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El cine tenía algo que decir dentro del conjunto de la historia humana, ya lo dijo y por lo tanto es natural que después de cumplido dicho momento desaparezca. Coincidiendo justamente con el propio final de Occidente: el objetivo de ambos se cumplió y ahora es tiempo de que se oscurezcan. La sala a oscuras, en silencio y en compañía anónima de otros conciudadanos como último rito que recupera lo sacro para una civilización ruinosa y en franca decadencia. Eso es lo que, en buena medida, nos descubrió Ángel Faretta hace más de una década con la publicación original de El concepto del cine. Que ahora por fin está disponible para un lector español que hasta el momento tenía que contentarse con sus seminarios virtuales, sus artículos digitales y sus vídeos y podcast disponibles en Youtube.

Libro decisivo en su propia trayectoria y en el pensamiento contemporáneo, El concepto del cine aparece nuevamente corregido y ampliado en una tercera edición que supone un primer contacto con las librerías españolas, de la mano de la editorial A Sala Llena (ASL) y su principal responsable, José Luis De Lorenzo. Se trata de un momento inmejorable para dar a conocer su completo y complejo sistema de pensamiento: toda una filosofía del arte y una concepción universal de la cultura, que trataremos de introducir aquí partiendo del citado libro y de manera no del todo torpe para que el pensamiento farettiano continúe su más que merecida difusión dentro del mundo hispano. Como síntesis y simplificación que el discípulo traza sin demasiada pericia de la obra de su Maestro.

¿Quién es Ángel Faretta, se preguntará el lector español, y por qué debemos darle crédito a su Teoría? Es justo comenzar por responder esa cuestión: Faretta es el más grande teórico en lengua española a principios del siglo XXI para todos los ámbitos relacionados con la filosofía del arte, el cine y la estética. Sin lugar a la duda, al escepticismo académico o al reparo cauteloso. Faretta, contra lo que cabe pensar revisando su bibliografía de poeta y de novelista, fue un maestro oral hasta pasados los 40 años. Esa escritura tardía le ha llevado a generar un sistema coherente entre todos sus apartados, holístico en sus intereses y carente de contradicciones en sus postulados. También empezó tardíamente a ver cine, cuando conocía muy bien a los clásicos de la literatura, a la tradición operística toda y a los grandes maestros de la historia de la pintura; es decir, cuando ya tenía una filosofía de la historia y del arte sólida: por eso su aproximación al cine fue, casi desde el primer momento, la de un sólido pensador de las ideas.

Ángel Faretta se inició como teórico en el cine porque consideraba que es el único arte vivo, actuante y por ende capaz de levantar a la multitud, que no ha quedado petrificado en libros de historia y museos. Aún es posible preguntarse el qué, a partir del cómo, de la película, tratando de reconstruir la intencionalidad de su autor o autores para con el conocimiento del espectador. El cine, además, es un gran lector de la historia cultural y del arte: eso es lo que detecta Faretta a la hora de aterrizar su foco en él de entre el vasto conjunto que componen las artes. Porque a partir del cine se puede reconstruir la historia cultural de Occidente retomando las grandes obras que precisamente se encuentran expulsadas de lo mainstream pero que tienen un valor estético superior al de lo actualmente canónico y encumbrado. Lo excéntrico como nuevo centro una vez éste ha sido pervertido: eso representan el cine, la serie B y el tango: una tríada a la manera de objeto de estudio que destaca en la bibliografía farettiana.

La publicación de Hitchcock en obra, ahora hace dos años, marca el inicio de la llegada de su obra a España, precisamente en el libro que supone la culminación de su trabajo sobre el cine: estudiando al que, para el pensador argentino, es el mayor cineasta de todos los tiempos y el más grande artista católico desde los tiempos de Dante Alighieri. Se trata de una praxis que termina de articular, tomando como referencia la filmografía básica del genial  director británico, una teoría de las artes focalizada en el estudio del concepto del cine. Lo que nos lleva directamente a la importancia de tener una teoría en unos tiempos donde abunda el escapismo de la realidad y la ostentación del anti-intelectualismo, según Slavoj Žižek: “El pensamiento filosófico propiamente dicho empieza cuando somos conscientes de hasta qué punto este proceso de abstracción es inherente a la realidad misma: la tensión entre realidad empírica y sus determinaciones nocionales abstractas es inmanente a la realidad, es un aspecto de las cosas mismas. La vida sin teoría es gris, una realidad plana y estúpida; sólo la teoría la torna verde, verdaderamente viva, revela la compleja red subyacente de mediaciones y tensiones que le insufla movimiento”. Por eso es que hay que reivindicar a los pensadores teóricos como Ángel Faretta: en el trabajo sobre las artes no se puede realizar un análisis crítico eficiente sin un trasfondo teórico consistente.

En el estudio estético según la filosofía de la historia de Faretta encontramos tres momentos primeros previos a la modernidad (sintetizados por Sebastián Porrini con acierto: “la tragedia ática, el orden medieval y el barroco”) que dialogan con tres momentos de “reacción” paralelos a la modernidad: 1) el romanticismo de Hoffmann y de Novalis coincidiendo con el primer momento de la literatura fantástica de Poe y Mary Shelley; 2) el cine de Griffith; 3) y la etapa silente de Lang y Murnau que dará lugar a la autoconciencia que Welles incluye en Ciudadano Kane (1941). Son tres “giros teológicos” significativos, determinantes incluso, pero no únicos ni mucho menos en la historia: mientras los impresionistas pintaban trasluciendo un optimismo capitalista evidente, autores como Vincent van Gogh, Odilon Redon y sobre todo James Ensor, nos dice Faretta, se encargan de representar un universo de máscaras, figuras sombrías y de lo monstruoso e incluso grotesco (del italiano grottesco: derivado de la voz “gruta”): algo que también cristalizaría en el cine y que venía tomado, directamente, del claroscuro y del tenebrismo barrocos. Entre ambos tendríamos a otro autor fantástico en tiempos de Ilustración y racionalismo extremo: el genial Francisco de Goya y sus “pinturas negras”. Lo barroco, de nuevo, entendido como “último estilo ecuménico” y generado por jesuitas como Baltasar Gracián alude directamente a la conciencia de la caída que ejemplificaron tanto la Contrarreforma en tiempos de luteranismo y fragmentación de la Cristiandad como el Imperio Austrohúngaro en momentos más recientes. En el terreno más puramente estético, el barroco es la insistencia en lo macabro, en la muerte, en lo nocturno; y, en definitiva, en el claroscuro tenebrista. El cine tomaría el relevo contrarreformista y barroco de lo habsbúrgico en su empeño antimoderno, tradicionalista y reaccionario de denunciar tanto el “desencantamiento exterior del mundo” como la “desertización espiritual interior” del hombre.

