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Era el cuarto Presidente del Gobierno que moría en 30 años

Fue Alcalde de Madrid, Presidente del Congreso de los Diputados, Ministro de la Gobernación, de Justicia, de Estado, de Marina y tres veces Presidente del Gobierno

 

Ya se sabe que la Historia de España es una caja de sorpresas y que los españoles son, como diría don Benito Pérez Galdós, los que saben hacer un 2 de mayo, pero no el 3, ni el 4 ni el 5. ¿Cómo se puede valorar a un pueblo que en 30 años es capaz de atentar contra el Presidente del Gobierno y asesinarlo? Pues eso es lo que pasó en la España de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX.

 

En 1870 fue asesinado el general Don Juan Prim, cuando era Presidente del Gobierno y hombre esencial en el cambio de Régimen que se había producido tras la Revolución “Gloriosa” y la instauración de una Nueva Monarquía con don Amadeo de Saboya como Rey de España, en sustitución de la Casa de Borbón.

 

En 1897 le tocó su vez a Don Antonio Cánovas del Castillo, el artífice de la Restauración de los Borbones y la piedra angular del sistema político y de la España que iba directa al “Desastre del 98”.

 

En 1912, ya en el Nuevo Siglo, cae Don José Canalejas, a la sazón también Presidente del Gobierno, y el hombre que con Don Antonio Maura estaba intentando hacer la “Revolución desde arriba” para evitar que la Izquierda marxista-comunista que ya estaba en el horizonte, hiciera por el contrario la “Revolución desde abajo”… Y así llegamos al cuarto magnicidio de esa Historia, desgraciadamente, real de España. Casi quien dice Canalejas acababa de caer y Cánovas y Prim estaban aun en la memoria de los españoles, cuando cayó asesinado, en la mismísima Puerta de Alcalá de Madrid, Don Eduardo Dato. Un político conservador que había recorrido todos los escalones de la política, desde la alcaldía de Madrid a la Presidencia del Gobierno (por tres veces), tras ser presidente de las Cortes, y Ministro de la Gobernación, de Justicia, de Estado y de Marina.

(Y cuando ya se creía que los españoles habían recuperado el buen sentido, 52 años más tarde, de nuevo otro Presidente del Gobierno, en este caso el Almirante Carrero Blanco, volvía a caer asesinado. O sea, en 100 años 5 Presidentes. 5 Magnicidios.

Y ahora pasen y lean:

 

LOS «HOMBRES NUEVOS» DE LA NUEVA SITUACIÓN

 

Don Eduardo Dato e Iradier nació en La Coruña el 12 de agosto de 1856. Quiere ello decir que por razón de la edad pertenece a la misma generación de Maura y Canalejas, que fue precursor de la del 98. Una generación que creció y vivió su primera juventud en aquella España llena de conflictos y ensangrentada por las luchas fratricidas. De ahí que sus espíritus quedaran marcados por las luchas fratricidas. De ahí que sus espíritus quedaran marcados para siempre por un deseo íntimo de hacer la «revolución» desde premisas de orden y legalidad. Todo antes de enfrentar a los españoles… y, sin embargo, los tres personajes fueron cruelmente combatidos por aquellos a quienes deseaban unir y hermanar. Hasta el punto de que dos de ellos (Canalejas y Dato, por cierto los dos gallegos) caen vilmente asesinados y el tercero (Maura) tiene que soportar dos atentados mortales.

Dato era hijo de un militar profesional, que, como otros militares y funcionarios del Estado, ha de cambiar con frecuencia de residencia. Lo que obliga a conocer distintas regiones y diversidad de problemas. Por entonces, además, los militares de cierta graduación estaban expuestos a los cambios políticos que provocaban los «pronunciamientos». Si se tenía suerte y se jugaba en favor del «ganador», los saltos en el escalafón resultaban fáciles y esperanzadores. Pero, ay, que la fortuna no te hiciese la faena de subirte al carro del «pronunciado» que no conseguía hacerse con el Poder…, porque entonces los ascensos quedaban congelados «justificadamente» hasta el aburrimiento. (Aquí puede recordarse el triste caso del general Diego de León, militar de brillantísima carrera, que vio truncada su vida por pronunciarse contra Espartero, y el no menos triste del general Villacampa, que murió tras un largo y penoso cautiverio, por no haber triunfado al levantarse contra la restaurada Monarquía de Alfonso XII.) 

Muy pronto el joven Dato viene a Madrid, por traslado de su familia, y vive intensamente la peripecia militar. Hasta el punto de que cuando llega la hora de elegir carrera él se inclina por la de las armas. Pero allí estaba el padre para evitarlo. Don Carlos Dato Granados se opone cerradamente a que el hijo se haga militar, acaso porque le conoce bien o porque, conocedor de las veleidades de la fortuna con el soldado, quiere para el vástago una profesión más tranquila. «Con todo -dice su mejor biógrafo, Maximiano García Venero-, en la vida entera del personaje, y en la premonición constante de su muerte violenta creemos intuir, de un lado, la movilización, por deber, de energías que subyacían ocultas -facultad militar, por disciplina y sentido del deber-, y de otra parte, .una conformidad estoica con el destino trágico, lo que también es condición del soldado.»

