05/12/2024 02:59
En una de mis películas favoritas, «El juez de la horca» -un western dirigido por John Huston con un guión descacharrante de John Milius-, Paul Newman da vida al legendario y extravagante Roy Bean, un atracador de bancos que se autoproclama juez de un poblado a orillas del río Pecos e imparte la justicia de un modo un tanto surrealista.
-Conozco muy bien las leyes -afirma en una escena de la película mientras se balancea en una mecedora con la Biblia en la mano-. Las he violado todas.
Aunque en el film Paul Newman se casa con Victoria Principal -que le socorre tras ser asaltado por unos forajidos que le atan el tobillo a las bridas de un caballo para que lo arrastre por la tierra-, él está platónicamente enamorado de Lillie Langtry, una cantante tan glamurosa como despampanante, a la que escribe cartas de amor que la diva no contesta, si bien el juez lo asume con naturalidad, a fin de cuentas, como afirma resignado, también en la Grecia clásica los hombres, además de su mujer, adoraban a Afrodita, la diosa de la belleza, el amor y el deseo, sin ser correspondidos.
Y para él, Lillie Langtry era su deidad.
Sin llegar tan lejos, algo parecido me sucedió, cuando yo estudiaba COU, con Brigitte Bardot -mi Afrodita particular-, cuya foto, con los ojos perfilados, los labios pulposos y un sombrero negro, me acompañaba a todas horas porque la llevaba sellada en la tapa de un cartapacio.
Recluida en su fastuosa mansión La Madrague, B. B., el mito erótico por antonomasia de los años cincuenta y sesenta, estragada por el paso inexorable del tiempo y con dificultades para caminar, el pasado 28 de septiembre cumplió noventa años.
-El mundo de hoy no me gusta. Si fuera diferente, tal vez viviese menos apartada.
Es fácil imaginarla junto a una botella de Beaujolois, al lado de Bernard D’Ormale, su cuarto marido -el reposo de la guerrera-, repasando su ajetreada e intensa vida, rodeada de animales, como si su villa fuera una suerte de arca de Noe varada en la playa de Saint-Tropez.
Nacida en París, en el seno de una familia burguesa, ya desde pequeñita soñaba con ser bailarina -con tan sólo siete años entró en la escuela de Madame Boujart- y posteriormente fue alumna del genial, estricto y severísimo maestro de danza Boris Knyazev que fustigaba a sus alumnas con un látigo si no alcanzaban la excelencia.
Sin embargo, pese a su grácil figura, liviana como una pluma, acabó echándose en brazos del celuloide. Y es que su imagen en la portada de la revista «Jardín de Moda», siendo casi una nínfula, le condujo a la gran pantalla.
Díscola y rebelde, cuando sus padres se opusieron a que se casase con Roger Vadim, trató de suicidarse metiendo la cabeza en el horno, seguramente porque tuvo el pálpito de que ese hombre que vio en ella un diamante en bruto no solo iba a ser su Pigmalión, también le iba a catapultar a la fama.
Y es que «Y Dios creó la mujer», estrenada el 28 de noviembre de 1956, se convirtió en un «acontecimiento planetario».
Ya desde la primera escena de la película en la que Juliette -su alter ego- toma el sol en cueros en el jardín de su chalet, hasta una de las secuencias finales donde se cimbrea bailando descalza sobre una mesa al ritmo de un mambo ante la atónita mirada de Curd Jürgens y Jean Louis Trintignant, el respetable asiste a un insólito derroche de exuberancia y sensualidad porque Brigitte Bardot no sólo ilumina la pantalla: la inflama.
Los muslos voluptuosos de Marlene Dietrich en «El Angel Azul», el guante del que se despoja suavemente Rita Hayworth en «Gilda» mientras interpreta ardientemente «Put the blame on mame» e incluso el vestido vaporoso de Marilyn Monroe sobre la rejilla del metro en «La tentación vive arriba», son ‘peccata minuta’ al lado del mohín lujurioso y el contoneo de las caderas de Brigitte Bardot, que no pasa tampoco inadvertida para los sagaces intelectuales franceses que ven en ella algo más que una sex symbol: la encarnación de un nuevo arquetipo de mujer, libre y moderna.
