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Para unos, el origen del turismo se encuentra en la misma curiosidad humana. Tan antiguo y remoto, pues, como el hombre. Para otros, más bien se halla en la extensión del interés por la literatura de viajes, lo que exigiría un determinado punto mínimo de civilización capaz de producir y demandar aquello que denominamos cultura.

Así mismo, analizando el turismo como un fenómeno de masas, resulta inevitable vincular su origen a las peregrinaciones a lugares sagrados. Fenómenos popularísimos que concitaban la afluencia de miles de personas desde los puntos más remotos hacia un mismo destino geográfico; y que aún hoy lo hacen –véase, por ejemplo, el Camino de Santiago–.

Desde una perspectiva moderna, la primera causa del turismo se sitúa, sin duda, en el disfrute del ocio; concepto, este último, moderno en sí mismo y que, por ende, desplaza  su génesis a tiempos mucho más tardíos.

Como fenómeno social, entendido el turismo como expresión cultural, entre sus raíces y motivaciones deben contarse la generación y ampliación de relaciones o vínculos sociales y, por qué no decirlo, un afán por distinguirse como “hombre de mundo”.

En virtud de las ideas enunciadas, resulta difícil establecer una sola causa u origen del turismo, pero si atendemos a la descripción pormenorizada de las características geográficas y culturales de una región con el fin de divulgarlas, al modo en que lo hacen las actuales guías turísticas, convendremos en remontarnos muchos siglos atrás. En el siglo II, el geógrafo Pausanias dedicó diez libros a su magna Descripción de Grecia. Y, por poner sólo otro ejemplo, en el siglo IV, la hispanorromana Egeria plasmó las impresiones recogidas en su largo viaje a Tierra Santa –entre los años 381 y 384– en el libro  Itinerarium ad Loca Sancta (sic).

Un factor decisivo que propició la extensión del deseo de viajar por motivos culturales fue, sin duda, el descubrimiento de la imprenta; debiéndose mencionar, en este sentido, las obras de algunos grabadores que ya en los siglos XVI y XVII difundieron el patrimonio artístico e histórico italiano, y más concretamente de Roma, como cuna de la Civilización.

El interés por Italia como destino cultural alentó, a su vez, la producción de obras relacionadas con el conocimiento y disfrute del Arte, y no sólo obras literarias como Diálogos de Roma (1548), del portugués Francisco de Holanda; Viaje a Italia (1670), del francés Richard Lassels (1603-1668); Viaje sentimental por Francia e Italia (1767), del inglés Laurence Sterne (1713-1768); Viaje por Italia (1786-88), del alemán Wolfgang Goethe (1749-1832); Roma, Nápoles y Florencia (1817), de Stendahl; o De Madrid a Nápoles (1861), del español Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891), sino manuales o guías que reprodujeran gráficamente las maravillas de aquel pasado glorioso. Así, la primera “guía turística” de la Historia en un sentido moderno –es decir, con acompañamiento de imágenes ilustrativas– puede atribuirse al grabador, pintor y editor Giacomo Lauro (1550-1605), autor de la extraordinaria obra titulada Antiqvae vrbis splendor (1612-1637), en varios volúmenes, a los que dedicó toda su vida. Otro magnífico grabador, Pietro Santi Bartoli (1635-1700), publicó Admiranda romanorum antiqvuitatum  en 1693, y, junto con el grabador especialista en arquitecturas Domenico de Rossi (1659-1730), –autor de tres libros titulados Studio d’architettura civile di Roma en 1702, 1711 y 1721–, ambos realizaron una edición actualizada de Admiranda romanorum antiqvuitatum (1637) titulada Romanae Magnitudinis Monumenta (1699).