La cuestión es que a los diecinueve años ya es licenciado en Derecho Civil y Canónico por la Universidad Central y que, como otros muchos jóvenes de la sufrida clase media, se esfuerza en sobresalir y abrirse un «porvenir brillante». Para ello estudia, lee y se mueve como un verdadero coloso. Y aunque él mismo sabe que no es ni un escritor deslumbrante ni un orador de los de entonces, se lanza al redondel del foro, del periodismo y de la política. (Precisamente los tres caminos por donde se podía llegar más fácilmente en aquellos años de la Restauración.) Es por esa época cuando conoce a Antonio Maura en el bufete de un abogado famoso, don Germán Gamazo, que más tarde sería cuñado del discutido tribuno. Maura tenía tres años más que Dato y vivía ya sus primeros amores con la política. Son años duros, de grandes sacrificios en la sombra y de incansable trabajo. Aunque, como más tarde dijera Fernández Almagro, «andando de puntillas aprendió Dato a llegar lejos».

 

Cuando a los veinticinco años se plantea su futuro político y ha de elegir partido, lo hace sin pensarlo por el conservador de Cánovas, que precisamente ese año de 1881 pasa a ser la oposición, pues los liberales llegan al Poder. Y con el partido conservador hará toda su carrera política, hasta el punto de que su biografía, a partir de ese momento, bien puede decirse que es la del partido. Si bien Dato es uno de los primeros de aquellos hombres en darse cuenta y conectar con el problema social. Desde la sociedad madrileña de «El Fomento de las Artes», Dato empieza a conocer de cerca la situación real del mundo del trabajo y a familiarizarse con el lenguaje de las incipientes organizaciones obreras (por esos años, como ya se ha indicado en otro capítulo de este libro, se crea el partido socialista) -pues, no en vano, de ella salió el núcleo que fundó la sección española de la I Internacional-. Pero todavía estaba allí -y en todo su apogeo- el «jefe», y él era quien marcaba los pasos de cada quisque dentro del partido conservador y, sobre todo, de los diputados noveles. Exponer «allí» ideas más avanzadas que las del todopoderoso Cánovas era peligroso…, por eso encuentro justificada la frase de Fernández Almagro antes citada. El día 1 de mayo de 1890 se celebra por primera vez la que, andando el tiempo, se llamaría Fiesta del Trabajo, y que ese año congregó en Madrid en torno a Pablo Iglesias unos treinta mil obreros (el líder socialista entregó a Sagasta, Jefe del Gobierno, un memorándum, con las peticiones de los trabajadores y especialmente la demanda de la jornada de ocho horas).

En 1892 Eduardo Dato es nombrado para su primer cargo importante: subsecretario de la Gobernación. Tiene treinta y seis años y es ya en la capital uno de los abogados más prestigiosos. Este cargo sólo sería unas cuantas líneas en su larga biografía si no incidiesen en él una serie de circunstancias curiosas e importantes para definir su personalidad y para reflejar la situación interna del partido conservador. Por eso me parece interesante detenerse en ellas.

 

Acababa de ocurrir en el seno del partido la segunda escisión importante (la de Francisco Silvela) y la Monarquía pasaba por momentos delicados, pues se trataba de transformar un Estado de hecho (que fue implantado por la fuerza) en un Estado de derecho. Cuando vinieron a sumarse tres acontecimientos, dispares entre sí, pero de gran resonancia y que afectaban, de un modo o de otro, a los conservadores. Primero fue el escándalo de la duquesa de Castro-Enríquez, denunciada por una sirvienta que aseguraba haber sido maltratada de obra. Luego fueron las revueltas sangrientas y huelgas en algunos puntos de España (concretamente en Jerez la cosa se puso muy mal) y después la interpelación al Gobierno por la falta de «moralidad administrativa», que, al parecer, existía en el Ayuntamiento de Madrid.

 

En el caso de la Enríquez, el asunto (un trabajador maltratado) dio lugar a una gran polémica, dentro y fuera del Parlamento, pues, por una parte, la aristocracia y las clases conservadoras no tenían más remedio que apoyar a la duquesa, y por otra, los liberales tenían que atacarla para congraciarse con parte de su clientela, si no querían que los socialistas cogiesen la bandera de la defensa del trabajador. Puestas así las cosas, la aristocracia y el partido conservador necesitaban a toda costa un abogado que ganase el pleito, un experto en Derecho Civil, que conociese, igualmente, el incipiente Derecho Laboral. Y se eligió a Eduardo Dato quien para satisfacción de la clase influyente, gano limpiamente el «caso». Esto, como puede comprenderse, fue un triunfo importante para la carrera del futuro hombre de Estado en un país donde los gobernantes tenían que tener el visto bueno de los poderosos.

 

Pero lo que de verdad dio notoriedad «política» a Dato fue lo del Ayuntamiento de Madrid, ya que el Gobierno le encargó que, como subsecretario de la Gobernación, fuese él quien llevase a cabo la tarea de inspección. Tal vez pensando que el sagaz hombre de leyes sabría encontrar «fórmulas» para evitar el escándalo y el tropiezo consiguiente al partido conservador. Pero Dato llegó hasta el fondo de la cuestión y no quiso silenciar que, efectivamente, «se habían cometido irregularidades, negligencias y abusos que justificaban la intervención de los tribunales de justicia». Y se armó. Pues el «informe Dato» dio pie a que los liberales, republicanos y socialistas arremetiesen contra el Gobierno exigiendo responsabilidades y una campaña de «saneamiento político». Cánovas, Jefe del Gobierno, no recibió bien, sin embargo, el «informe Dato», y en cierto modo obligó al ministro de la Gobernación y a su segundo que presentasen la dimisión. Dimisión que éstos presentaron, por supuesto. Mas el silencio no lo consigue siempre todo…, y de ninguna manera si hay una prensa libre y un Parlamento independiente. El propio Silvela se encargaría de hacer público lo más delicado del «informe Dato» en una sesión trascendental para el partido, pues dejó caer la especie de que los conservadores tenían que «soportar» al jefe todopoderoso… A lo que Cánovas contestó:

 

«Yo no estoy aquí para que se soporte a nadie; yo no estoy aquí para que nadie se imponga sacrificios, y menos, sacrificios públicos. Y a todos los vientos, simplemente por cumplir deberes de disciplina hacia mi persona.»

