A pesar de las calumnias venidas y por venir, los sacerdotes seguirán sembrando esperanza.

Autor

Guillermo Mas Arellano