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Dada su execrable naturaleza, los autodenominados rojos obligan a los espíritus libres al desafío diario de separar la verdad de la mentira. Pero en este desafío, no lo olvidemos, una gran parte de la sociedad se muestra equidistante, neutral, dispuesta a no tomar partido, renunciando así a su compromiso innato con la dignidad, algo que distingue a los seres humanos de las bestias. Y tampoco olvidemos que este comportamiento, actuar con ambigüedad o dudas frente a quienes atentan contra la libertad de todos, constituye una falta de civismo. Porque una de las ventajas con que cuentan los criminales es el apoyo indirecto que siempre les han otorgado las mayorías silenciosas. El abyecto mutismo de las muchedumbres, su indiferencia o cobardía, es la clave que explica el encumbramiento y resistencia del delito, cuando este consigue extenderse impunemente por el tejido social.
En cuanto llegan al poder, si no antes, los rojos nunca improvisan en lo ejecutivo ni en lo ideológico. Olvidan su hipócrita discurso social y muestran la cobardía de ensañarse con los más débiles, mientras tanto se dedican a poner urgentemente en marcha numerosas estructuras administrativas tan innecesarias como improductivas para el común, pero extraordinariamente rentables para ellos, pues sirven para colocar a sus parasitarias hordas de amigos, militantes y afines. Capítulo de subvenciones derivado del clientelismo de artistas, sindicatos, abortistas, feministas y asociaciones de diversa índole… o el capítulo de ayudas al exterior, a los líderes vinculados ideológicamente y con conexiones financieras oscuras.
La historia nos recuerda diariamente que el socialcomunismo es un piélago que admite todo tipo de marrajos. Como de igual modo nos hace tener presente que los dioses son mucho menos rigurosos que estos trapaceros, porque mientras que aquellos dejan a nuestro albedrío el amar o aborrecer a aquellos que juzgamos dignos, o de nuestro afecto, o de nuestro odio, éstos, por el contrario, nos imponen leyes de odio para que sólo ellos sean los árbitros de los sentimientos y los únicos elegidos para odiar sin culpa. Los rojos tienen por costumbre disculpar sus delitos, atribuyéndolos a sus inocentes acusadores, algo irritable e insufrible para todo corazón noble. No se puede justificar ni perdonar que quieran exculpar sus delitos con suponerlos, insinuarlos o inventarlos en quienes los acusan con pruebas evidentes.
Este tipo de insidias proceden a partes iguales de su insania y de su malicia. Los que cometen un delito, si tienen conciencia, se castigan a sí mismos cometiéndolo, pero los rojos, gente sin remordimiento ni moralidad, se jactan y aprovechan de sus maquinaciones. Siempre se les ha dado bien ocultar el áspid entre las flores, introducir veneno en todo delicado manjar, porque son, en fin, gente malintencionada, fieras con semblante humano. El rojo es un ser humano monstruoso, moralmente deforme. Condición sine qua non del rojo es poseer un instinto depredador y odiar a la humanidad y a la vida. Un rojo es un individuo socialmente repugnante y por ello su vida supone un riesgo atroz para la convivencia, una permanente amenaza.
Contra lo que suele creerse, la principal seña de identidad del rojo no es la ideología, sino la maldad. El rojo es malo porque no puede ser otra cosa. El rojo odia la bondad, la inteligencia, la belleza, la lealtad, el altruismo, la aristocracia del espíritu… No puede ser generoso ni honrado, porque su visión del mundo es vil y siempre tiene la mirada puesta en aprovecharse del esfuerzo ajeno, odiando a la excelencia, a todo lo noble y puro. Si el rojo se ha acogido al marxismo es porque, en la práctica, esta doctrina universalista es a su vez destructora, sanguinaria y resentida, un caldo de cultivo en el que el rojo medra y goza. Por eso ha sido posible su alianza con los plutócratas financieros del Nuevo Orden Globalista. Concordato de psicópatas que actualmente padece la humanidad, con especial virulencia la sociedad occidental.