 

La cuestión es que el jefe conservador tuvo que dimitir al poco y dejarle paso, otra vez, a los liberales. Pero a Dato su célebre «informe» le costó estar siete años apartado del Gobierno… Y es que en política se paga todo, y mucho más la honradez.

 

Pero para un político ambicioso, a veces, el ostracismo puede ser una carta marcada para el futuro. Ellos -los políticos- saben mejor que nadie que en ocasiones es preferible retirarse a la sombra y esperar, dejar que otros se quemen para luego resurgir o reaparecer como «hombres nuevos»… Y es lo que hacen Dato y su jefe Silvela. Por eso no extraña que cuando muere Cánovas y llega el desastre sean los «silvelistas» los que se hacen con el Poder. La Monarquía, y España, necesitaba en aquellos momentos cruciales «hombres nuevos», hombres que no estuviesen ligados a los tropiezos que hicieron posible el golpe del 98, hombres que aportasen algún cambio sin hacer peligrar el sistema. Francisco Silvela es encargado de formar Gobierno, y con él aterriza Dato en Gobernación. Sólo tiene cuarenta y tres años, y delante… un gran porvenir político. «El Gobierno llegaba -escribe García Venero- para sostener a la Monarquía y reforzar, por los medios y procedimientos antiguos y nuevos que fuera posible, el orden social. Y con el propósito de constituir, desde el Poder, un partido que fuese útil al Rey cuando llegase a la mayoría de edad. La gran herida de la guerra estaba enfriándose, pero no cicatrizaba. Nuevas generaciones iban a comparecer, ahondando las diferencias entre la España de derecho y la de hecho, la España oficial y la España vital.» De momento, el nuevo Gobierno tendría que hacer frente al cerco internacional a que España había estado sometida durante los años de guerra, e intentar romper el aislamiento económico.

 

Pero era el ministro de la Gobernación quien había de enfrentarse de verdad al toro. Un toro que tenía demasiadas cabezas: las luchas sociales, un anarquismo envalentonado, el sindicalismo resurgido, los siempre temidos carlistas, los republicanos, las responsabilidades militares por la pérdida de las colonias, el atrevido nacionalismo catalán…, y hasta la amenaza de nuevos «pronunciamientos». Dato hizo frente a todo ello y, al juzgar de los historiadores, no del todo mal. De esa época datan las primeras leyes sociales que tuvo el país (la de accidentes del trabajo, la del trabajo de mujeres y niños, la del descanso dominical, las inspecciones de trabajo, etc.), lo que demuestra que, a pesar de figurar en el partido conservador, comprendía que no se podía regenerar la España del desastre sin abrir nuevas fronteras y hacer que la Monarquía fuese también social.

 

En fin, era su primer ministerio. Luego, y a partir de esa fecha, Eduardo Dato va a ocupar casi todos los altos cargos del Gobierno antes de llegar a la Presidencia. Para no alargar en demasía este apunte biográfico voy a seguirle muy de pasada por sus distintos «servicios al país» y por sus preocupaciones políticas de cada momento:

 

En 1902 es ministro de Gracia y Justicia. En un discurso dice: «Es necesario trabajar para enaltecer la condición moral de los obreros, igualarlos jurídica y educativamente a las demás clases, completando la obra política de la revolución, dándoles intervención en el Gobierno de su país. ¿Para qué, si no, se les otorgó el sufragio? ¿Creéis que es justo que después de largos años de honrado trabajo, cuando los músculos se niegan a sostener la pesada herramienta y las piernas a mantenerse en pie durante las horas de fábrica el obrero anciano, sea el lecho del hospital el único medio de subsistencia, el único consuelo del que trabajó penosa y honradamente durante cincuenta años? No, hay aquí una injusticia social que urge reparar…»

 

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En 1904 apoya y defiende la creación del Instituto Nacional de Previsión, que sería realidad en 1908.

 

En 1907 está en la Presidencia del Congreso. En su discurso de apertura señala que será el presidente de todos los diputados y bajo su mandato se aprobaron infinidad de leyes, entre ellas dos que darían bastante guerra: la del Derecho a la Huelga y la de Represión contra el Terrorismo.

 

El 27 de octubre de 1913, Dato es encargado de formar Gobierno. Tenía cincuenta y siete años y «andando de puntillas» había llegado a la cumbre. De momento, su principal misión fue acercar el partido conservador a la Monarquía, recomponer en parte la difícil situación creada por Maura que en esa ocasión había ido demasiado lejos, quizá con razón. Dato aprovechó la primera oportunidad para explicar cómo había sido la crisis y hacer patente su respeto al jefe liberal-conservador. Y para que no hubiese dudas ni nadie pudiera hablar de traición, Dato puntualizó: «De manera que yo estoy aquí contra toda mi voluntad, sin haberlo solicitado, sin haberlo ambicionado jamás: convencido de que al venir a este puesto cumplía un penosísimo deber con el país, con el Rey y con el Partido.» Durante este su primer mandato como jefe de Gobierno, se aprobó, por decreto de 18 de diciembre de 1913, el derecho a la constitución de Mancomunidades, que tanta trascendencia tenía para el catalanismo y que fue calificado por «El País» de «golpe de Estado». Pero acaso lo más importante de esta etapa fue el haber mantenido a España neutral en la primera guerra mundial (lo cual, y como se explica en otro lugar de este libro, pudo dar motivo a extrañas manipulaciones contra su persona), contra la opinión de muchos e importantes políticos de entonces. (Recuérdese a estos efectos el artículo de Romanones «Neutralidades que matan».)