Esos tres “giros teológicos” van seguidos de: 1) la diferenciación entre “cine” y “cinematógrafo”; 2) la separación de “símbolo” y “alegoría”, entendida la segunda como “imagen concreta de un concepto abstracto”; 3) una mentalidad dixie, propia de un sureño tradicional derrotado versus una mentalidad wasp, propia del liberalismo pequeñoburgués; 4) tres elementos básicos o “conceptos heurísticos”: el principio de simetría, el eje vertical y el fuera de campo frente al ilusionismo de salón, la alegoría y el teatro filmado; 5) y la reincorporación de lo sagrado a través de lo trágico, la reintroducción del héroe como elemento mítico y una imagen de la mujer como personaje principal frente a la homogeneización liberal-bilocadora propia del siglo XIX, a la desacralización interna y externa del mundo y a “la movilización total”. Un concepto clave que Faretta toma de Vico es el de ricorso entendido como representación y actualización de lo divino (corso) en la diégesis o representación que manifiesta y traduce “un contenido formal-simbólico que sea paralelo a su resolución técnico-formal”. La “segunda historia”, el discurso simbólico, nos hace ser conscientes de que la primera historia, la narración cuyo grado máximo de reducción es el mcguffin, escondía un sentido en su disposición argumental, representación material y puesta en escena.

Según Faretta, “El cine es una construcción mitopoética que nos ha redimido de la realidad fotográfica (…), una forma genialmente anacrónica del pensar y el poetizar de Occidente”. El breve filme dirigido por D.W. Griffith A corner in wheat de 1909 marca el inicio del cine porque en dicho corto ya está todo lo que más adelante será desarrollado hasta su etapa final de autoconciencia. Hitchcock sería, retomando la monografía Hitchcock en obra, el mejor iniciador en el cine para el espectador profano dada la enorme calidad de sus primeras historias y por la potencia irresistible de su contenido simbólico. El cine es, para Faretta, una reconfiguración de los datos tradicionales con los que opera la metafísica: un ajuste de cuentas con el Renacimiento y con el Romanticismo por parte de una cultura tradicional que permanece en diáspora desde el Otoño de la Edad Media, al decir de Huizinga, y que comparte una misma cosmovisión que reaparece, de manera reformulada, a través de la propia máquina que pretende impugnar. El alegorismo autónomo y autárquico, renacentista y romántico, enfrentado al simbolismo de la cultura tradicional que opera con la metafísica. El cine, por lo tanto, es un arte realizado por un grupo y generado para un grupo, ambos bajo el signo de una misma comprensión universal, que niega la autonomía del hombre postulada por el liberalismo y la concepción subjetiva del arte como producto creado por un genio autosuficiente.

Una diferencia fundamental en la concepción de Faretta, como se ha dicho y más adelante se desarrollará, es aquella que distingue cine de cinematógrafo; mientras que el cinematógrafo equivaldría a las sombras de la caverna platónica, el cine remite a una realidad superior porque señala que no todo se limita a las imágenes mostradas sino que existe un mundo en perfecta continuidad con ellas. Una concepción empírica, pues, enfrentada a una imaginación trascendente de la imagen en movimiento. El capitalismo de los hermanos Lumière cristaliza, entonces, en el cinematógrafo. Según Faretta, el cine no comienza con ellos sino que solamente inventan el cinematógrafo, esto es, la captación de la realidad como documento periodístico o como teatro filmado. No olvidemos que Auguste y Louis eran, después de todo, dos burgueses (en términos de Marx: “propietarios de medios de producción”) positivistas, liberales y capitalistas. Para ellos, la realidad es algo reproducible de manera seriada (véase: “la pérdida del aura” según Walter Benjamin): la imagen en movimiento como continuación de la fotografía. Lo medúseo y lo museístico: esa mirada de la Gorgona que petrifica lo vivo para despojarlo de su especificidad y reducirlo a objeto de consumo. No en vano, la primera película de los hermanos Lumière es la salida de la fábrica de los obreros dentro de la propia industria Lumiere: filman a sus trabajadores al momento de abandonar su puesto de trabajo. Otras escenas filmadas por ellos a la manera de fotografías en avance son las de un tren llegando puntual a una estación (símbolo de la velocidad y del Progreso) o las de una familia jugando tranquilamente en el jardín: la perpetuidad del mundo burgués en continuidad con la narrativa decimonónica que pretende calcar la vida. Petrificarla y a continuación exponerla.

Por su parte, Georges Méliès era un mago de oficio que puso en marcha el ilusionismo de salón filmado: lo que más adelante se denominará “realismo mágico”. Se trata de lo que Faretta llama “una salida mágica” (que no fantástica): una oposición al mundo burgués y fotográfico mediante distintos trucos visuales que, sin embargo, mantienen la cámara fija, se valen de escenarios artificiosos en exceso y que carecen de una técnica narrativa propia. El mayor problema de la obra de Méliés, sin embargo, es que su cinematógrafo nada en el artificio hasta ahogarse en la irrealidad mágica más absoluta. El trabajo final resulta inverosímil y, por lo tanto, es incapaz de enfrentarse con solvencia a la cosmovisión positivista-liberal-burguesa-capitalista. A la postal marmórea no se le puede oponer el exceso escénico como pretendió, sin duda haciendo gala de las mejores intenciones pero de una previsión dudosa, el bueno de Méliés.

D.W. Griffith, por fin, es capaz de crear narraciones cuya primera historia resulta atrayente y transparente a un mismo tiempo para mejor introducir una segunda historia en la narración. Faretta compara esa primera historia, presente, como se ha dicho, ya desde A Corner in Wheat (1909) con la de Antígona o Edipo de Sófocles (reinterpretada en la Poética de Aristóteles); con la de Hamlet o Romeo y Julieta de Shakespeare (casi contemporáneo de la Arte Poética de Boileau): narraciones sencillas de contar, de entender y de recordar, además de propicias para contener dentro de sí el contenido simbólico. Por eso la clave de bóveda de lo que desarrollará Griffith es una unión entre invención y sentido: si sólo es invención se caerá en el ilusionismo huero de Méliés; si por el contrario sólo es sentido alegórico o mero naturalismo se traicionará la primera historia necesaria para poder habilitar una segunda historia facilitada a través de la conjunción simbólica.

El símbolo, por lo tanto, tiene la capacidad de religar dos mitades fragmentadas. Es como el puente de El exorcista (1973) donde la señora MacNeil se cruza por primera vez con el Padre Karras: poniendo en común dos realidades antes separadas entre sí como mitades de una moneda rota que resulta reparada. De la misma forma, lo que conecta la primera historia y la segunda de un filme es el símbolo entendido como signo que cambia de significado en sus progresivas apariciones representadas en la diégesis del filme. En su etimología, “símbolo” proviene del término griego symbolon, conformado a su vez de “sim”, que significa precisamente unir de nuevo lo que estaba dividido, y “ballein”, que Faretta traduce por “arrojar”, enviar o lanzar; symbolé, como escribió acertadamente Carlos del Tilo, quiere decir precisamente “ajuste”.

En definitiva, se trata de unir dos significados antes aislados y proceder a arrojarlos: es precisamente lo que hace el cine en su representación de lo real al unir nuestro mundo con la otredad que el liberalismo pretende erradicar en su horizontalización del mundo y de la mirada. La Modernidad ha sabido conjugar el idealismo emancipador de los valores tradicionales junto al positivismo fruto de una sociedad industrial como dos intentos análogos por mejorar una naturaleza humana considerada imperfecta en su origen al tiempo que constantemente oprimida por el yugo lo real: sueños de la razón. Frente a esa conjunción diabólica, el cine propone, ya a partir de Griffith, una toma de conciencia de los límites o limes inherentes a lo humano a través del retorno de lo trágico y de lo sagrado por medio de la reintroducción del héroe en la ficción. Frente a la productividad del liberalismo que invita a buscar beneficio constante, el héroe se sacrifica por la comunidad sin esperar beneficio alguno a cambio. Su correlato femenino será una “revalorización de la mujer” que la representa como sujeto actuante en la historia en vez de como sujeto puramente burgués: lo podemos ver en títulos decisivos como Cat People (1942), Carrie (1976) o más recientemente en Titanic (1997).

