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Lo bueno es bello y lo bello es verdadero: sobre ese silogismo cuyos tres conceptos son intercambiables entre sí se ha fundado la cultura occidental. En palabras de José Jiménez Lozano: “No se puede pasar por la belleza sin celebrarla”. Eso es y será, siempre, toda forma de vida: una celebración de la belleza, una “danza para la música del tiempo” (A. Powell). Según la tradición sapiencial hindú, nos encontramos en el Kali-Yuga; una época de confusión dominada por el dinero, por el oropel de las apariencias y la falsa gesticulación de toda hipocresía; una época de lujuria huera, de ira ciega y de materialismo desbocado. El filósofo René Guénon profundizó en dicho concepto (Kali-Yuga) desde una perspectiva moderna añadiendo que dicha época estaría caracterizada por el individualismo, por el racionalismo y por un consiguiente «oscurecimiento de la metafísica» frente al auge de la “superstición de la ciencia moderna”. Se trataría de una época final, de cambio de era, de la que solo se podría salir mediante la iniciación. Para Guénon el autoconocimiento debería llevar al buscador a escoger, a seguir el dharma, entre “el sendero de la mano derecha” (diestro) o “el sendero de la mano izquierda” (siniestro). El primero estaría compuesto por las religiones tradicionales y sus dogmas intemporales. El segundo, por un camino alternativo distinto para cada persona: el “místico”, el del “guerrero” o el ”obscuro”. Julius Evola proponía la vía de la acción y de la confrontación frente a la vía de la contemplación que, por contra, proponía su amigo René Guénon. Ernst Jünger hablaría de una “movilización total”, de la opción de vivir “emboscado” en medio de la vorágine de nuestro tiempo. El “iniciado” Aleister Crowley proponía una máxima como punto de partida y de llegada: “haz tu voluntad será toda la ley” porque “cada hombre es una estrella”. Una voluntad derivada siempre del autoconocimiento, no de un estúpido deseo consumista.

Vivimos en el “reino de la cantidad”, una era dominada por la técnica y donde todo es reducido a mercancía, incluidas las relaciones personales. Un rasgo claro de la decadencia de nuestro tiempo es la inmoralidad de la ciencia y la peligrosa deriva del avance tecnológico. Cómo ha visto Jordan Peterson estudiando el Génesis, cuando Dios creaba algo se detenía, lo examinaba y determinaba que “era bueno”. Ante la posibilidad del transhumanismo (la alteración del hombre), de una nueva revolución industrial (la sustitución del hombre por la máquina) y demás supuestos “avances”, nuestros contemporáneos sólo se plantean esta posibilidad después de haber desarrollado su implementación, nunca antes. Como estudiaron Adorno y Horkheimer, el mito de “las luces” y del progreso derivados de la Ilustración acabaron dramáticamente en Auschwitz. Pero el mundo parece no haberlo asumido todavía. En vez de detener el progreso intolerable del sistema capitalista, nuestras élites prefieren reducir la población humana mundial. No saben, o no quieren saber, que no pueden dominar el ritmo del mundo y que acabarán siendo arrastrados por él de forma irremisible. Alain de Benoist habla de “una élite conectada, egoísta y volátil, cuyos miembros no son ni empresarios ni capitalistas al viejo estilo, sino individuos ricos de un activo nómada, que detentan el saber, controlan las grandes redes de comunicación, es decir, el conjunto de los instrumentos de producción y de difusión de los bienes culturales, y que no tienen el más mínimo deseo de dirigir unos asuntos públicos cuyo papel —ellos lo saben mejor que nadie— es cada vez más limitado”. Lo saben porque bien se ocupan de ello.