 

El 1 de mayo de 1915, Dato es confirmado jefe del partido liberal-conservador, al ser elegido presidente del Círculo Conservador de Madrid. La ruptura con Maura era un hecho. Poco más tarde caía el primer Gobierno Dato.

 

Vuelve Dato a la Presidencia en junio de 1917. Es decir, justo cuando la tormenta revolucionaria estaba ya a punto de descargar. El momento era de una tensión tal, que hasta los hombres más clarividentes aparecían desconcertados. La Monarquía corría gravísimo peligro. El Rey no quería ni oír hablar de elecciones, pues temía perder el control del Congreso y, tal vez, la apertura de un período constituyente que en aquellas circunstancias podía ser el fin de la Monarquía. La situación, ciertamente, era comprometida: el partido liberal, dividido ya en cuatro grupos (romanonistas, garciprietistas, albistas y alcalazamoristas); las Juntas Militares en todo su esplendor, con fuerza incluso para retar al propio ministro de la Guerra; la coalición republicana-socialista-sindicalista, en abierta etapa prerrevolucionaria y con intenciones claras de derrocar al Rey… Y Maura, resentido y desilusionado. («Por si acaso resultare la postrera esta ocasión que se ha perdido ahora de convertir aquella sana e ingenua opinión pública en savia vivificadora de la Monarquía, permita V. M. que salve, al menos, el honor de mis consejos, haciendo constar que ninguna parte ni noticia tuve en el llamamiento del Ministerio actual».)

 

Dato se enfrenta a la crisis revolucionaria con decisión y con astucia. No en vano es ya un político experimentado en toda clase de tretas y veterano en situaciones difíciles. A las peticiones de los parlamentarios catalanes (todos ellos en franca oposición al Sistema) responde con energía y prontitud: «El Gobierno no puede avenirse de modo alguno a que personas que no gobiernan ni dirigen, ni tienen la misión constitucional de hacerlo, cualquiera que sea su número y su calidad, le sustituyan en el ejercicio de las facultades que se reserva por entero ejercitar en el momento que lo crea conveniente y oportuno, sin fijar de antemano plazo fijo para ello, ni menos consentir que se le fije por quienes no tienen derecho alguno para intentarlo. En cuanto a la notificación de la Asamblea, con ella se desconoce e infringe el artículo constitucional por el que sólo el Rey, con su Gobierno responsable, otorga la prerrogativa de convocar, reunir, suspender o disolver las Cortes; y al llevarlo adelante y procurar su realización, constituiría un acto verdaderamente sedicioso, definido y castigado en diversos artículos del Código Penal.» Temía, dado su espíritu combativo, a las organizaciones obreras, pues no ignoraba que éstos eran los verdaderamente revolucionarios. Sabía que tanto la U. G. T. como la C. N. T. no se detendrían en el camino si les sonreía el triunfo, y que la Monarquía sería derrocada y nombrado un Gobierno provisional. Pero su verdadera preocupación era el Ejército, pues en estos momentos críticos es la fuerza la que decide. De lo que hicieran los generales dependía la Monarquía. O, en todo caso si éstos se dividían, la guerra civil. Y a conquistarse a éstos encaminó sus pasos, ya casi en medio de la tormenta.

 

Y lo consiguió.

 

La huelga revolucionaria -como ya dije en el capítulo anterior- fue un fracaso total. Bueno, total no, pues, a pesar de la derrota y de los muertos, la U. G. T. y la C. N. T. salieron fortalecidas. Hasta el punto de que los miembros del Comité de huelga: Besteiro, Largo Caballero, Saborit y Anguiano (detenidos, encarcelados y condenados a cadena perpetua tras el intento revolucionario), no tardaron en volver al Congreso triunfantes y en olor de multitud. Además, la Monarquía quedaba totalmente «tocada», ya que se habían puesto de manifiesto dos cosas que la perjudicaban: una, que ya indefectiblemente no era la Monarquía de todos los españoles, y dos, que roto el juego de los partidos sólo podría mantenerse con el apoyo de los militares. Es decir, con la Dictadura.

 

Todavía quedaba, sin embargo, un último intento antes de entregar el Poder a los militares: un Gobierno de concentración nacional. Y a ello acudió Alfonso XIII, quien no tuvo más remedio que llamar a Maura y, tras confesar su error, ofrecerle la Presidencia.

 

«O forman ustedes Gobierno, o me expatrio.»

 

Y luego dice a don Antonio: «Ahora comprendo por qué se quitó usted de en medio en 1913, cuando le desobedecieron los conservadores. También yo tuve hecho el equipaje para marcharme de España si continuaban desacatándome todos los hombres políticos, y estaba resuelto a no volver hasta que me llamaran por necesidad los que me dejaron ir, como le hemos llamado a usted nosotros ahora.»