D.W. Griffith, no lo olvidemos, era un dixie sureño surgido de los Estados Confederados pulverizados tras la Guerra de Secesión. Hijo de un mundo derrotado, su padre había luchado en la contienda y, en consecuencia, había perdido sus terrenos tras el fin de la misma. En calidad de fracasado, tratará de ganar por medio de la estética aquello que le fue arrebatado a través de las armas. En el arte se repetirá, por lo tanto, la batalla entre el mundo industrial y capitalista de los estadounidenses frente al mundo tradicional y agrario de los confederados. En vez de rechazar la máquina (véase el uso del teléfono y del automóvil en The lonely villa de 1909), la genialidad de Griffith reside en su capacidad para reintroducir lo trágico por medio de lo heroico, para incluir un componente simbólico en la segunda historia valiéndose de la transparencia de la primera historia y sobre todo en la creación del cine tal y como lo conocemos: a través de los tres conceptos heurísticos que, por supuesto, el propio Griffith no llama así: 1) el eje vertical o el más allá de la cámara que pone en continuidad el microcosmos de la imagen intradiegética con el macrocosmos exterior extradiegético; 2) El principio de simetría a través de la repetición intencionada de algo (el símbolo) como el leitmotiv musical o la reiteración lírica de un verso en poesía; 3) El eje vertical introducido en lo que Aristóteles llamaba diégesis (composición de lugar, en oposición a mímesis) rompe la horizontalidad positivista del mundo introduciendo una escala (escalera) con distintos niveles: uno de subida y otro de bajada, otorgando una continuidad jerárquica de sentido entre ambos estadios. La escalera, cuya etimología proviene del término griego clímax, comunica lo alto con lo bajo, esto es, religa simbólicamente aquello que previamente había sido separado o que representa dos contrarios antes enfrentados entre sí.

No es casualidad ni mucho menos, dados los orígenes de Griffith, que el cine se extienda sobre todo en Norteamérica. Primero porque tras la IGM y, sobre todo, tras la IIGM, dicho país se convertirá en primera potencia mundial y podrá extender su dominio hegemónico del imaginario colectivo (Edgar Morin) global a través de la fábrica de sueños hollywoodiense consumida en todo Occidente. Pero no sólo: precisamente por ser el gran estandarte político, estético, económico y hasta mitológico o teológico del liberalismo, en apenas 200 años sufrirá los suficientes avatares y un número suficiente de vicisitudes socio-históricas como para saber de primera mano los estragos que la ideología capitalista-burguesa imprime en los hombres y las sociedades. Tras el crack del 29, no sólo Griffith será un dixie sino que toda la sociedad norteamericana habrá conocido en carne propia los peligros tangibles del libre mercado: algo que no sería posible en otras latitudes donde el ritmo histórico no habría llevado a la sociedad a ese grado de desarrollo industrial. Así escribe Faretta: “El cine se nos aparece como el summun y la síntesis de la tradición del sur norteamericano. Desde Griffith y Buster Keaton, pasando por Lo que el viento se llevó, hasta The Long Riders o Forrest Gump, al cine norteamericano siempre se lo imaginó desde lo dixie”.

Es por eso que una serie de directores alemanes, en tiempos de ascenso nacional-socialista; estadounidenses, en la larga crisis económica iniciada tras el colapso de la bolsa; e ingleses, cuando la burbuja de la sociedad industrial reviente y el Imperio británico empiece a fragmentarse, dirigirán su mirada a un mundo otro en peligro de extinción, si no ya directamente pulverizado: el Imperio Austrohúngaro, universo de lo barroco y movimiento de reacción iniciado en la Contrarreforma. Retomando autores del romanticismo alemán pero, sobre todo, las grandes obras literarias del siglo XIX, pertenecientes a la ficción fantástica y de terror, que en aquellos momentos carecían de prestigio y lectores. De nuevo Hollywood, establecido sobre los principios teórico-técnicos de Griffith y sostenido en un pacto ideológico, más aún teológico, entre productores judíos y realizadores católicos en reacción contra la ideología wasp del liberalismo-burgués en su versión puritana. Utilizando la máquina, una vez más, contra la propia máquina: en herencia de los géneros que Poe (“El demonio del mal es uno de los instintos primeros del corazón humano” y “la desdicha cunde multiforme sobre la tierra”) ya había puesto en marcha en la literatura décadas antes. Y de sus subgéneros más evidentes: el péplum, el terror, el noir, el fantástico, el western, la ciencia-ficción, el melodrama y el thriller.

Novelas como Drácula (1897) de Bram Stoker o Frankenstein (1818) de Mary Shelley estaban olvidadas y carecían de prestigio cuando Hollywood comenzó a adaptarlas en los años 30 y 40 del siglo XX. La figura de la máscara se retoma en un tiempo de Gran Depresión donde el thriller criminal y la novela negra proliferaban en el cine para demostrar, a través de autores como Chandler, MacDonald o Hammett, las grietas del capitalismo-liberal. Solo que la naturaleza fantástica del cine se interesó más por las criaturas monstruosas que representan esa otredad que la homogeneización horizontal positivista pretende erradicar. En ese sentido, se retoma lo trágico, lo barroco, lo dionisíaco, lo dual: una sacralidad que pretendía ser expulsada de Occidente. Algo que coincide con lo expuesto por Eugenio Trías en su estudio del cine (“lo siniestro constituye condición y límite de lo bello”), retomando a Schelling (“Aquella suerte de espanto que afecta las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás”) y a Freud (“lo extraño inquietante”).

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Se trata, en definitiva, de reivindicar esa “danza macabra” del espíritu de la que Stephen King hablaba como “campo especializado en la muerte, el temor y la monstruosidad”: precisamente aquello que, como han demostrado Robert Graves o Camille Paglia, se ha querido reprimir (especialmente en lo referente a lo femenino) y que ha sobrevivido en la cultura popular durante siglos. Eso que el mito ilustrado del Progreso, en consonancia con la idea capitalista del Espectáculo (Debord) y su posterior conversión en Simulacro (Baudrillard), ha querido eliminar por medio de la educación, primero, y el entretenimiento, después. Para Faretta, la última ritualización de lo monstruoso, de lo enmascarado, antes de caer en una deriva siniestra y peligrosa, es el cine: un intento por integrar lo oscuro en tiempos de la banalización (lo sagrado reducido a kitsch) de la fiesta y de lo carnavalesco que también habita en nuestro interior: la violencia, el sexo, la subversión, el deseo. En definitiva, lo extraño: aquello que nos vuelve extranjeros a nuestros propios ojos.

