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Cada vez que he visto imágenes de los centros de vacunación, mi imaginación ha evocado la escena inicial de Tiempos Modernos (1936) de Charles Chaplin en la que se superponen un grupo de obreros entrando en una fábrica con un grupo de ovejas entrando al redil. Desde hace décadas, las Iglesias están vacías y las plazas están llenas. Desde el momento en que la espiritualidad se convirtió oficialmente en ocio y la salvación se envasó en forma de mercancía; desde el momento en que ambos elementos terminaron por masificarse para ser consumidos a la velocidad en que es producida, devorada y digerida una hamburguesa del McDonald’s, la peregrinación de los domingos a las Parroquias fue sustituida por la itinerancia dentro de los Centros Comerciales. En vez de ir con los hijos a misa, los burgueses de nuestro tiempo e incluso algún proletario esporádico que se suelta la coleta por un día —los que se la cortan viven en Galapagar—, van a redimirse al centro comercial donde cada semana pueden transmutar su personalidad comprando algún salvífico electrodoméstico que les deje más tiempo libre para ver Telecirco.
Era normal que quienes nos gobiernan —¿o acaso sólo nos pastorean?— dieran el salto de la desvergüenza hasta terminar de imponer la vacunación desde lugares tan emblemáticos para nuestra putrefacta sociedad como unos grandes almacenes (en este caso, El Corte Inglés) o un banco (esta vez el Santander). En otros tiempos ambos lugares serían inexistentes y el mercadeo que tanto gusta a filosofastros de la talla de Escohotado y su caterva de prepotentes seguidores habría sido condenado a ser realizado tras las murallas de la ciudad, en el exterior, para no mancillar un santo lugar; hoy tienen un lugar céntrico en la ciudad que representa muy bien el espacio que ocupa en la mentalidad del hombre moderno el consumo. Como se ha dicho: es la única manera que conoce el sujeto contemporáneo de trascender la mediocridad de su existencia, apoltronada en la desesperación y en la nada. Cuando los empresarios hablan como los sacerdotes y los sacerdotes hablan como empresarios, algo está ocurriendo en la sociedad. Me estoy refiriendo a las famosas declaraciones, sobre las que han corrido auténticos ríos de tinta tan caudalosos como el mismo Nilo, de Antonio Garamendi hablando favorablemente de los indultos como si tuviera vela alguna en ese entierro; y me estoy refiriendo a las cosas que se dicen últimamente desde la Conferencia Episcopal: desde hablar del reciclaje de botellas de plástico para evitar el Cambio Climático —igual es que Greta Thunberg ha entrado en el santoral sin yo enterarme—, a… Sí, declaraciones favorables a los indultos. “Poderoso caballero, ah, es Don Dinero”. Y de justicia social que no les hable nadie, claro.
Lo que más sorprende es la servidumbre, cada vez mayor, de la masa que se deja culpabilizar y no es capaz de renunciar al oprobio de la mascarilla al aire libre cuando se le permite hacerlo. Hace pocos días vi un anuncio del Gobierno de España que hablaba de las escasas posibilidades de ascensión social de los bebés criados en casas pobres o sin recursos. Como cada día somos más pobres todos —en relación al precio de una subsistencia básica en contraste al salario medio percibido—, menos una minoría selecta de privilegiados déspotas; y la gente deja que se vacune a sus hijos sin inmutarse, a pesar de la ínfima incidencia del virus en niños —que, eso sí, mueven mucho dinero con el lucrativo negocio de su vacunación periódica—, no me extrañaría que cualquier día empiece a custodiarlos el Estado. En parte ya lo están haciendo, cuando le restan legitimidad a los padres con leyes como la reciente “Ley Trans” con la que se busca satisfacer al insaciable colectivo LGTBIJKLMNÑOPQSTUVXYZ.
Yo propongo que, a partir de ahora, se vacune en las funerarias y en los cementerios. De esta forma, todo queda próximo y como en casa. Aunque no hay que confundirse: es sabido que el fin último es alcanzar la inmunidad de borrego. Camino todos del matadero.
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