 

Pero ya era demasiado tarde. Había pasado la hora de hacer la «Revolución desde arriba» (tan ciegamente boicoteada por el capitalismo retrógrado y la clase dirigente), y con ella, la Monarquía borbónica. A don Alfonso XIII no le quedaban más que dos salidas: o marcharse y dejar paso a la «Revolución desde abajo», por la que luchaba ya más de medio país, o entregar el Poder a los militares. Y se decidió, ¡todavía no había muerto la esperanza! por lo segundo. Era la Dictadura.

 

Pero esto bien merece capítulo aparte.

 

Por lo que respecta a Dato, ya sólo falta el epílogo. La tragedia personal. Pues, situado por las circunstancias en el epicentro de dos fuerzas totalmente radicalizadas y enfrentadas, su muerte hasta resulta lógica. ¡Que el Destino es implacable con los seres marcados! Implantado el régimen del terror, los hombres ya no cuentan…, y el terror fue lo que sacudió aquellos primeros meses de 1921 a la Barcelona de donde habrían de salir las manos asesinas.

 

CADA DOCE AÑOS MUERE ASESINADO UN JEFE DE GOBIERNO

 

Y llegamos al cuarto magnicidio de esta Historia (que, desgraciadamente, es la Historia real de España): Casi quien dice Canalejas acaba de caer y Cánovas y Prim están aún en la memoria de los españoles. Un hombre que haya vivido medio siglo (sólo medio siglo) puede recordar perfectamente los cuatro crímenes, y un aficionado a las estadísticas podría decir, con escaso margen de error, que cada doce años muere en España (asesinado, claro) un Jefe de Gobierno.

 

«Señores, un saludo a la familia de ese hombre público -decía el propio Canalejas en 1909 tras el atentado fallido contra Maura-; que llegará un día, si tales fieras se desatan de sus cubiles, en que nuestras esposas y nuestros hijos consideran tal vez una desgracia aquello que debiera ser nuestra gloria más grande: el estar al frente de los destinos de España…»

 

Muchas, muchísimas voces, se levantarán a lo largo de esta centuria que comentamos para pedir cordura o para condenar la violencia. Muchas, muchísimas veces los hombres de la calle -no importa el color- se preguntarán a lo largo de estos cien años: «Pero ¿por qué? ¿Por qué los españoles hemos de solventar nuestros problemas a tiros?»…

 

¡Ay, y que nadie se atreva a señalar a los culpables, porque entonces, una vez más, antes de ponerse de acuerdo, correrá la sangre! En cien años de Historia, ¡cinco Jefes de Gobierno asesinados! Triste récord para un país que se dice católico y civilizado. Triste ejemplo para quienes defendemos la concordia en la justicia y la libertad.

 

Pero adentrémonos en aquel año 1921, que iba a servir de tumba a don Eduardo Dato e Iradier. La tragedia está a punto de culminar cuando se implanta en Barcelona el terror total. Y los personajes acercándose -como en la tragedia de Grecia- irremediablemente al final marcado por el destino. Los hombres ya no son libres para decidir su comportamiento. Todo está decidido. Se alza el telón.

 

En el invierno de 1920 el Consejo de Ministros, que preside Dato, nombra, a propuesta del de Gobernación, gobernador civil de Barcelona al general don Severiano Martínez Anido, y jefe superior de Policía al también general don Miguel Arlegui, que procedía de la Guardia Civil. O sea, dos militares para dos cargos civiles. Lo que indica claramente que el Gobierno estaba decidido a poner orden en la ciudad más conflictiva de España de cara a las elecciones generales que habían de celebrarse el 19 de diciembre. En esos momentos ya imperaba la política del «ojo por ojo y diente por diente» entre los distintos grupos políticos. Las clases patronales y las clases trabajadoras estaban inmersas en una guerra sin cuartel. Tan radical que raro era el día que la autoridad judicial no tenía que ordenar el levantamiento de varios cadáveres. (Desde el 9 de enero de 1920 al 1 de enero de 1922 se produjeron 313 atentados, que ocasionaron 255 muertos y 733 heridos).

 

La «gestión» Martínez Anido-Arlegui comenzó, en serio, a finales de noviembre. Antes, eso sí, se habían preocupado ambos militares de «prepararse el terreno». En primer lugar habían conseguido del Gobierno plenos poderes «para llevar a cabo su misión». Luego, organizaron y armaron el Somaten reforzados con jóvenes nacionalistas de la Lliga…, además de contar con el apoyo total de la Patronal, a quien se dice que debían el haber sido nombrados.

 

Por su parte, las clases trabajadoras estaban organizadas en tres Sindicatos: el Único, el Libre y el Católico.

 

El primero agrupaba a los obreros pertenecientes a la C. N. T., que eran la gran mayoría y, además, los más politizados y mejor organizados. El segundo se creó con los descontentos del anterior y fue apoyado por el gobernador Martínez Anido («el arma de la huelga y bloqueo o boicot, contra el enemigo -los patronos- la consideramos ilícita, pero condenamos el sabotaje, que perjudica a fuerzas no militantes, lo mismo que la huelga general que ataca a seres inocentes»), y el tercero que, basado en las doctrinas sociales de la Iglesia, agrupaba a los obreros católicos. Lo que era otro motivo para empeorar la situación, pues a la guerra entre obreros y patronos había que sumar la guerra entre obreros de distintos sindicatos, ya que mientras unos militaban en la oposición al Régimen y eran claramente revolucionarios, otros querían «jugar» dentro de la legalidad. En resumen, un conglomerado que no tenía más remedio que estallar.

