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El pasado miércoles 4 de agosto, celebramos los católicos la fiesta de San Juna Maria Vainey, “CURA DE ARS”. Un santo muy popular por haber sido un taumaturgo, especialmente por el milagro de “leer en las conciencias”. Su fama hizo en aquellos tiempos –cuando cruzar el Atlántico no era cuestión de horas, viajar desde los Estados Unidos para “confesarse” con él. Los “librepensadores” acudían desde París al pueblecito de Ars para discutir con él y tratar de convencerle de “sus errores”. Él, aceptaba el enfrentamiento dialectico pero exigiéndolos previamente, que “se confesaran”… No cuesta mucho imaginarse la escena, que concluía con la victoria La consecuencia era: “la discusión ya no tenía razón de ser” pues con la absolución se les habían “volatilizado la ideas librepensadoras”; y se iban convertidos y convencidos de la grandeza de la Fe católica.
Los santos, sin duda, son todos hombres de Dios adornados con grandes cualidades, pero a nosotros –seres humanos–, unos nos atraen más que otros. El Cura de Ars es para mí –y para muchos– un santo de un atractivo especial. Si bien todos los santos brillan por su caridad, san Juan María Vianey traslucía humanidad por todos sus poros Amaba tanto a los hombres que se pasaba al menos diez horas cada día, sentado en el confesionario y consolando a los pecadores. Diez, como mínimo, había días de doce y más. Su comida era muy frugal. Hacía una olla de patatas para toda la semana e iba comiendo su partecita diaria. A veces, el último día, ya estaban para no comerlas sino para tirarlas. Dormía poco y, además, Dios consentía al demonio, fastidiarle el sueño y, despierto, darle verdaderas palizas. Satanás, no podía tragar a ese curita por arrebatarle las almas listas para el Infierno. Porque, amigos lectores, “el Infierno existe”, lo creó Dios para los “ángeles rebeldes” pero también es destino seguro de quienes menosprecian la gracia de Dios y mueren en pecado.
Es muy recomendable la lectura de la vida de San Juan María Vianey, en vez de tanta porquería, de libros de nula utilidad para la inteligencia o la verdadera cultura.
Aparte la simpatía por este santo, me ha movido a escribir este artículo un recuerdo inolvidable de un profesor que tuve a los catorce años. Un francés de la Provenza, –cuyo hablar nos hacía gracia: como buen provenzal pronunciaba y, además, “reforzadas” las “s” finales, “mudas” en francés–, que nos dijo un día:
— “Vosotros me tenéis de profesor y me veis y oís, porque he nacido… y he nacido gracias al Santo Cura de Ars”…
Cuando oyes esto a los catorce años, no se te olvida nunca. Luego nos lo explicaba. Yo nací en la Provenza, lejos de Ars y mi padre, cuando era un joven, en edad de elegir su futuro tenía dudas sobre si estudiaba para sacerdote o continuaba trabajando con sus padres. No lograba aclarar sus dudas y decidió ir a Ars donde –según contaba todo el mundo—el párroco leía en las conciencias y aconsejaba siempre muy bien. A mediados del siglo XIX el viaje le exigía varios días de ida y otros tanto de vuelta.
Allí se encontró con lo habitual de cada día: una enorme cola de gente esperando poder arrodillarse en el confesionario de Juan María Vainey. Y se puso el último a esperar su turno. Estuvo varios días haciendo cola pacientemente. Al fin entró en la Iglesia, pero seguía con muchos hombres y mujeres delante. Como llevaba demasiados días fuera de casa y no podía esperar más, decidió salir de la cola y regresar al pueblo… Pero el Cura de Ars, estaba en todo y, cuando vio al futuro padre de mi profesor, desistir de confesarse, salió del confesionario, se fue disparado a su encuentro y lo llamó. Se le acercó y, allí mismo de pie, le dijo:
“Mira, no necesito confesarte, ¡vete tranquilo!, tú no estás llamado al sacerdocio, cásate, y cuida bien a tu mujer y a tus hijos”.
En su momento, por supuesto, se casó y gracias al Cura de Ars, yo tuve un genial profesor, que me marcó para toda la vida, como lo hacen pocos. A él debo los cimientos más sólidos y duraderos de mis convicciones. Era un hombre de Dios al que recuerdo, o estudiando, o paseando pero siempre “rezando rosario” –una vez nos dijo que rezaba unos veinte rosarios al día…–
Como en mi vida nunca he dejado de pensar, analizar todo cuanto me rodea y sacarle punta, no puedo menos de hacer esta pregunta: ¿En qué se parecen los párrocos de la Iglesia de la “nueva primavera” al párroco de Ars? ¿Conocen alguno que se pase diez horas sentado en confesionario esperando pecadores? ¡Qué triste ver cómo ha desaparecido la CONFESIÓN DE BOCA, de los “nuevos católicos” y hasta los confesionarios!…
Y esta realidad me lleva a otro comentario. En el CORREO DE ESPAÑA, –hace semanas– José Luis Díez publicó una artículo en defensa de un sacerdote navarro, –¡el P. Dallo!—“criminalizado” por “Cirardeta” y por los arzobispos de Pamplona que le sucedieron. Dudo, que crean en Dios, y en sus mandamientos, por sus “obras”. A un sacerdote inteligentísimo, joven canónigo, lo castigaron sin compasión, por el “crimen” de negarse a “aplicar la CONFESIÒN GENERAL” por inútil y fuente de sacrilegio. Le quitaron la parroquia, le privaron de sus emolumentos, –lo hubieran condenado al hambre si no fuera porque tenía cátedra en un Instituto y podía vivir de ello–. Recurrió a Roma, han pasado más de veinte años, finalmente le han dado la razón pero nuestros “venerables Arzobispos” — a imitación de sus admirados separatistas–, se “pasan las sentencias por la entrepierna” –incluidas las de Roma– y “nadie le ha pedido perdón ni ‘reparado’ ” por los perjuicios a ese, sí, “santo sacerdote mártir de la Confesión”, y al que Dios ha probado con un “ictus” limitando su insuperable apostolado de la “pluma”. La consecuencia: ha desaparecido la revistas “SIEMPRE P’ALANTE”
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