La manipulación de la realidad mediante la creación de discursos mediáticos controlados —tanto al integrado como a buena parte del disidente—, la precarización del trabajo como forma de esclavitud, la ignorancia del pasado, el desarraigo cultural y el desapego social como nuevas formas de alienación, el consumismo, la drogadicción y el alcoholismo, la adicción tecnológica, las ficciones en plataformas digitales como método de “escapismo” o de simple evasión… Todo ello destinado a un control político-social —a través de la “creación de un relato” y de la “determinación de un enemigo” a batir—, de la mente de los sujetos que componen una sociedad. Tanto el burgués como el emprendedor encajan en dicho esquema. La competitividad del modelo liberal no es más que la aplicación del “struggle for life” darwinista a las leyes del mercado tal y como las entendía Adam Smith: la conjunción de dos ideas que impiden la asociación entre iguales y que, en definitiva, favorece el egoísmo y la deslealtad cuando más se necesitan. En cuanto al burgués… Podemos acusarle, en buena medida, y dado su conformismo y su conservadurismo naturales, de ser el culpable de esta deriva decadente: “En un mundo transformado en objeto, el hombre está llamado a convertirse él mismo en una cosa” (Benoist). El aburguesado antepone la seguridad a la libertad; la comodidad a la verdad; la mentira a cualquier reclamo por la justicia.

Escribe Alain de Benoist en ese texto esencial llamado Contra el liberalismo: “Toda la historia de la modernidad puede ser leída como la historia de un despliegue continuo de la ideología de lo Mismo. En todas las áreas, incluso dentro mismo del espacio de la filiación, hay un aumento de la indistinción, un proceso que culminará con la globalización. La modernidad ha eliminado todos los estilos de vida diferenciados. Los antiguos vínculos orgánicos se han disuelto. Se ha atenuado la diferencia de género. Los roles dentro de la familia han sido ellos mismos alterados. Todo lo que queda son desigualdades cuantitativas –el poder adquisitivo– acerca de la posibilidad de acceder al modo dominante de vida”. La auténtica homogeneidad del mundo antiguo presentaba una multiplicidad de caminos en forma de tradiciones religiosas, muchas veces enfrentadas entre sí, por las que acceder a la verdad. Aquellos que no se conformen con vivir “dopados” hasta que les sobresalte la muerte solo tienen una opción: la de reaccionar. No se trata de jugar a ser originales: «amanuense de siglos, solo compongo un centón reaccionario» (Nicolás Gómez Dávila). Sino de ser auténticos. Por ello, los refractarios deben reaccionar de forma individual y de forma colectiva. Se trata de una revuelta, no de una revolución porque debe ir “contra el mundo moderno” (Evola), contra el “arrasamiento técnico” (Heidegger) que éste conlleva, y debe estar apoyada en los valores inmarcesibles de la tradición y de la “sabiduría perenne” (sophia perennis). Es la única opción de supervivencia que le queda a la condición humana: “En la sociedad liberal, el hombre no se emancipa, ni se hace más autónomo, sino que se transforma en mónada, se atomiza” (Alain de Benoist). El camino es volver a lo común: “La sociedad no liberal es aquella que maximiza lo que los individuos deben hacer y poner en común. Volver a dar prioridad a lo común, al estar-en-relación, es también, y al mismo tiempo, trabajar por el renacimiento de la figura del ciudadano, fundada sobre la participación activa, y poner remedio a la desimbolización de la vida social” (Alain de Benoist). Aquellos tildados de “anti modernos” (A. Compagnon) o de “apocalípticos” (U. Eco), han resultado estar en lo cierto.Según Félix Rodrigo Mora, el “politicismo” y el “economicismo” son las dos ideologías fundamentales de la modernidad; y, por tanto, debemos combatirlas por igual. Si algo ha demostrado el siglo XX es el declive de las ideologías, que en realidad son un mero subproducto de las religiones.