 

El 30 de noviembre cae asesinado el abogado don Francisco Layret, diputado republicano por Sabadell y gran defensor de la causa obrera, al salir de su domicilio para interesarse por la libertad de su compañero y amigo Luis Companys, con la mayor impunidad de los asesinos. Fue la gota de agua que colma el vaso. El terror. Con la agravante de que la autoridad constituida (gobernador civil y jefe superior de Policía) se torna beligerante y partidista. Martínez Anido recomienda a los del Sindicato Libre que «por cada uno de ellos que cayera deberían matar a diez sindicalistas» (de los del Único). El mismo pone en práctica el Sistema de «conducción por carretera» y la llamada «ley de Fugas». «Entre la risa patriarcal de Bugallal (ministro de la Gobernación) y la sonrisita de Pilatos, de Dato -escribe Mauro Bajatierra en «¿Quiénes mataron a Dato?»­ quería hacernos morir reventados, ya que no lo había conseguido con la «ley de Fugas».» (La «ley de Fugas» -dice el mismo autor- debió de nacer del cerebro de algún tigre carnicero deseoso de ensañarse con sus víctimas y refocilarse en la sangre vertida por ellas. No es posible que tal idea de venganza y de crueldad haya podido salir del sentir de un ser nacido de mujer)».

 

Los ecos de la «política» de Martínez Anido en el Gobierno Civil de Barcelona (ojo por ojo y diente por diente, deportaciones en masas, «ley de Fugas», detenciones nocturnas, etc.) llegan pronto a Madrid. El 7 de febrero Julián Besteiro interpela al Gobierno y lanza graves denuncias contra las «autoridades» de Barcelona. Por su parte, Cambó dice en el Parlamento: «Si es ley humana y fatal que después de la licencia ha de venir la coacción; que después de la impunidad ha de venir la represión, no crea nadie que la política que representa el señor Martínez Anido puede ser más que un puente entre dos orillas, y conviene que el puente sea lo más corto posible… Y os llamo la atención a todos, sobre si la política que actualmente se sigue en Barcelona, y que reconozco que no ha habido más remedio que emprender, si esta política dura demasiado, se corre un grave peligro. Esta es una política de gran tensión de todos los resortes del Poder, y mantenida por mucho tiempo aquella tensión, los resortes del Poder acabarán por quebrarse…» 

¿Por quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde?…

 

Un mes después de pronunciadas estas palabras caía asesinado el Jefe del Gobierno, don Eduardo Dato. ¿Por quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde?… He aquí la cuestión: porque otra vez se plantea, inevitablemente, una serie de dudas de difícil respuesta y una gran interrogante por encima de todas las demás: ¿Son responsables de la muerte de Dato los autores materiales del hecho?…

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Pero llegado aquí, no tengo más remedio que reproducir, íntegra, una entrevista que publicó Manuel Bueno en el diario «Pueblo» el 23 de diciembre de 1967 con el único superviviente del atentado, que le costó la vida el 8 de marzo de 1921 al entonces Jefe del Gobierno. La entrevista, con el título de «Yo maté a Dato», fue así:

 

«Aquella pistola mataba un buey a quinientos metros de distancia. Por eso cuando vacié el cargador de mi Mauser, calibre 7,65, a boca de jarro, ya sabía que la descarga era mortal de necesidad y que Dato iba a pasar a mejor vida. Era una buena pistola, con un cargador de diez balas. Tenía una culata para apoyarla en el hombro y hacer mejor puntería, pero estábamos tan cerca del coche que no tuve que apoyarla en el hombro.»

 

Pedro Matéu Cusidó, de setenta años de edad, natural de Valls, provincia de Tarragona, habla despacio, en catalán. Mide 1,62 metros de estatura y pesa 72 kilos. Es un hombre fuerte, casi macizo, ligeramente encorvado. Está satisfecho de la vida y de su trabajo en un taller de calderería, situado a la salida de Cardes, un pueblo medieval emplazado en lo alto de una colina, a 40 kilómetros de Toulouse, en el sur de Francia.

 

«No me puedo quejar. Trabajo cuarenta y ocho horas a la semana y gano setecientos nuevos francos al mes. Llevo aquí desde el final de la guerra civil. Al principio trabajé en el campo, pero en cuanto surgió una oportunidad volví a lo mío: tornero. Tengo una casita propia y un coche (un Dauphine). No me falta de nada. Aquí me respetan y me dejan vivir tranquilo. Mi compañera es una mujer ordenada y tenemos unos ahorrillos, aunque no muchos, la verdad, porque no tenemos hijos y el dinero se lo va a llevar el diablo.»

 

Matéu ofrece alguna resistencia a relatar con detalle lo ocurrido en la trágica noche del día 8 de marzo de 1921, cuando tres desconocidos abrieron fuego contra el automóvil en el que viajaba don Eduardo Dato, de setenta y siete años, jefe del Gobierno conservador, en la plaza de la Independencia. Al fin cede. Su relato es minucioso. Parece como si el atentado hubiera quedado grabado en su memoria con rasgos indelebles. Matéu sonríe casi continuamente.

 

«Lo primero que quiero decir es que yo no maté a Dato por ser Dato, sino por ser jefe del Gobierno y aprobar la represión contra los obreros que dirigía Martínez Anido en Barcelona. Dato era un liberal. Mejor dicho, un liberal conservador; un reaccionario, en definitiva. Nosotros (los anarquistas) creíamos que si lo eliminábamos su sucesor sería mejor y las cosas cambiarían. Pero nos equivocamos.

