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La regeneración que se reclama frente a la degeneración de la vida pública prácticamente empieza por esta demanda colectiva de verdad en la política, que implica también a la justicia. ¿Pero qué es la «verdad»? ¿Los hechos objetivos a los que nos referimos y que, de modo transparente, para acabar con la corrupción y preservar la integridad en la vida pública, tantos exigimos hoy que lleguen a nuestro conocimiento? Después de siglos de controversia sobre el concepto de verdad, y en una época, como la actual, en que se ha abandonado tal concepto, la verdad por lo menos de los hechos sigue teniendo una importancia vital. También en política y en los tribunales de justicia. De la respuesta a un «¿Es o no cierto que x…?» pueden depender vidas, libertades y derechos. De modo que la clásica definición de la verdad (adequatio rei et intellectus), como la «correspondencia» entre el entendimiento y la realidad, o su «interacción causal», según Donald Davidson, parece ser el último hueso duro de roer de la filosofía del conocimiento. Algo es verdadero si y solo si se corresponde con un hecho, o si resulta, con Aristóteles, de «decir de lo que es que es, y de lo que no es que no es». Acertada o no esta teoría, su apuesta por poner al descubierto los hechos es irrenunciable en el ámbito de la práctica, desde la ética al derecho, todo un amplio arco de situaciones en que continuamos necesitando saber de modo patente sobre lo sucedido, sus causas y efectos, y sus protagonistas.

En la acción de la justicia y en la vida pública en general necesitamos por mucho tiempo más seguir oponiendo las propiedades de lo verdadero a las particularidades de lo falso: en los enunciados (verdaderos, en lugar de falsos); en los juicios (acertados, y no erróneos); y con relación a las cosas mismas (reales, no aparentes). Pero sobre todo en las creencias y las actitudes, que debieran ser sinceras, en lugar de engañosas. Es falso, por ejemplo, que haya una raza superior; o que la intención del tirano sea servir a sus víctimas. Decimos que es en las creencias y las actitudes donde más interesa a la justicia y a la vida pública salvaguardar los caracteres de lo verdadero de su confusión con los de lo falso, porque la verdad fáctica depende, a diferencia de la verdad lógica, de las condiciones de la veracidad, la disposición y el compromiso hacia lo verdadero, mediante las que creemos que algo, en efecto, lo es. Recordemos aquí a Erasmo y su célebre adagio: Amicus Plato, sed magis amica veritas. Porque para afrontar la verdad de los hechos, o verdad fáctica, esa cláusula esencial para entender el mundo y para entendernos, se requiere adoptar simultáneamente dos modos de conducta personal: estar dispuesto a ajustarse a la verdad y comprometerse a decir la verdad que, aunque cosas parecidas, no son lo mismo. Lo explicamos.

Ajustarse a la verdad es un modo de decir. Es como nos comportamos por ejemplo al «decir según la verdad» o con el simple «decir verdad». En cambio, decir la verdad es un modo de hacer. Así parece ser cuando «hacemos en verdad» o «decimos en verdad». En el primer caso identificamos la verdad como certeza o verosimilitud, para lo cual la virtud requerida será la de la precisión, y el correspondiente «decir según la verdad» vendrá a ser como un arte. En el segundo caso la verdad se identifica como veracidad, siendo aquí la virtud exigida la sinceridad, y el característico «decir en verdad» consistirá prácticamente en un acto: aquel que empieza por la elección de una causa, la de la verdad. Por otra parte, el primer modo referido, el de «ajustarse a la verdad», nos sirve para poder saber si algo es o no «verdadero», por oposición a falso o erróneo. Por ejemplo, al formular un enunciado o al considerar un hecho, donde lo que nos preocupa es que se contenga verdad. El segundo modo, el de «decir la verdad», nos servirá, cosa muy diferente, para poder saber si alguien es o no «veraz», en lugar de engañoso o mentiroso. Por ejemplo, al manifestar una creencia o una actitud, o también al formular un juicio o referir un conocimiento. Expresiones, ambas, en que lo importante es que se muestre respeto a la verdad. La veracidad, como refiere Bernard Williams en el citado Verdad y veracidad (cap.1), nos sirve además para poner en marcha «un proceso de crítica que debilita la convicción de que haya alguna verdad segura o expresable en su totalidad». Lo cual es útil especialmente en la política, pero también para la justicia, como llamada al juicio ponderado.

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Por su parte, Hannah Arendt habló antes de la veracidad como un factor político de primer orden: «Cuando todos mienten acerca de todo lo importante, el hombre veraz, lo sepa o no lo sepa, ha empezado a actuar; también él se compromete en los asuntos políticos, porque en el caso poco probable de que sobreviva, habrá dado un paso hacia la tarea de cambiar el mundo» (Entre pasado y futuro, cap. VII). Obligado es por ello destacar la heroica tarea del periodismo comprometido con la justicia en los países donde es perseguida la libertad de expresión (véase Norbert Bilbeny, Etica del periodismo, III, 5).