Sin embargo, la sabiduría popular está bien asentada en la religión, en el “realismo” y sentido común de quien está en estrecho contacto con el orden natural y la vida en su esencia, y en ella debe instalarse nuestra perspectiva política. Como escribe José Miguel Gambra: “Hecha la ley, hecha la trampa, sigue siendo la sabia máxima que entre nosotros refleja unos destellos de nuestra independencia personal y social. El día no lejano en que, a imitación de los yankis, el respeto al Estado haga de cada español un custodio de cada ley positiva y un policía para sus conciudadanos, toda esperanza habrá desaparecido. Entre nosotros todavía hemos presenciar como la institución familiar ha permitido que muchos superen la crisis económica provocada por las grandes finanzas. En nuestra patria no se echa de casa a los hijos cuando han cumplido 18 años, como en Inglaterra, ni se rompen los lazos familiares cuando las leyes lo establecen. El día en que dejemos de oír a los jóvenes hablar de su familia y de su pueblo, el día en que se vean como individuos nacidos por generación espontánea, ese día estará todo perdido”. Debilitar los vínculos es la mejor forma de convertir a las personas en siervas de su propio consumismo bajo unas condiciones miserables. No olvidemos que “la sociedad liberal” es lo opuesto de “la sociedad tradicional”: “La dinámica liberal moderna arranca al hombre de sus vínculos naturales o comunitarios, sin tener en cuenta su inserción en la humanidad particular. Vehicula una nueva antropología, en la que el hombre debe, para ganar su libertad, desprenderse de las costumbres ancestrales (tribales, las llaman) y los vínculos orgánicos, siendo vista esta separación de la naturaleza como característica de lo que es verdaderamente humano. El ideal ya no es, como en el pensamiento clásico, conformarse en el orden natural; se encuentra, por el contrario, en la capacidad de liberarse de él. La perspectiva liberal moderna se basa en una concepción atomista de la sociedad como suma de individuos fundamentalmente libres y racionales, de los que se prevé que actúen como seres desvinculados, libres de toda determinación a priori, y susceptibles de elegir libremente las finalidades y los valores para guiar sus acciones” (Alain de Benoist). Frente a esta perspectiva, hay que reivindicar valores como la identidad, como la tradición cultural, como el honor o como la espiritualidad; se trata del “retorno de los dioses fuertes” (R.R. Reno): el único camino viable ante el agotamiento de la opción liberal que se presentó como exitosa, incluso como punto final de la historia, tras la catástrofe de los distintos totalitarismos (comunista, fascista, etcétera).

La democracia es el camino, pero no la democracia liberal, en la que venimos viviendo y cuyo solo enunciado supone un oxímoron. En su lugar, la “democracia común” (D. Nelson) es un camino alternativo donde la participación política viene a sustituir la desastrosa representación política que padecemos a diario. Todo aquello que no sea “pensamiento débil posmoderno” es calificado de populismo pero, como ha escrito Chantal Delsol, hay que perderle el miedo a dicha etiqueta: “El populismo es el mote a través del cual las democracias pervertidas disimulan virtuosamente su desprecio por el pluralismo”. Lo popular no es populismo, por mucho que se quiera sustituir por la aberración de lo pop. Quienes atacan al populismo suelen tener «religiones de sustitución» mucho más irracionales a las que adorar: el “becerro de oro” económico; el feminismo; su identidad racial o sexual; la “calentología” ecologista; sus “ideales” políticos, del signo que sean: conservadores, socialdemócratas, marxistas, socialistas, fascistas, anarquistas racistas… En palabras de Chesterton, “cuando se deja de creer en Dios, se pasa a creer en cualquier cosa”. Y los nihilistas, aquellos que no creen en nada, o que creen en la descomposición de todo (la Nada), son los más peligrosos: capaces de inmolarse en nombre de cualquier idea vana. La cuestión esencial es, entonces, ¿en qué depositar la esperanza en estos tiempos de incertidumbre? Para Sebastián Porrini, “conocerse a sí mismo (nosce te ipsum) es el primer paso fundamental”: “liberarse de la servidumbre con las propias fuerzas es el lema sobre el que se sustenta la lucha del adepto y su sumisión de las propias fuerzas: desconocer las características de sí mismo no es error menor, sino aquello que determina el resultado”. Como explica Jordan Peterson: “Hemos perdido el universo mítico de la mente preexperimental, o al menos hemos dejado de propiciar su desarrollo. Esa pérdida ha dejado nuestro creciente poder tecnológico más peligrosamente a nuestros sistemas de valoración, que todavía son inconscientes. Antes de la época de Descartes, Bacon y Newton, el hombre vivía en un mundo animado y espiritual, saturado de significado, imbuido de propósito moral. La naturaleza de ese propósito se revelaba en las historias que la gente se contaba, historias sobre la estructura del cosmos y el lugar del hombre. Pero ahora pensamos empíricamente y los espíritus que en otro tiempo habitaban el universo se han esfumado. Las fuerzas liberadas por el advenimiento del experimentalismo han traído la destrucción del mundo mítico”.