 

»Cuando tenía catorce años, mi familia se trasladó a Barcelona. Yo estudié en el colegio de los Escolapios. Por cierto que siempre sacaba la nota más alta en conducta. Supongo que mis profesores quedarían un poco extrañados al ser detenido y confesar que había matado nada menos que a Dato. Pero no lo hice por dinero, sino por obligación moral. Mis ideas me impulsaron a hacerlo.

 

»Yo trabajaba en la fábrica Elizalde, de motores, como tornero ajustador. Ganaba quince duros a la semana y no me iba mal. A los dieciocho años me habían ganado las ideas anarcosindicalistas. Sigo siendo anarquista. La gente cree que los anarquistas somos partidarios de la violencia, pero no es verdad. Somos gente pacífica que practica el lema «vive y deja vivir». Cuando alguien no nos deja vivir, lo suprimimos. Eso ocurrió con Dato. Por eso no estoy arrepentido de lo que hice.

 

»El 11 de enero de 1921, en tren, me trasladé a Madrid con otros tres compañeros. Nuestra misión era suprimir a Dato cuanto antes. Creíamos que la cosa era fácil, pero pronto nos convencimos de lo contrario. Dato utilizaba dos coches y tenía una escolta en permanente estado de alerta.» Pedro Matéu tenía entonces veintitrés años. Sus acompañantes eran Ramón Casanellas, de veinticuatro años, y Luis Nicoláu, de veinticinco. El cuarto hombre fue descartado casi inmediatamente.

 

»No hace falta decir su nombre. Pero el caso es que se asustó y le dijimos que regresara a Barcelona, que ya nos arreglaríamos.

 

»Después de vigilar los movimientos de Dato durante más de veinte días, llegamos a la conclusión que necesitábamos un vehículo. Se impuso mi criterio de que lo mejor era una moto con sidecar. El sidecar debía tener dos asientos. Nicoláu y yo dispararíamos.

 

»Habíamos alquilado un piso en el número 164 de la calle de Alcalá. Era un bajo interior izquierda. Allí vivía con Casanellas. Alquilé el piso con el falso nombre de José Gallardo. La patrona era una mujer muy simpática y nosotros procurábamos pasar por personas honorables. Por lo general, sólo íbamos a casa a dormir. Nicoláu había alquilado un piso en el número 142 de la misma calle. Escogimos la calle de Alcalá para vigilar mejor los movimientos de Dato.

 

»Casanellas y yo regresamos a Barcelona para comprar la moto. Encontramos una que iba perfectamente para el trabajo en un salón exposición de la calle Trafalgar. La compramos el día 20 de febrero y nos costó 5.100 pesetas. Era una Indian de siete caballos, color gris. Corría más que un bólido. Tenía un pequeño inconveniente: el sidecar era sólo de una plaza. Entonces decidí que Nicoláu dispararía desde el asiento trasero de la moto, y yo desde el sidecar.

 

»Emprendimos el camino de vuelta a Madrid el día 21. Casanellas era un buen mecánico y un conductor de primera clase, pero también era medio miope y me hacía pasar un miedo espantoso. La mayoría de las veces íbamos a más de cien por hora, y cuando adelantábamos a un coche de millonario se reía como un condenado. Total, que en el puerto de La Muela, en Zaragoza, nos caímos por un terraplén de siete metros y no nos matamos de milagro. Lo peor no fueron las magulladuras y la ropa hecha cisco, sino la moto, que quedó en muy mal estado. La reparamos en casa de un herrero y Casanellas trabajó casi un día entero hasta ponerla a punto. Para que Nicoláu no se intranquilizara le pusimos un telegrama.

 

»Ya en Madrid, comenzamos a planear cuidadosamente el atentado. Escogimos la plaza de la Independencia, porque el coche de Dato subía por la izquierda de Alcalá y giraba también por la izquierda de la plaza para meterse en la calle Serrano. El chófer disminuía la marcha al tomar la curva. Era el lugar ideal. Dato vivía en el número 1 de la calle Olózaga.

 

»Todos los días, por la mañana, vigilábamos a pie el trayecto Cibeles-plaza de la Independencia. La moto la teníamos guardada, con el depósito lleno, en un almacén que habíamos alquilado en la calle de Arturo Soria, en la Ciudad Lineal. La sacábamos todos los días a las siete de la tarde y dábamos vueltas. Teníamos calculada la operación al segundo. Todo tenía que liquidarse en doce segundos, quince como máximo. Debíamos hacer fuego contra la parte posterior del coche. Sabíamos que no estaba blindado y que veinte proyectiles de Mauser, calibre 7,65, eran capaces de perforar una pared.

 

»El día 3 de febrero hicimos un ensayo general de atentado. Todo salió a la perfección. Nuestros ánimos crecieron. Por otra parte, comprobamos que el coche de Dato circulaba normalmente sin escolta de ninguna clase. Era un trabajo fácil.