Lo esencial del fantástico es, para Ángel Faretta, la presencia de la otredad. Según esta concepción el nacimiento de la literatura fantástica, esa que alude a lo que Alfred Kubin llamó “la otra parte”, supone el movimiento cultural más importante de la cultura tradicional en diáspora desde el otoño de la Edad Media (es decir, desde el surgimiento de la burguesía y su nueva religión capitalista en la Venecia y en Flandes del siglo XV) hasta el posterior nacimiento del cine y desde el final del Barroco europeo anterior. Estamos hablando, por supuesto, de las citadas obras de Mary Shelley de Bram Stoker pero, sobre todo, de dos autores de la talla de Edgar Allan Poe y de Herman Melville como anticipadores tanto en La Caída de la casa Usher (1839) como en Moby Dick (1851); y, muy especialmente, de un cuento como El hombre de la arena (El arenero, 1817) de E.T.A. Hoffmann. Este último escribe dicha narración como “respuesta polémica”, puesto que “pensar es también pensar contra alguien” (Carl Schmitt), a la obra de su profesor de ética en la localidad prusiana de Königsberg: Inmannuel Kant.

De la misma manera a lo realizado por Hoffmann y con una diferencia de apenas unos pocos de meses, la antes mencionada Mary Shelley escribe contra la sociedad industrial y la movilización total del positivismo que periclitó el mundo comunitario, rural y agrario. Algo que coincide en el tiempo y en el fondo con la publicación de La cristiandad o Europa (1800) de Novalis: a su vez una reacción, junto con la obra completa de otros autores como Hölderlin o Von Kleist, a esa “inteligencia alemana” (Hugo Ball) que encuentra en la filosofía dialéctica de Hegel a uno de sus máximos exponentes y que se remonta hasta el neopaganismo de Goethe. Por último, la nacionalidad del vampiro en Drácula haría referencia a lo mitteleuropeo, los habsbúrgico y lo austrohúngaro entendido todo ello como un otro mundo o alter mundus incluido en la modernidad y donde la monarquía católica todavía es posible.

Lejos de ser un producto del romanticismo, entonces, la literatura fantástica es refractaria al mismo puesto que impugna su amalgama caótica, informe y sincrética. En palabras de Faretta, “es la reacción a la épica de la burguesía” que encarna en la novela decimonónica, puesto que trata de reintroducir la teología y la metafísica en Occidente (a diferencia de la ciencia-ficción). El gran motivo que retoma, a modo de mitologema (Kerényi) o de arquetipo (Jung), la literatura fantástica es el doppelgänger o “sombra”: el doble e incluso el autómata como cristalización perfecta de la otredad que todos portamos en nuestro interior (alter ego) y que enmascaramos socialmente. Así, tanto las criaturas monstruosas de H.P. Lovecraft como la isla donde desembarca el protagonista de La invención de Morel es el alter mundus: el otro lugar, la tierra ignota, el lugar exótico que representa la totalización de un mundo que invierte las leyes del nuestro. En último término, la literatura fantástica adelanta como género de la metafísica y subgénero de la teología todo aquello que desarrollará posteriormente el cine: no en vano, se trata de un arte por naturaleza expresionista, diegético y no mimético.

Frente a la “ética protestante” que, según Weber, vertebra el espíritu del capitalismo, la primera etapa del cine fantástico (aunque todo cine es fantástico) se corresponde al expresionismo alemán (aunque todo cine es expresionista) de Murnau y Lang en los años 30; a una era centrada en la productora Universal y que tiene lugar en los Estados Unidos de los años 40; y, en último término, habría que destacar los 9 filmes que Faretta llama la “enealogía” del productor Val Lewton desde la RKO y que engloba un período que va de 1942 a 1946 con títulos dirigidos por Jacques Tourneur y Robert Wise. La segunda etapa del cine fantástico tiene lugar en los años 50 y comprende dos partes: las películas de terror inglesas de Roger Corman sobre los cuentos de Poe y las películas de la Hammer Production dirigidas por Terence Fisher. Y la tercera etapa del cine fantástico está compuesta, siempre según Faretta, de las películas de John Carpenter en los años 70, 80 y 90. La clase B puede expresar, recobrando lo terrorífico, aquello que no se puede decir habitualmente en una gran producción: permite expresar y profundizar en el sentido metafísico, religioso y esotérico de una forma insólita.

El mayor recurso del que se vale el género fantástico para crear un alter mundus es la diégesis: poniendo en marcha una representación que pretende (re)crear otro mundo. Un elemento fundamental, puramente mítico, es el recorrido por un laberinto: la prueba de iniciación simbólica de la que el héroe debe salir, como Teseo, victorioso, superando el punto crucial encarnado en la amenaza mortal del Minotauro. Un extrañamiento ritual, repetitivo, que presenta el héroe y también al propio espectador: el enigma cuya superador resolución traerá una cura en forma de catarsis redentora. En Taxi Driver (1976) o en Halloween (1978) se representa lo marginal en la figura del outsider que puede ser Travis Bickle o Michael Myers por igual como un voyeur excéntrico que denuncia los problemas morales de su sociedad. No en vano, el cine crea figuras como el zombie o el hombre lobo que no estaban en la literatura fantástica pero sí en la antropología y que permiten al cine de serie B hablar con profundidad de ciertos temas que estaban vedados para una gran producción. La clase B, por decirlo todo, religa al cine con su antecedente literario (el relato fantástico) y completa una profundización en el concepto de cine a través de una técnica que no estaba incluida en los filmes de Griffth. Se trata de curso y de recurso: Faretta retomando a Vico, para dotar de continuidad al concepto del cine.

La religión, según Faretta, es la administración de lo sagrado: la gestión de aquello que resulta tan excesivo como es lo inconsciente. No en vano, Rudolf Otto define lo sagrado como lo “absolutamente otro”; la manifestación epifánica de lo sagrado e ingobernable por la razón: el numen o la “hierofanía” que encarnan lo sagrado y aparecen representados, por ejemplo, en el cine de Hitchcock. Algo que tiene que ver con el concepto de potlatch, que es un “exceso ritualizado”; la conciencia de una limitación en la imitatio Dei (imitación de Dios) y la necesidad de una fiesta para invertir el tiempo horizontal introduciendo el eje vertical: en la literatura fantástica o en el cine de terror, por ejemplo, se produce a través de la irrupción de la otredad monstruosa.

Lucha de lo real con la otredad como haz y envés del mundo es un fundamento de lo trágico que espejea con el thriller y la serie B puesto que no podía aparecer de manera central en las obras de serie A. El positivismo niega la diferencia de la otredad y pretende una homogeneización total del mundo, debido a la propagación del así llamado Progreso. El proceso de secularización ha llevado, por lo tanto, a lo que Faretta llama “homogeneización” (siguiendo los escritos de Pasolini y su denuncia de una nueva forma de fascismo) que se puede sintetizar como “una postura drásticamente antitrágica y antiheroica”. El cine de Griffith es, ya desde 1909, una respuesta a la presentada por Hoffmann casi una década atrás en 1818: un hacer metafísico a modo de eje vertical, entendiendo como tal el “conocimiento operativo de los datos tradicionales”. La metafísica, compuesta por lo que Vico llamaba “universales fantásticos”, es el rastro de la escritura de Dios sobre el mundo: algo que se imbrica plenamente con la concepción dual que Platón imprimió a su filosofía. Para Faretta, modernidad equivale a conjurar “indecisión”: lo nunca hecho o expresado frente al acto de encarnación que implica al cine.