Los rojos ignoran a propósito que la hipocresía, como apuntó Moliere, es el colmo de todas las maldades; y hábiles para mudar de piel, predican en un lugar lo contrario de lo que hacen en otro. Por ejemplo, expertos como son en fabricar parados, son capaces de proclamar su «compromiso con quienes padecen la falta de trabajo», insistiendo en que «no hay tarea que nos acucie más a los gobernantes socialistas y de la que nos sintamos más responsables que la de favorecer la creación de empleo». Un razonamiento tan falso como el recuerdo que, cuando toca, suelen pedir para las víctimas del terrorismo, precisamente ellos que o las utilizan o las ignoran, no dudando en crearlas ellos mismos o en aliarse o colaborar directamente con sus cómplices victimarios.
Por ejemplo, infatigables a la hora de denigrar a su patria, fomentar la Leyenda Negra o poner en duda el concepto de Nación diciendo que es algo «discutido y discutible», cuentan con el suficiente desparpajo para, según la ocasión, referirse a España como «una de las naciones más antiguas del orbe». Otro ejemplo: incansables persecutores del idioma español, al que tratan de arruinar o sustituir por otras lenguas, carecen de escrúpulos presumiendo, cuando lo creen rentable, de que «fue la lengua de Cervantes la primera que se habló en América para rezar».
¡Para rezar! Así, estos fanáticos crucífobos que aspiran a echar abajo, con premeditación, alevosía y nocturnidad todas las cruces del mundo; estos rojos de la ofensiva laicista que tiene a las cruces en el punto de mira, carecen de empacho, si les es rentable, a la hora de mencionar al Dios del Evangelio, ensalzar la libertad religiosa e identificar a España por sus raíces cristianas. Alusiones o disertaciones religiosas y patrióticas que responden sólo a la necesidad de alimentar, como decimos, su malevolencia o sus intereses sectarios. Porque los rojos lo mismo se ponen sobre los hombros la kufiya palestina que se cubren la cabeza con la kipá, el gorro ritual judío.
A estos rojos, pues, no sería sorprendente verlos, llegada la ocasión, «andando por las iglesias», es decir, pidiendo asilo en ellas para librarse de sus crímenes. La izquierda pretende poseer además un peculiar y misterioso sentido de inocencia. Utiliza la insidia, la calumnia, el engaño, el insulto… permanentemente para conseguir sus fines, que pueden resumirse en uno solo: conseguir el poder para, desde él, enriquecerse y expandir el mal, refocilándose en él; pero se escandalizan no ya de esos métodos, sino de delitos menores o de meros errores y los condena inflexiblemente si vienen de sus oponentes. De ahí que desenmascarar tal impostura sea una exigencia diaria y firme, no entrando en debates estériles en los que su carencia de escrúpulos y sus trampas dialécticas les dan siempre ventaja.
Ninguna persona de buen juicio dudará de que la concordia es preferible a la discordia y al partidismo, pero no pueden verlo así los rojos, a los que les ciega la codicia y el odio. El mensaje que habría que dar a la izquierda destructora y a sus cómplices terroristas y separatistas, pero que nadie con poder sociopolítico tiene interés en proclamarlo realmente, es el siguiente: «España es indestructible».
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- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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La mejor descripción de un rojo que he visto, totalmente cierta. Sepulcros blanqueados, blancos por fuera y llenos de gusanos por dentro.
Así se los definía incluso antes de recibir el apelativo rojo, ya con su revolución francesa y no digamos con la revolución de octubre.
Pero… llegaron los tiempos del CVII, y a partir de ahí todo fue blanqueo sistemático de los rojos. Hasta tal punto que la sociedad en general ignora la naturaleza del rojo, e incluso los católicos en general, que tienen a un rojo (o semirojo) sentado en la silla de Pedro desconocen que los rojos son siervos de Satanás y están convecidos de que deben entenderse con ellos, y encima con un complejo de inferioridad galopante.