 

»El día 8 se presentó la oportunidad. A las siete de la tarde aproximadamente sacamos la Indian y comenzamos a dar vueltas en torno a Cibeles. Al llegar a la altura del Palacio de Comunicaciones vimos subir el coche de Dato. Iba a unos sesenta kilómetros por hora. Subía por el lado izquierdo de la calle. Casanellas dio un viraje y se situó a unos veinte metros del coche, modelo americano, grande, de color negro. Al llegar a la plaza de la Independencia, el coche frenó un poco y entonces nos acercamos hasta casi tocar la trasera. Eran las 8,14 minutos exactamente. Me acuerdo perfectamente, porque miré la hora y le dije a Nicoláu, que iba sentado en el sillín trasero de la moto: «¡Ya lo tenemos. Duro y a la cabezaCasi simultáneamente, Nicoláu y yo abrimos fuego con nuestras Mauser. Agotamos el cargador los dos. Veinte balas en total. Salimos disparados por la calle de Serrano. Doblamos hacia la Castellana por la calle de Goya, y luego todo arriba hasta la calle de Arturo Soria, en donde habíamos planeado dejar la moto. Por cierto, se me ha olvidado un detalle: al hacer fuego, yo grité: «¡Viva la anarquía!» Me parece que no me oyó nadie, porque teníamos el escape libre para amortiguar el estampido de los disparos, y además, en la calle no se veía un alma.

 

»En el interior del coche, don Eduardo Dato yacía con la cabeza destrozada. Murió instantáneamente. El coche fue alcanzado por dieciocho proyectiles. El conductor, Manuel Ros, sargento de Ingenieros, aceleró la marcha rumbo a la casa del político conservador. No fue alcanzado por los disparos. El tercer ocupante del vehículo, lacayo, que iba sentado al lado del chófer, sufrió una herida superficial en la cabeza. El chófer, nada más llegar a Olózaga, 1, recibió instrucciones para trasladarse a la Casa de Socorro del distrito de Buenavista, en donde Dato ingresó cadáver.

 

»A las 9,30, aproximadamente, Casanellas y yo llegamos a nuestra pensión. Cenamos tranquilamente y nos fuimos a la cama. Estábamos convencidos de que todo había salido a la perfección y que difícilmente nos cazarían. Nicoláu se fue a la suya. Al día siguiente, la patrona me comunicó que habían asesinado a Dato. Como era analfabeta, tuve que leerle la información que publicaba «La Voz», llena de inexactitudes. Yo siempre he tenido una gran sangre fría. Por otra parte, mentalmente me había hecho a la idea que podían cogernos y que eso suponía el pelotón de ejecución. Nicoláu también estaba tranquilo. Casanellas era más nervioso y decidí que saliera inmediatamente de Madrid. Tuvo suerte y se largó a Rusia. Al llegar la República regresó a España, y como, ya he dicho antes, era miope y un fanático de la velocidad, se mató al estrellarse contra un coche bajando el Bruch. Iba en moto. A Nicoláu y a mí nos detuvieron y nos condenaron a cadena perpetua. Al llegar la República salimos a la calle, como era lógico.

 

»Me detuvieron, por idiota, a los cinco días del atentado. Tenía un cuarto cerca del cementerio del Este y allí me trasladé el sábado día 12 por la mañana. Con las prisas se me olvidaron en Alcalá, 146, unos documentos comprometedores y el domingo, a las cinco de la tarde aproximadamente, volví para llevármelos. Entré en el piso y al llegar al comedor me encontré media docena de policías apuntándome con sus revólveres. «¡Arriba las manos!», me dijeron. Yo intenté sacar una pistola Star que llevaba siempre cargada en el bolsillo derecho del pantalón, pero un policía me agarró por la espalda y me inmovilizó, con la ayuda de otros dos. Yo hubiera dado la batalla de ocurrir la detención en la calle, pero en aquel cuartucho no había nada que hacer. Recuerdo que al salir esposado me dijo mi patrona: «¿Quién iba a pensar que usted era el asesino del señor Dato?» Y yo respondí: «Sí, señora; yo soy.»

 

Durante la guerra civil, Pedro Matéu combatió en un batallón de la C. N. T., en el frente de Zaragoza. Al caer Cataluña se refugió en Francia, siendo internado en el campo de Argeles. Unos meses después fue puesto en libertad.

 

«Desde entonces no me he movido de aquí salvo un par de visitas prolongadas a la gendarmería de Toulouse. Y aquí espero terminar mis días, a no ser que cambien las cosas en España y yo pueda regresar a Cataluña.»

 

Pero Matéu me ofrece la muñeca derecha y sonríe como despedida. Al trasponer la puerta del taller, grita, alzando su mano grasienta: «¡Salud!»

 

La muerte de Dato produjo, como es natural, gran conmoción en toda España. Pero principalmente entre la clase política y al propio Rey, pues no hay que olvidar que era el segundo jefe de Gobierno que caía asesinado en el curso de su reinado. Alfonso XIII comprendió aquel día de marzo de 1921 que no había nada que hacer. La Monarquía para sobrevivir tenía que tener el apoyo del pueblo…, y el pueblo iba por otros derroteros.

 

Mauro Bajatierra escribe: «En la hora actual, hora de hondas conturbaciones, porque es de renovaciones profundas, todo se debate en un mar embrutecido por las concupiscencias y por las ambiciones. Es que se resisten a desaparecer los que durante años y años, durante siglos, han abusado de su posición y detentado las riquezas que debieron haber sido, como serán, patrimonio colectivo.

 

»Le ha faltado a la burguesía, la clase absorbente y dominadora, fe en un destino más perfecto y más justo de la vida. Podríamos decir que carece de «Conciencia religiosa», sentimiento característico y necesario a toda clase que quiere ejercer la hegemonía en el Gobierno de las naciones. Asistimos al derrumbamiento de la vieja sociedad por falta de creencias en un orden superior que realice y asegure mejores estados de la justicia.

 

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.