Las distintas variedades del thriller son esencialmente tres: 1) el fantástico; 2) el melodrama; 3) y el criminal, como representaciones del alter mundus y del alter ego que derivan de la obra de Edgar Allan Poe en general y del cuento El hombre de la multitud (1840) en particular. Para Faretta, thriller (to thrill: proviene del efecto catártico que se produce en el espectador) no es más que la traducción al inglés del término italiano melodrama. Una concepción, la del melodrama, deudora, por otro lado, tanto de autores de ópera tales como Giacomo Puccini o de Giuseppe  Verdi: algo que manifiesta tanto la ascendencia italiana del autor de la teoría como la procedencia de los antecedentes artísticos en los que se sustenta. El eje del melodrama se basa en la búsqueda de una catarsis moral en el espectador: una cura capaz de remover en su interior y volverle (auto)consciente: un despertar espiritual, diríamos, en contra de la pequeña burguesía que protagoniza y alienta la “movilización total” de la Modernidad.

Es por ello que lo popular es esencial en la obra de Ángel Faretta, dado que es precisamente ahí donde ha sobrevivido durante siglos aquello que era expulsado, ocultado o reprimido por la alta cultura (“uno de los desvíos producidos en la Modernidad es el descentramiento de las cosas” porque “el centro se ha profanado”; y, en consecuencia, el centro sacro se encuentra ahora en los extramuros: los limes como marca o frontera con su consecuente necesidad de defensa), impuesta de arriba hacia abajo por las élites. La pervivencia de una filosofía tradicional que operaba metafísicamente y que incluía una concepción de lo oscuro encarnado en la otredad y ritualizado colectivamente para no devenir siniestro. Su aproximación al tango, cuyo amor le llegó por vía paterna, corre pareja a su aproximación al cine: parafraseando a Jack Warner y su célebre dicho, jamás se puede olvidar a los granjeros de Arkansas. Si ya fracasamos en la primera historia, si nos volvemos intelectualistas y perdemos al público, contribuimos al asesinato de una cultura popular que desde la Edad Media está en peligro por el desarrollo de la Modernidad. Por eso la poética de la Modernidad es, para Faretta, el tango: una creación popular pero no folclórica; tradicional y no siguiendo una moda vintage e interesada. De esta manera, se supera la petrificación capitalista.

En ese sentido, la melancolía no es más que una forma moderna de llamar a esa pasión o pathos que encontramos ya desde el célebre grabado de Durero a los cuadros paisajísticos de Caspar Friedrich: un estado anímico digno de oponerse al optimismo propio del capitalismo-liberal y que, además, se extiende topológicamente al entorno generando un doble vínculo entre el otro yo (alter ego) y el otro mundo (alter mundus). Un sentimiento poetizado, simbolista y lírico como nueva reacción a la modernidad: del verso libre en Jules Laforgue al tango desgarrador en Alfredo Le Pera como reconfiguración de la melancolía en tiempos de oscurecimiento de lo eterno. Escribe Faretta: “El humor melancólico, ya desde Aristóteles y Galeno, es el humor de lo estético-filosófico por excelencia. A fortiori, el lado más melancólico sería tanto el de quien produce, como el de aquel que disfruta y hasta se deleita con producciones estéticas que guardan algunas de las características anímico-espirituales, cuanto formales, a las que a-y-tendemos aquí”.

Si, según Donoso Cortés, “en toda cuestión política va siempre envuelta una cuestión teológica”, diríamos que Ángel Faretta es el primer pensador que extrae las conclusiones artísticas de dicha idea totalizadora. Su concepto del cine incluye además lo político, lo simbólico, lo moral y lo religioso. Y no se trata de un capricho aislado: su interés por el fantástico lo empareja lejanamente con su contemporáneo estadounidense Fredric Jameson; y su concepción teológica de la estética con el marxista británico Terry Eagleton. A pesar del símil, no debe olvidarse aquello que precisamente más los distancia: la concepción de que hay una “pugna” en marcha con “dos bandos” claramente diferenciados: materialistas y defensores de lo trascendente. No se puede ser neutral: ese es el descubrimiento que hace Ernst Jünger, en la temprana fecha de 1914, al hablar de una “movilización total”: aquella que Faretta identifica con una segunda etapa del capitalismo y su correlato paralelo con el desarrollo del concepto de cine.

Se trata de una “reacción”, la última conocida, contra “la dictadura del mundo laico-liberal-capitalista” que periclitó la Edad Media con la creación de la burguesía, la expansión del comercio y el desarrollo de los mercados modernos crearon una concepción antropológica del hombre como mero homo economicus y “ser deseante” desprovisto de toda trascendencia: algo en plena consonancia con las ideas calvinistas de producción y con la concepción luterana de predestinación que desdeña toda posibilidad de salvación en este mundo. De hecho, términos como Edad Media o Renacimiento son términos polémicos acuñados en los siglos XVIII y XIX, casi 500 años después de su perspectiva sincrónica, por aquellos que atesoran la propiedad sobre la imprenta: los creadores de la Leyenda Negra en todo tiempo y lugar: primero contra la Hispanidad, después contra el Barroco, contra el Romanticismo, contra el Sur norteamericano y, finalmente, también contra Hollywood o incluso contra Hitchcock. La cancelación antes de que la llamáramos cancelación o siquiera pudiéramos concebirla: impugnando de manera artera una concepción tradicional y metafísica de la existencia.

Por eso se hace necesaria la reivindicación de un otro mundo posible: siempre en oposición al concepto de utopía (u-topos: el no lugar como espacio irreal) del Renacimiento, al individualismo encarnado en el ideal liberal de Robinson Crusoe o en ciertas concepciones del individuo aisladas de la sociedad como en el trascendentalismo norteamericano transcrito por Thoreau. Dado que la tradición no puede perderse ni destruirse puesto que es verdadera, se inició una cultura en diáspora que no ha dejado de representar un Alter mundus entendido como “creación totalizadora de un mundo” delimitado por limes o fronteras. Escribe Faretta: “Es el mundo otro y opuesto por excelencia en las diégesis fantásticas y de terror. La terra incognita. Si bien tales mundos participan de lo geográfico, apuntan más bien a territorios mentales y sobre todo espirituales que se oponen al aquí y al ahora diegético en el cual emergen algunas de sus manifestaciones. El alter mundus también puede ser o intentar ser una creación total o totalizadora del propio autor, como sucede en los alteri mundi de Kafka, incluida su América; en la novela de Alfred Kubin La otra parte; en el Tlön de Borges, aunque aquí no pasa de lo especulativo; o en La Ciudad, de Mario Levrero. Un antecedente olvidado durante un tiempo, y por fortuna desde hace décadas vuelto a poner en circulación, es la novela La Ciudad Vampiro, de Paul Feval. La fortaleza Bastiani de El Desierto de los Tártaros, de Dino Buzzatti, claro está que participa del alter mundus de la fantástica”. Por su parte, esas marcas topográficas o limes son “Son en el epos fantástico, pero también en el policial, tanto narrativo como cinematográfico, esas fronteras imprecisas, lugares intermedios, de paso, donde algo concluye y otra cosa comienza. Se da desde luego en lo narrativo-figurativo trazado como frontera y límite, pero según costumbre simboliza el intermedio, el pasaje o pasadizo, también el callejón, la pausa o la detención para el homo viator y para el recién llegado. En la poética del tango argentino es el arrabal, nombre evidentemente más poético que catastral (como el callejón de Manzi absurdamente criticado por Borges); en ciertos films es el punto donde termina lo masa urbana para desadensarse en las primeras estribaciones agrestes o deshabitadas. Por ejemplo en la diégesis del western es locus classicus el límite entre el campo abierto, la llanura o meseta con las primeras estribaciones del pueblo habitado al que ingresa el héroe, por lo general desconocido hasta entonces allí. También la marca en donde lo otro acecha e intenta invadir, como en la ejemplar Rio Bravo (1959), de Howard Hawks. Generalmente este topos está marcado o señalado por la presencia de corrales, establos, cubos de alfalfa y sobre todo por la herrería y la correspondiente fragua”. Algo que en buena medida coincide, en este punto concreto, con la “filosofía del límite” que Eugenio Trías aplicaba al cine, ese “microcosmos de todas las artes”, según palabras del filósofo español.