François Segal y Andrè Maurois le dedican sendos artículos elogiosos, porque lejos de convertirla en un oscuro objeto de deseo como pretendían algunos cosificándola, descubren en esa chica frágil e insegura una «mujer sujeto», dueña y señora de su vida, adelantada a su tiempo, la punta de lanza de una transformación sociológica que va a cambiar el destino de toda una generación.
«La Bardot concebida por Vadim -dice Simone de Beauvoir en su ensayo «Brigitte Bardot y el síndrome de Lolita»- no es inmoral, es amoral. Come cuando tiene hambre, bebe cuando tiene sed y hace el amor cuando le place. No comprende ni distingue el sentido del bien del mal».
-¿Qué opina del amor libre?- le preguntó un periodista en cierta ocasión.
-Yo no pienso cuando hago el amor- contestó con desparpajo en medio de un centelleo de flashes.
También puso los ojos en ella la «Nouvelle Vague» y actuó en películas de culto, como «El desprecio», basada en la novela de Alberto Moravia, junto a Michel  Piccoli, a las órdenes de Jean-Luc Godard, y en «¡Viva María!», de Louis Malle, compartiendo protagonismo con la gran Jeanne Moreau.
Precursora del bikini en el Séptimo Arte -lo lució en «La chica de la isla» antes incluso de que lo exhibiera Ursula Andress en «Agente 007 contra el Doctor No»-, Brigitte Bardot protagonizó la película de Roger Vadim el mismo año que Elvis Presley irrumpió en escena y tuvo lugar la eclosión del Rock & Roll, como si los dos, cada uno a un lado del charco, fuesen los heraldos de una nueva era.
Musa también de la moda, se la rifaban revistas, modistos y publicistas.
Los vestidos de tela vichy, el minishort, las botas mosqueteras, los bikinis, las remeras de playa…cualquier prenda que llevara se convertía en tendencia.
Así como sus ojos de gata, su voluminosa melena, sus moños desgalichados -los famosos chucruts-, su cintura de avispa…todas las mujeres se miraban en ella.
A fin de cuentas, Claudia Schiffer, Gisele Bündchen, Kate Moss, Pamela Anderson, Sienna Miller y tantas otras son herederas de su inconfundible estilo.
Sin embargo, su nariz pecosa y su diastema -los incisivos separados- que le conferían una expresión tan ingenua como infantil no eran sino una trampa porque tenía más peligro que una mamba negra o una cobra real, capaz de inocular un veneno fulminante y mortal.
Si no que se lo pregunten a su grey de damnificados, a ese tropel de hombres que entraron en su vida bravucónamente y salieron de ella con el corazón hecho pedazos: Jean Louis Trintignant, Sacha Distel, Gilbert Becaud, Bob Zagury, Miroslav Brozek, John Gilmore, Warren Beaty…y así hasta un centenar.
-Cuando ella me dejó -dijo Serge Gainsbourg- fue como si me arrancase el corazón a bocados.
Con el «enfant terrible» de la «Chanson» francesa, el maldito Serge Gainsbourg, mantuvo un tórrido romance y él le prometió componerle la más bella canción de amor jamás escrita, cuyo resultado fue nada menos que «Je t’aime».
Pero su todavía marido, Günter Sachs, puso el grito en el cielo y malogró el lanzamiento del disco que habían grabado.
Más adelante, se «apropiaría» de la canción de alto voltaje, la nueva pareja de Serge Gainsbourg, la actriz británica Jane Birkin.
En realidad, Günter Sachs, el millonario play boy alemán, nieto del fundador de Opel, se había casado con ella por una apuesta y para seducirla arrojó desde un helicóptero miles de pétalos de rosa sobre La Madrague.