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Hay que rescatar ese “mundo mítico” sembrado de arquetipos en cuyos símbolos y mitologemas se encuentra la metafísica imperecedera que atraviesa el devenir del tiempo. El relato, la poesía, la literatura, son bastiones de resistencia frente a la modernidad. La figura del héroe —”aquel que pone orden en el caos” (J. Peterson)— representado a través de una actitud ética a imitar en nuestra vida diaria es clave. Ha llegado el momento de recorrer el camino a la inversa ante el callejón sin salida en el que ha encallado la historia. Vivimos en un fin de ciclo, no en el fin del mundo. Debemos mantener la esperanza de una resurrección espiritual. Kierkegaard habló de que cuando se llega al punto más frágil antes de la ruptura definitiva es cuando se da “el salto de la fe”. ¿Cómo se mide ese punto? Algunos creen que basta con radiografiar la actividad cerebral y calcular los cambios químicos para saberlo. Sin embargo, se trata de algo más profundo: de una verdad interior que está más allá de cualquier manifestación externa: “Al lado de los acontecimientos internos los demás recuerdos (viajes, personas y ambiente) se esfuman. La historia de la época la han vivido y escrito muchos: mejor leerles a ellos o escuchar cuando alguien la cuenta. El recuerdo de los factores externos de mi vida ha desaparecido o se ha difuminado en su mayor parte. Sin embargo, los encuentros con la otra realidad, el choque con el inconsciente, han marcado mi memoria de modo indeleble. En este aspecto hubo siempre plenitud y riqueza, y todo lo demás quedó eclipsado” (Carl Gustav Jung)

En el Evangelio de Lucas (24:29) leemos: “Y ellos le instaron, diciendo: Quédate con nosotros, porque está anocheciendo, y el día ya ha declinado. Y entró a quedarse con ellos”. La esperanza debe ser nuestra luz en la noche; aquello con lo que calentarnos cuando nos gangrenamos de frío. Decía al principio: lo bueno, lo bello, lo verdadero; es decir, aquello que no es demostrable por la ciencia pero que se demuestra como conocimiento cierto en la experiencia. El mayor enemigo de los globalistas es Jesús: sin duda el personaje más excepcional que ha existido y, una vez trascendido, el mito que más esperanza ha dado a los hombres. Nadie puede quedar indiferente a su figura: ni quienes la ignoran o incluso la niegan; ni quienes lo consideran un mero “revolucionario” o un “sabio excepcional” comparable a Buda, a Confucio y a Lao-Tsé. No digamos ya los creyentes, de la confesión que sean. Todos los hombres tienen un Jesús personal, incluso quienes creen no tenerlo y hasta se jactan de ello. La respuesta que se da al ideal de actitud vital que encarna Jesús define a cada ideología, a cada persona sin excepción. Por eso hoy se le quiere olvidar, mancillar, vilipendiar, ridiculizar o parodiar. Aproximarse a Él desde la verdad interior de cada uno es la mejor manera de resistirse a cualquier proyecto de ingeniería social existente. Ayer, hoy y siempre. Cada persona es un camino, un viaje que contiene en su interior la semilla de la Creación y de la divinidad. El sentido de la afirmación “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida” (Juan 14:6), que es algo tan hondo como el sentido de la propia vida —y, por tanto, de la muerte— no es algo demostrable, sino una experiencia personal. En estos tiempos de oscuridad debemos recogernos en el silencio de la plegaria y de esa meditación constante que, humildemente, ruega: “Quédate con nosotros, Señor, porque anochece”. Amén.

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