La crítica cinematográfica, presa del psicologismo y de la sentimentalidad (por no hablar de perversos intereses económicos), es más tendente a valerse de términos biológicos y hasta fisiológicos que de conceptos teóricos y estéticos. La inflación entendida como producción excesiva de un producto o valor, es el método del que se vale el capitalismo, en lugar de la censura clásica y por medio de la industria y del mercado, para restar valor a la serie B y al thriller. Una estrategia a la que recientemente se ha sumado el neoclasicismo entendido como marca de estilo folclórica que imita la forma y la arquitectura del clásico pero que se encuentra del todo vacío de contenido y significado: un kitsch que no remite a nada. El neoclasicismo nace en los años 60, cuando la televisión amenaza a los grandes estudios y la crítica norteamericana encumbra al cine de autor europeo, provocando el surgimiento de autores como Cassavetes o Lumet que imitan ese tipo de películas. Directores como Don Siegel, primero, o Clint Eastwood, después, tratan de retomar el cine clásico: sin consistencia aunque con éxito y premios. Finalmente tendríamos que hablar del auge actual del superhéroe, promovido por la industria y alentado por el gran público, que trata de neutralizar a la figura que el cine retomó de la mitología para religar al espectador con la metafísica de lo sagrado: el héroe trágico. Una operación que forma parte de la reivindicación de lo trágico entendido como una toma de conciencia de las consecuencias que tienen nuestros actos. Se trata de la demarcación de un límite en nuestra existencia: hay un orden frente al caos, un destino enfrentado a la contingencia del azar y unas nociones bien delimitadas de bien y mal frente a la concepción relativista del mundo. Esa verdad terrible pero verdadera viene “endulzada” por el poder cautivador de la primera historia del thriller y la serie B: el viático que evita que salgamos espantados de la sala de cine.

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El liberalismo, según Faretta, es una negación radical de la sacralidad y una concepción filosófica del mundo, no sólo un sistema económico, como pretende disfrazarse a la manera del diablo que pretende fingir su inexistencia. La visión del mundo liberal es anti-mítica, contra-sagrada e irreligiosa. Su filosofía es individualista aunque muy pocos individuos (los ricos) ostentan un poder real en el mundo liberal mientras que los demás se ven sometidos a la experiencia alienante del trabajo asalariado y a la desertización espiritual de un mundo consagrado al consumo. Películas como Apocalipse Now (1979) o Titanic (1997) ayudan a desmentir esa concepción total de la existencia que defiende el liberalismo: la nave se convierte en símbolo del mundo: no es posible salvarla y, por lo tanto, todos nos veremos arrastrados a la destrucción al tiempo que ella. El Hollywood clásico funciona, entonces, como “Leviatán” siguiendo una concepción orgánica a modo de “enjambre” (Porrini): una alianza entre judíos (Jack Warner o Louis B. Mayer) y católicos (John Ford y Vincente Minnelli), como prueban las colaboraciones entre David O. Selznick y Alfred Hitchcock; o Val Lewton y Jacques Tourneur: dos concepciones que se encuentran, en definitiva, enfrentadas por igual “al mundo y a la mentalidad wasp”. Se trata de un momento final de reacción en la Historia de Occidente tras el Renacimiento italiano, el Barroco hispano y el Romanticismo alemán; tras la tríada antes mencionada “la tragedia ática, el orden medieval y el barroco”; y posteriormente completada: Hoffmann, Griffith y Murnau para derivar en Welles y Coppola. Y, además, el cine se desliga por necesidad de la idea tardorromántica de genio creador al recuperar una concepción artesanal del arte deudora de las artes y oficios medioevales que el humanismo había destruido con su noción de autoría.

En ese sentido, la cinefilia europea y sus delirios negrolegendarios escupidos contra el cine norteamericano desde la reputada revista “Cahiers du Cinema” encontró en prestigiosas publicaciones como “The New Yorker” o “The New York Times” a su parangón atlántico y creó la idea de un cine europeo o “de autor” para mejor contrarrestar a ese Hollywood clásico de contenido contrario a la mentalidad liberal-positivista-capitalista-burguesa. Finalmente, dicho intento ha generado toda una Leyenda Negra anti-hollywoodiense a través de numerosas películas sobre el macartismo que muestran a malvados productores gordos, fumadores de puros y adornados por un sombrero de copa: una visión revisionista y paródica que los acusa de racistas y machistas empleando la difamación donde debería encajar la refutación. Sin embargo, el tiempo se ha encargado a poner a cada uno en su sitio: mientras los bodrios autorales se hunden en el olvido los clásicos hollywoodienses todavía mantienen la frescura ínsita a lo inmarcesible.

Si hay un término clave en la obra de Faretta ese es conciencia, o, más bien, autoconciencia. La definición de autoconciencia es “saber que se sabe y saber qué se sabe”, también llamado “lo óptico de lo óntico”: la distancia del yo que mira ontológicamente a la manera del Velázquez Barroco o del Hitchcock que aparece inserto en sus propias películas. Se trata de una incorporación crítica de todo lo que antecede una vez los recursos han sido agotados y el fin del arte en cuestión (el cine) resulta conseguido. El cine más que ningún arte es autoconsciente y por eso (además de por sus limitaciones técnicas) es que sólo pudo darse en la fase final de la Historia de Occidente: el ritual colectivo de la sala de cine detiene el ritmo habitual de la vida para una inmersión comunitaria al tiempo que individual en una reflexión metafísica que restaña la ligazón con lo sagrado. En ese sentido, hermana en la condición humana compartida por todos los espectadores que son interpelados por el significado de lo que se está representando en la pantalla. Según el teólogo Teilhard de Chardin, por un lado discípulo de católico de Bergson y por otro eslabón con el padre de la etología Konrad Lorenz, el ser humano ya ha podido llegar al fondo de la exploración de lo exterior y de lo interior: conoce el espacio interior y ha descifrado el ADN. Es decir, esa escritura de Dios que la metafísica tradicional se propone reconstruir de manera operativa, también a partir del cine, en la repetición ritual que supone la sala a oscuras.