En los siglos XVII y XVIII, en relación con el viaje de formación conocido como el Grand Tour, se instauró un “turismo” asociado al descubrimiento y disfrute de la cultura. Y, junto al interés despertado por el evocador romanticismo de Byron (1788-1824), se multiplicó la demanda de catálogos, pinturas y grabados de calidad. El también grabador Giuseppe Vasi (1710-1782) publicó Delle magnificenze di Roma antica e moderna en 1747 junto al editor Giuseppe Bianchini Veronese (1704-1764), y más tarde un Itinierario instructivo de Roma a Nápoles en jornadas (1773), mientras que su hijo Mariano Vasi (1744-1820), editor, seguiría publicando y actualizando las guías de su padre Giuseppe tras su muerte. Discípulo del mencionado Giuseppe Vasi, el famosísimo Giovanni Battista Piranesi (1720-1778) realizó 140 planchas para Le Vedute di Roma (1748); las estampas de los cuatro tomos de Le Antichità Romane (1756); y también Della Magnificenza ed Architettura de’ Romani (1761).

Como se puede comprobar, el siglo XVIII tuvo una importancia decisiva en el desarrollo de todo un mercado del arte vinculado a los viajes. Una industria potentísima cuyos máximos exponentes fueron los pintores Gaspar Vanvitelli (1653-1736), Luca Carlevaris (1663- 1730), Giovanni Pannini (1691-1765) y Antonio Canal, Canaletto (1697-1768). Autores, todos ellos, de apreciadísimas vedute (literalmente, vistas), pero ni mucho menos, los únicos. De hecho, en relación a las vistas venecianas, Canaletto fue seguido por otros especialistas en el género como Francesco Guardi (1712-1793) o su propio sobrino, Bernardo Belloto (1721-1780). Y no en vano, la demanda de vedute era tal que, por ejemplo, las pinturas de Canaletto fueron reproducidas en grabado por Antonio Visentini (1688-1782) en vida del propio Canaletto, y el marchante Joseph Smith creó su propia editorial a partir de las ganancias obtenidas en Inglaterra con la comercialización de la obra del italiano.

A esta industria se sumaron una miríada de artistas de todo el mundo hasta bien entrado el siglo XIX, siendo obligado mencionar a algunos españoles: Martín Rico (1833-1908), Rafael Senet Pérez (1856-1926), Antonio Reyna (1859-1937) o José Moreno Carbonero (1860-1942),  o el destacado pintor hispano-peruano Federico del Campo (1837-1927).

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Por otra parte, la invención del ferrocarril y el posterior abaratamiento de los costes del transporte hicieron posible la “democratización” del viaje o del “derecho a viajar”. Y con él, las guías rojas de Karl Baedeker (1835) y George Bradshaw (1839), frente a las azules de John Murray (1836), se convirtieron en compañeras imprescindibles del viajero o turista decimonónico.

Acerca de las guías Murray, debemos recordar que su primer Manual para viajeros en el centro de Italia fue publicado en 1843, y que hasta 1867 no se editaron los manuales de Florencia y Roma y sus respectivos alrededores. En ellos cabe destacar favorablemente, al inicio de sus páginas, la llamada al lector para la subsanación de errores u omisiones que se detectaran, y, en relación al común reproche que se hace a las guías por su superficialidad, cabe señalar que no ha lugar para las Murray. Remitiéndome al Manual para viajeros en el sur de Italia en 1868, éste contenía, por ejemplo, una extensa, sistemática y pormenorizada atención al Museo Nacional de Nápoles y una encomiable exhaustividad en las descripciones de Pompeya y Herculano.

En cuanto a las guías Bradshaw, enfocadas específicamente para los viajes en tren, hasta 1894 no aparecería un completo Manual ilustrado Bradshaw para Italia.

Por su parte, la guía francesa Michelin se dirigió a los automovilistas, publicando una guía sobre el norte de Italia, Suiza, Baviera y Países Bajos en 1908 y otra sobre el sur de Italia y Córcega en 1911. Conocida popularmente por establecer una jerarquía gastronómica otorgando estrellas a los restaurantes en virtud de su calidad, todavía subsiste actualizándose anualmente.

Hoy la pandemia de COVID 19 ha dejado sentir su huella en las líneas aéreas y de ferrocarril, que han visto drásticamente reducida su actividad y, obviamente, en los propios destinos turísticos, por la ausencia de visitantes. Hay quien se complace imaginando el positivo efecto ecológico de un menor tráfico aéreo. Otros confían en volver a la normalidad pronto. Mientras, aunque para muchos no suponga ningún consuelo, aún nos quedan los libros de viajes y el Arte.

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Santiago Prieto