04/10/2024 14:02

A Cecilia, porque a amar se aprende amando

Quienes no somos del todo metódicos, y mucho menos sistemáticos al modo del idealismo alemán, solemos ser anonadados por intuiciones, esa especie de espasmos o impulsos que nos acercan al corazón de las cosas para captarlas en lo que tienen de únicas e irrepetibles, que son como un relámpago en la noche, o como esos claros en el bosque de los que hablaba Heidegger, donde se nos manifiesta el ser para luego volver a sumergirnos en la oscuridad. Cuando la intuición nos golpea con pensamientos, sentimos un ardor en el espíritu que para cesar necesita ser exteriorizado, necesita que arrojemos dichos pensamientos al mundo mediante la palabra o la escritura, de ninguna otra forma parecieran dejar de atormentarnos.

La intuición es impredecible y no puede forzarse. En este caso, la que trataré de dar forma aquí se me presentó en una noche de agosto mientras retornaba en bicicleta a mi hogar, por las oscuras y casi desiertas calles de Llavallol tras una larga jornada de trabajo y estudio.

¿A qué se debe el exponencial incremento de personas que creen en las relaciones abiertas o en el amor libre (concepto falso ya que todo amor es siempre fruto de la libertad)? ¿Por qué tantos evaden el compromiso, descreen de amores duraderos y sólo hablan de amor propio, de ponerse a uno mismo como máxima prioridad? ¡Incluso algunos escriben libros afirmando que el amor es imposible! Cansados estamos ya de los mentirosos, mediocres y resentidos, que trás ver algo valioso que no pueden alcanzar, necesitan desprestigiarlo para justificar su propia impotencia.

La realidad es que meditaciones sobre el amor son un tema que ha cautivado a los más profundos espíritus a lo largo de la historia del pensamiento y es recurrente también en mi itinerario mental, me hostiga una y otra vez, no sólo por su importancia radical para toda vida humana, sino también por su carácter complejo y huidizo. Es como un pez escurridizo al que las palabras no logran apresar del todo con sus redes.

Pareciera que el individuo posmoderno actual (sepa o no que le cabe esta categoría) no logra amar a un otro, sino que se ama a sí mismo en el otro. Las personas se le presentan como algo útil, algo de lo que puede sacar provecho, consumirlo y que le permite gozar. No ama sin razón, sino por conveniencia, es decir, una forma de no amar.

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Esta actitud podrá llamarse cariño, afecto, deseo, calentura… pero nunca amor. Dentro suyo se encuentra instaurada la lógica del Homo economicus (hombre económico), heredero del liberalismo y del marxismo, que no logra escapar de la forma mentís del costo-beneficio; constantemente pretende maximizar sus ganancias y disminuir su esfuerzo, por lo que le resulta impensable cualquier acción altruista, desinteresada y que implique una entrega de sí. Su amor es siempre condicionado, busca motivos para amar y no puede darse al otro, debido a su condición egocéntrica, ama con porqués: “te amo porque me comprendes”, “te amo porque me haces sentir bien” y un largo etcétera. El problema aquí es que tan pronto como cesan los motivos también cesa el amor, cuando el otro no le es útil puede descartarlo; ante el primer conflicto está dispuesto a romper el vínculo, cualquier cosa que el otro haga y que genere en su subjetividad el mínimo desagrado, le legitima a apartarse de su toxicidad. Es este un amor con obsolescencia programada. Al individuo actual, reducido a homúnculo, le es imposible jurar un amor duradero.

Claro, nuestro corroído sistema con sus paladines mediáticos (periodistas, influencers, gurúes espirituales new age y escritores de libros de autoayuda) no deja de exacerbar el narcisismo como medio para aislar a la persona y volverla por lo tanto fácilmente manipulable. Estos predicadores del amor propio, del ponerse a uno mismo como prioridad por sobre todas las cosas y de la mentalidad del self entrepreneur (emprendedor de sí mismo) no logran hacer la sana distinción entre autoestima o valoración de la propia dignidad, y la autoidolatria que se manifiesta en por ejemplo ir al gimnasio para fotografiarse en el espejo, en hacerse las uñas, teñirse el pelo o “darse gustos” comprando bienes de mercado totalmente superfluos. El otro pareciera en el fondo no ser más que un agregado que decora mi perfil en las redes sociales, algo que expongo mediáticamente para aparentar, como si fuera un trofeo, en vez de alguien a quien me entrego, con quien me fundo en una sola carne en un anhelo de eternidad.

Agustín de Hipona, filósofo y teólogo, decía que el amor se origina en el gozo o placer, delectatio, que alguien nos produce, y que por lo tanto cuando amamos deseamos la contemplación de nuestro amado. Pero esto no termina aquí, sino que agrega el filósofo que amar es desear el bien propio del otro, es decir, el amor no es una estéril complacencia, ni se reduce a palabras o sentimientos, sino que es principio de acción, nos mueve a actuar para conservar aquello que se ama.

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El amor auténtico logra que salgamos de nosotros mismos, nos expande por fuera de la propia estrechez, nos liga con lo otro volviéndolo parte nuestra, permitiendo el pasaje del yo al nosotros. Nos hace dejar de lado la lógica de la ganancia para estar dispuestos a perder en pos del beneficio de nuestro amado. El amor requiere por lo tanto de la inteligencia, para captar dónde se encuentra el bien propio del otro y la voluntad para poder persistir en esta actividad a lo largo del tiempo. Cuando amamos con sinceridad, no amamos a la persona simplemente por aquellas cualidades que nos benefician o nos convienen, sino que amamos al otro en su imperfección, en su incompletitud, en su persona toda, con lo desagradable e incluso con aquello que es refractario con nuestras propias preferencias.

La mejor definición del amor, inalcanzable para el narcisista actual, se la escuché curiosamente a un sacerdote hace más de diez años, y nunca la he podido olvidar; ha quedado repiqueteando en mi conciencia debido a su profundidad y dificultad: “amar es dejarse de lado a uno mismo para dar todo por el otro”. Muy similar a aquel tipo de amor altruista que en la antigüedad designaba la palabra àgape (ἀɣάπη).

Pareciera que en su experiencia genuina, el amor y la abnegación, el amor y la entrega, son como las dos alas de un mismo pájaro: se encuentran interconectadas y se necesitan mutuamente para poder emprender su vuelo.

¡Dilige et quod vis fac!

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