En suma, parece más bien que la verdad fáctica o de los hechos, aquella que siempre reclamamos en la vida pública, se fundamenta en los dos modos descritos, el de lo «verdadero» y el de lo «veraz», exigibles al mismo tiempo. Pero si hubiera que establecer alguna relación de precedencia, en la verdad de los hechos lo principal es estar comprometido con ella: querer decir en verdad, antes incluso que querer decir «según» la verdad. La actitud hacia la verdad es lo que más importa. Escribe Antonio Machado, en Juan de Mairena, que «La verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero». No obstante, para ello se necesita que uno y otro decidan decir la verdad. El compromiso con la verdad es lo que más cuenta en relación con ella. Hablamos antes de la «confianza» y de su valor como piedra de toque en el funcionamiento de la vida pública, pero también, por lo que acabamos de decir en torno a la veracidad, hay que referirse a la confianza como un sentimiento necesario para el compromiso con la verdad, algo no menos vital para la vida en común. Pues ante la idea y el empeño de la verdad hay quien confía y quien desconfía.

En política, como en la acción por la justicia, la verdad es la verdad de los hechos y esta verdad no es de un solo filo, ni menos un asunto neutral, aunque ser imparcial sea inherente a la justicia. La verdad, en la acción pública, no es la verdad semántica o lógica, ni la verdad transcendental o moral. Pero combina algo de unas y otras, es decir, de la verdad teorética y de la verdad práctica. En la esfera pública la verdad no es el relato llano de lo evidente, sino este doble compromiso con lo propio de la certidumbre del conocimiento teórico y lo propio de la del conocimiento moral. Así, de un lado es el compromiso con la certeza y de otro con la veracidad.

En cuanto a lo primero, viene a ser equivalente a ponerse al servicio de la objetividad: decir la verdad de los hechos requiere evitar al máximo la subjetividad y todo amago de prejuicio o voluntaria tergiversación. Que la objetividad no pueda ser a menudo completa es algo que no debe hacer renunciar a ella. Sería renunciar a la verdad misma, pues un interés por la objetividad ya presupone un interés por la verdad. A la postre, ese compromiso por la certeza no deja de ser un avance en el conocimiento. Si nos limitamos a escuchar el testimonio de las partes enfrentadas en un conflicto, como entre árabes y judíos en Oriente Medio, y no indagamos más allá, preguntándonos por la historia verídica y por la condición y las demandas presentes de cada parte, no tendremos un conocimiento objetivo de la situación y será más difícil gestionar el conflicto. Por otro lado, la verdad exige un compromiso práctico con la veracidad. ¿De qué sirve, por ejemplo, la gratitud sin un práctico «mostrarse agradecido? ¿O la justicia, sin la práctica disposición a ser justo? Del mismo modo: ¿de qué sirve la verdad, o el «decir según la verdad», sin un «decir en verdad», o lo que es lo mismo, sin la veracidad por nuestra parte? La veracidad no impide la ignorancia ni el error, pero si la actitud contraria a la verdad. Es ésta la actitud que se refleja en conductas tales como la falsedad, el silenciamiento, el engaño, el autoengaño, la prevaricación o el falso testimonio. Ya Pascal escribía en sus Pensamientos: «La verdad está tan obnubilada en este tiempo, y la mentira está en él tan asentada, que, a menos de amar la verdad, ya no es posible conocerla». Hoy lo comprobamos sobre los hechos: cuando se calla la verdad, al final no se sabe ni siquiera donde está la verdad. No osamos buscarla, o lo peor, ya ni la reconocemos, y decimos que lo verdadero «nos parece mentira» (como reza el título de la novela de Daniel Sada, Porque parece mentira, la verdad nunca se sabe). Y como con la certeza, según acabamos de referir, el compromiso con la veracidad es también un paso hacia adelante; pero además de hacerlo en conocimiento, lo hacemos en liberación: por «amar la verdad», según dice Pascal. El respeto a la verdad no se limita por tanto a «decir los hechos», a su llana narración, sino que se pregunta por su cómo y su porqué, lo cual ya es la posibilidad de abrirse tanto a un encuadre más acertado como a interpretarlos, si cabe, de otro modo que el de su visión inicial. Así, pues, ante el trueque de la información por la desinformación, o de la verdad por la mentira, no haya quizás mejor remedio que mantener en alto el respeto por la verdad. La pseudo-información puede ganar batallas, pero la verdad sale vencedora en la guerra por el reconocimiento de los hechos.

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A la demagogia y la autocracia no les interesa la verdad ni creen en ella. En la puerta de entrada de Auschwitz figura en letras forjadas: «El trabajo hace libre». En ningún campo nazi de concentración o campo estalinista de trabajo se hubiera escrito en el portal: «La verdad hace libre». La verdad es y sólo puede ser para la dictadura y el populismo una mentira dicha muchas veces. «La mentira es la verdad» es el lema del gran Ministerio de la Verdad, el «Miniver», imaginado por George Orwell en su 1984, él, luchador antifascista y escritor antiestalinista. Trotski, el decisivo camarada de Lenin, dijo: «La verdad es revolucionaria». Pero irónicamente este revolucionario fue borrado de la historia por el régimen totalitario y nunca fue verdad que Trotski existiera como nunca ha sido que la libertad de expresión para decir la verdad exista en el Ejército a pesar de estar contemplada en una Ley Orgánica para los profesionales de la milicia. Decir la verdad está proscrito, expulsado de la Patria por motivos políticos.

Basado en Norbert Bilbeny Catedrático de Ética de la Universidad de Barcelona, «La justicia y el derecho a la verdad», 2017.

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REDACCIÓN