La primera generación de la autoconciencia tiene lugar con la escena final de Ciudadano Kane (1941) de Orson Welles donde el trineo “Rosebud” se quema al revelarse al espectador, al igual que décadas más adelante “El Corazón del Mar” varía de significado en cada aparición que hace en pantalla de Titanic (1997); aunque la verdadera generación autoconsciente es la de los años 70 con, entre otros, Francis Ford Coppola y William Friedkin: sobre todo a partir de dos películas que versan sobre sociedades secretas (la mafia y los jesuitas) como lo son El Padrino (1972) y de El exorcista (1973). La Guerra de Vietnam resultó decisiva en ese sentido: Hollywood ya no apoya al Gobierno, como ocurrió en la IIGM, sino que se opuso a su decisión de intervenir bélicamente en el extranjero. Cine que mira al propio cine: ya sea mostrando los entresijos de Hollywood o retomando de manera voluntaria y poco sutil motivos ya tratados con anterioridad. En esa revisión del Hollywood clásico, la generación autoconsciente que incluye a realizadores como Carpenter o De Palma hace explícito lo que antes se mostraba de manera velada: el contexto. Es decir: de qué forma trabaja el poder para desencadenar decisiones antipopulares como la propia Guerra de Vietnam en favor de industrias tan poderosas e influyentes como la armamentística. Sin embargo, la autoconciencia corre el riesgo de quedar encallada en la así llamada “cinefilia” entendida como un placebo que se vale del “malditismo”, la nostalgia y del sentimentalismo, todo ello de un fuerte carácter neorromántico, para desautomatizar y rebajar las posibilidades espirituales del cine. El cinéfilo posee un profundo conocimiento anecdótico (enciclopédico) y técnico (industrial) pero desconoce por completo los valores estéticos, simbólicos y metafísicos del cine.

Recapitulemos antes de proseguir: el cine, tal y como ha sido postulado a partir del concepto de cine que venimos explicitando según la teoría de Ángel Faretta, es un arte reaccionario, iliberal, antimoderno, que no es romántico ni positivista: es opuesto al capitalismo y “critica la máquina desde la máquina”. En cierto sentido, la de Faretta es una tarea comparable a la realizada por Vico: una suerte de “Ciencia Nueva” las artes en general y del cine en particular que resulta alternativa a todas las miradas que han pretendido entender de forma sesgada y más o menos malintencionada dicho arte. Carpenter, Cameron, Coppola, De Palma o Friedkin son algunos de los nombres más destacados de la segunda generación autoconsciente: posterior a Welles, mucho más enfrentada a su propio contexto al tiempo que arraigada en una tradición previamente deglutida. El cinematógrafo es teatral, novelístico y enciclopédico; el cine, por el contrario, se vale de un argumento (mythos), de símbolos (signos y mitologemas) y de los tres principios heurísticos postulados por Griffith (logos, entendido como “la ciencia, el discurso, la práctica, el saber de algo”). En ese sentido, resulta en consonancia con el cristianismo que comprende dos niveles: esotérico y exotérico y además asume el paganismo gnóstico y paródico; el humanismo, por su parte, alimenta un sincretismo alegórico que mezcla todo sin establecer niveles ni categorías. Podemos hablar, entonces, de dos bandos bien diferenciados e involucrados en una suerte de lucha por el imaginario o “movilización total” (Jünger) donde la tradición es la tesis hegeliana y la modernidad su antítesis, sin aparente posibilidad de una síntesis superadora.

Lo heroico, gran hallazgo simbólico y mítico que el cine reintroduce en Occidente, supera todo reduccionismo económico o sexual (dinero y deseo son los dos componentes que mueven el mundo moderno y todas sus manifestaciones) y lo trágico resignifica precisamente lo heroico mediante la angustia que proviene de lo angosto: el pathos de una situación extrema que permite posar la mirada, aunque sea tangencialmente, en el absoluto. Algo que se relaciona con los arquetipos o mitologemas que Dumézil señala en el segundo volumen de su gran obra Mito y Epopeya (1977): una auténtica trifuncionalidad indoeuropea para administrar lo sagrado: un héroe (mando), un brujo (magia) y un rey (administración).

Para Faretta, el héroe se encuentra contenido en la película, la administración de lo sagrado se encuentra en quienes la realizan y el público le da sentido a la película como resultado completado. El cine enraíza con el mito en su estudio del héroe: presente en películas como Vértigo (1958) o en The man who shot Liberty Valance (1962),  donde se cumplen todos los tramos del arquetipo heroico, incluida la herida originaria: la cólera de Aquiles (el vértigo de Scottie Fergusson en la película de Hitchcock) que derivará en el abrazo al final de la Ilíada con Príamo. En ese sentido, el western resulta esencial a la hora de tratar la figura del héroe: «como género debió llevar necesariamente a relacionar al héroe con una posibilidad de afrontar la primera función en su doble vertiente, sacerdotal y soberana«.

Una idea en cierto sentido semejante a la del arquetipo jungiano o a la de patrones universales es la de “persistencia motriz”, definida por Faretta cómo “proceder mítico del arte en el cine” a través del gesto y la representación como encarnación atávica de una idea original. Facilita aquello que Platón llamaba “reconocimiento”, Leibniz “apercepción” y el propio Faretta llama “autoconciencia”. La representación conduce a la anagnórisis o recuerdo por medio de la autoconciencia y, atravesando de la expiación, literalmente cura al espectador. Así lo escribió también René Guénon: “el símbolo es un signo de reconocimiento”; en ese sentido, Faretta es un neoplatónico fiel y plenamente integrado dentro de una tradición de pensamiento milenaria que apuesta por una dualidad propia de una realidad trascendente superior a nuestra realidad material: Platón diferenciaba el “mundo en sí” o “de las ideas” del mundo sombrío de las representaciones; Baudelaire, traductor al francés de Poe y gigantesco poeta él mismo, al tiempo de acuñar lo moderno (modernité), distinguía lo relativo a lo eterno a lo propio de lo efímero; y Griffith, mediante su trabajo como cineasta, nos dio pie a comprender por un lado lo representado y por otro la representación.

Para Faretta, “el símbolo es una imagen concreta de algo que no se ve (…), es la razón suficiente del cine”. Es natural, por lo tanto, que volvamos a la pregunta planteada tiempo atrás por el gran René Guénon: “¿Por qué se encuentra tanta hostilidad, más o menos confesa, respecto al simbolismo?”. Y su respuesta, hoy más certera que nunca: “Ciertamente porque es un modo de expresión que se ha convertido en algo por completo ajeno a la mentalidad moderna, y porque el hombre está naturalmente inclinado a desconfiar de aquello que no entiende. El simbolismo es todo lo contrario de lo que le conviene al racionalismo y todos sus adversarios se comportan, algunos sin saberlo, como auténticos racionalistas”. El cine es, según la concepción farettiana, literalmente, un Milagro concedido en una época de oscurecimiento y la autoconciencia, por su parte, es una Gracia que religa, si bien no refunda, al sujeto moderno con la metafísica. El cine se inmiscuye en la interioridad del espectador como el teatro griego lo hacía en el alma del espectador ateniense en tiempos de Sófocles. El cine es un arte expresionista y fantástico por naturaleza, esto es, no mimético (contra lo postulado por André Bazin) dada la presencia de, entre otros elementos, el montaje o la puesta en escena. En cuanto que “forma de expresión primaria”, el cine colma nuestros deseos pero también nos redime de vivir una temporalidad exclusivamente horizontal para permitirnos entender que hay un sentido trascendente en la vida y también en el arte.