Por lo demás, el lujo asiático era su hábitat natural: ambos conducían un Rolls Royce.
-Tres años con ella son como treinta con otra mujer- dijo exhausto tras firmar la sentencia de divorcio Sachs, que acabó suicidándose cuando le diagnosticaron un Alzheimer.
B.B. era la presa que acababa volviéndose depredadora, la fagocitadora de hombres.
Entre Roger Vadim y Günter Sachs se casó con Jacques Charrier, que le dio un hijo, aunque no tuvo reparos en confesar:
-Eso del sentido maternal es muy parecido al oído con relación a la música. O se tiene o no se tiene. Yo no lo tengo.
Brigitte Bardot hizo más por la liberación de la mujer que Abraham Lincoln por la esclavitud.
Por eso, no se ha cortado un pelo a la hora de criticar acerbamente los excesos del movimiento Me Too, convirtiéndose a su vez en azote del lslam por el concepto que tiene de la mujer, lo que le ha acarreado cinco condenas por delitos de odio.
Acostumbrada a nadar contra corriente, a remar río arriba, lo cierto es que Brigitte Bardot nunca tuvo pelos en la lengua y le importó un rábano la opinión de la gente.
Alineada en su día políticamente con Jean Marie Le Pen -al que le unía una gran amistad- y en la actualidad con su hija Marine, hace diez años, con ocasión de su ochenta aniversario, manifestó en la cadena de televisión France 2 que la lideresa del Frente Nacional era «la única mujer con dos cojones en la política francesa».
Aunque nuestra protagonista no tuvo jamás instinto maternal, sin embargo, volcó toda su ternura en otros seres indefensos: los animales.
Una debilidad que descubrió cuando,  siendo una niña, presenció como su padre mató un ratón a escobazos.
Durante el rodaje de su última película, «La divertida historia de Colinot», allá por el año 1973, le comunicaron que había que darse prisa porque la cabra que aparecía en una escena tenía que ser sacrificada para un banquete.
Sin titubear, compró la cabra y acto seguido se la llevó al hotel de cinco estrellas donde se hospedaba.
Al día siguiente, como si se tratara de una epifanía, se retiró del cine, poco antes de cumplir los cuarenta años.
-He dedicado la primera mitad de mi vida a los hombres -afirmó-, en la otra voy a proteger a los animales.
Brigitte Bardot -de quien De Gaulle afirmó que había aportado más divisas a Francia que la Renault- ha dejado dicho que le gustaría ser recordada como un mustang, esa raza de caballos salvajes, de cimarrones indómitos e irreductibles que galopan por las llanuras con las crines al viento, los mismos que en otra película de John Huston, «Vidas rebeldes», perseguían desde un camión destartalado Clark Gable, Montgomery Clift, Marilyn Monroe y Elly Walach, para echarles el lazo, aunque algunos lograban escapar dejando tras de sí una nube de polvo…
Así la recordaré siempre yo.
Miguel Espinosa García de Oteyza
Escritor

Autor

Miguel Espinosa Garcia de Oteyza
Miguel Espinosa Garcia de Oteyza
Miguel Espinosa García de Oteyza es licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid.
Ha desarrollado su actividad profesional en la Bolsa, la Banca y la Empresa.
Hijo del que fuera ministro de Hacienda de Franco, Juan José Espinosa San Martín, Miguel es también autor de tres libros. El más reciente, "Mi tío robó los diarios de Azaña y otras historias familiares".
LEER MÁS:  El Alcázar de Toledo 1936. El silencio de las campanas. Por Miguel Espinosa García de Oteyza
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Alvar

Con esta clase de tentaciones, el hollywood anticristiano tentaba a los cristianos y los arrastraba a la inmoralidad y al pecado.
Si servir a Satanás es digno de elogio, pues todo lo demás también.

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