El cine ha acabado su objetivo: el concepto del cine, entonces, se ha desarrollado por medio de distintos filmes y autores, y posteriormente transcrito con brillantez por Faretta. Ello es rastreable en una obra que, a estas alturas, trasciende con mucho el estudio exclusivo del cine para conformar toda una cosmovisión con una filosofía del arte e historia de la cultura desarrollada en distintas obras: Dominio eminente. Teoría de la clase B y la cultura tradicional en desde el Otoño de la Edad Media es su teoría en marcha del fantástico; La traducción de la melancolía es su poética general de las artes y su filosofía de la historia (en el sentido topológico), ya publicada; y hay que añadir una teoría general del relato cuyo título de momento no ha trascendido. Su praxis, por su parte, se encuentra diseminada tanto en sus escritos en la web “A sala llena” como en otros títulos: La pasión manda: de la condición y la representación melodramáticas, Espíritu de simetría. Escritos en Fierro (1984-1991) y en Hitchcock en obra; además de en su monografía en marcha sobre Vincente Minnelli, Peregrino en Bizancio.

La teoría cinematográfica de Faretta postulada primera y principalmente en El concepto del cine es un hito del pensamiento en lengua española que, junto con la obra mucho menos desarrollada de Eugenio Trías y algunos otros nombres destacables (Guillermo Cabrera Infante, Roman Gubern, Gérard Imbert, José Luis Sánchez Noriega, Raúl Álvarez, Josep Casals, Vicente Molina Foix, Antonio José Navarro, Domènec Font, Juan Francisco Ferré, etcétera) sitúa a los hablantes en lengua española en la vanguardia de la bibliografía mundial: por delante de la anglosfera o del mundo germánico, en lo que a este campo estético particular se refiere. Y no es casualidad, ni mucho menos, que Faretta haya realizado dicha labor desde Argentina: país de tradición hispánica y geografía americana, una “provincia europea transatlántica” que ha fracasado “en apenas 200 años”. Faretta pertenece a una generación de pensadores argentinos de principios del siglo XXI, muchos de ellos todavía desconocidos para los lectores españoles (a pesar de su gran categoría), pero cuyo nivel y cantidad no tiene nada que envidiar a un país tan prestigioso en el ámbito intelectual como lo es Francia: el propio Ángel Faretta, Sebastián Porrini, Hugo Mujica, Mariano Fazio, Blas Matamoro, Mario Saban, Juan José Sebreli, Mario Bunge, Pablo Gissara, Marcelo Gullo y tantos otros.

Lo que Gonzalo Rodríguez García ha hecho en El Poder del Mito con la obra Tolkien  y los cuentos de hadas es semejante a lo que ha hecho Sebastián Porrini con los grandes pensadores metafísicos de los últimos siglos en Los Otros (donde, por cierto, se le dedica un capítulo impecable a la obra de Faretta) y, ahora también para los lectores españoles, Ángel Faretta con los cien años de la última de las artes en El concepto del cine, esto es, señalar un camino alternativo al de la Modernidad que se encuentra incrustado en el corazón del a propia Modernidad. No es casualidad que tanto Gonzalo Rodríguez (en “El aullido del lobo”) como Sebastián Porrini (en la “ADEH”) y Ángel Faretta (en su canal homónimo) tengan una vida activa en Youtube: se trata, una vez más, de criticar la máquina desde la máquina y no de ser un (neo)ludita que demuestra su odio al mundo moderno aporreando las máquinas a la manera del Unabomber. La tercera edición de El concepto del cine coincide en el tiempo con la muerte de Roberto Calasso, el aniversario de medio siglo desde el estreno de El Padrino y los 100 años desde el estreno de Nosferatu, una de las grandes películas de Murnau. La simbología del acontecimiento no podía ser más acentuada.

En su formación, Ángel Faretta ha recibido el magisterio tanto de Giambattista Vico, cuya terminología maneja con soltura, como de Arthur Schopenhauer, de quien ha recabado tanto su concepto de la representación (coincidente en buena medida con el ricorso de Vico) como el gusto por la paralipómena; de Charles Baudelaire, de T.S. Eliot y de Mircea Eliade como insignes antimodernos; y de Nicolás Maquiavelo, Teilhard de Chardin y de Carl Schmitt como católicos reaccionarios, entre muchos otros. Discípulo directo tanto del escritor Bioy Casares (El sueño de los héroes) como del teórico Gillo Dorfles (El devenir de las artes), a su vez Faretta ha logrado dejar, en apenas una década, una escuela más o menos explícita de la que destacan distintos integrantes a modo de miembros de una suerte de “nuevo Círculo de Eranos” en torno a la teoría del cine y a una cosmovisión común. Dichos discípulos de la filosofía del arte farettiana serían, sobre todo, Sebastián de Carro, Melina Cherro, Diego Ávalos, Amisadai Domínguez, Iván González, Enrique García y también, humildemente y sin ánimo de colarse en la foto, quien esto escribe.

La diáspora incoada con “el otoño de la Edad Media” (Huizinga) sólo se puede abandonar con un regreso al hogar: aquello que en el tango se denominaba “volver” pero que los clásicos, siguiendo a Bruno Snell, denominaban nostos a la manera del viaje a Ítaca postulado por Kavafis. Escribe Snell: “El hombre Homérico no se considera a sí mismo como la fuente de sus propias decisiones; ese desarrollo está reservado para la tragedia. Cuando el héroe Homérico, después de sopesar debidamente sus alternativas, llega a una conclusión final, siente que su curso está moldeado por los dioses”. No cabe, por tanto, no reclamar nada a un Destino que nos viene dado: nadie decide poner fin a la diáspora puesto que nos es impuesta. Nuestra condición es, como nos revela toda mitología y recoge cualquiera de las tradiciones religiosas, la caída; y si bien debemos aspirar a la salvación, nuestra condición sigue estando limitada puesto que hemos sido expulsados del Paradiso: de nuevo el pathos, lo trágico y la inevitable melancolía que toda tarea heroica lleva, inevitablemente, aparejada consigo, puesto que se enfrenta a una otredad sagrada, ominosa e inabarcable. Aún en tiempo de insoportable malestar del ser: sobre todo entonces, cuando por todos lados se nos invita a la levedad del consumo, del espectáculo y de las relaciones y sentimientos superficiales. Cuando el mundo ha sufrido un desencantamiento trascendente y nuestro interior permanece en estado de desertificación espiritual.

Una vez más, leamos a Faretta: “El cine recorrió, en poco menos de un siglo, todos los episodios del estadio estético de Occidente, y que a este lo llevó bastante más de dos milenios atravesar”. Porque el cine religa Atenas (lo grecorromano) con Jerusalén (lo hebreo) en el siglo en el que el tiempo se descubrió como relativo y la técnica permitió captar la imagen en movimiento: “El concepto del cine emplea en su operar muchas de las mismas transformaciones operativas -como las hemos denominado- de aquello que se ha llamado -teniendo presente a la poética- tradición metamórfica. Su designio es sencillo pero eminente. Reconfigurar mediante temas, motivos, nombres de personas y de lugares, incluso géneros determinados, datos mítico-simbólicos. Es lo conocido también como tradición hermética o simbolista, y que no debe confundirse con rituales domésticos, ni con torres de marfil en arriendo particular. El cine es la demostración más palpable y eminente de estas transformaciones”. Para Faretta, sin embargo, el fin del cine coincide plenamente con el fin de Occidente en un agotamiento mutuo de horizonte nada halagüeño. Es por eso que él dice escribir “entre las ruinas”; aunque a nosotros nos haya tocado en suerte poder contemplar el imponente monumento filosófico, estético y teológico que levanta su imprescindible Teoría.

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