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Aunque tal vez el cine de los años 20 y 30 pueda parecer hoy carente de interés, o poco menos que una curiosidad del pleistoceno, dicho período fue especialmente fecundo en avances técnicos y vital en el desarrollo posterior del séptimo arte. Cierto es que ya quedan pocos supervivientes de las generaciones que crecieron y se emocionaron con películas mudas en blanco y negro, o que las recuerdan con nostalgia, pero, sin duda, merece la pena mostrar cuánto debemos a aquellos pioneros que sentaron las bases de la comunicación audiovisual, precisamente, entonces.

Fueron los locos años 20, la “generación perdida”, el auge del jazz, Joséphine Baker y el charleston, cuando Jean Renoir empleó por primera vez la cámara lenta en Sur un air de charleston en 1927, recreándose en los pasos de baile. Y fue en 1928 cuando se estrenó El cantor de jazz, primera muestra del cine sonoro. Los tiempos de la “ley seca” y el cine negro o de gángsteres –véase la Ley del hampa (1927) de Joseph von Sternberg, o los largometrajes protagonizados por el duro James Cagney: La senda del crimen (1930), Duro de pelar (1933) o Los violentos años 20 (1939)–. Fue la edad dorada del Sherlock Holmes interpretado por Cecil Rathbone; de los romances del galán Rodolfo Valentino (El caíd, 1921; El águila, 1926), y de las películas de aventuras protagonizadas por el gimnasta Douglas Fairbanks. Los años del cine surrealista de Buñuel –El perro andaluz (1928)– y del cine revolucionario de Serguéi Eisenstein –Octubre (1928) –. El momento del descubrimiento de Marlene Dietrich en El ángel azul (1930) –también dirigida por J. von Sternberg–, y de Boris Karloff –La novia de Frankenstein (1931)–. Las décadas en que el gigantesco John Ford –El caballo de hierro (1924); La diligencia (1939)–, o el enorme Alfred Hitchcok –El hombre que sabía demasiado (1934); Sabotage (1936)– dieron las primeras muestras de su talento. Y fue la hora del primer film de animación sonoro en color, Blancanieves (1937); y de unos jovencísimos y exitosos Katherine Hepburn y Cary Grant en La fiera de mi niña (1938).

Tratar el cine en el período de entreguerras significa hablar del cine mudo y de los grandes mimos cómicos Buster Keaton, Charles Chaplin y los hermanos Marx; y de la transición al sonoro que acabó con sus carreras. En Europa, obliga a hablar de la potentísima industria francesa y alemana; y también de la coyuntura histórica en la que la competencia con la industria estadounidense significó el desplazamiento de la capitalidad de las artes –incluido el cine– desde París y Viena a los Estados Unidos. Recordemos que en 1929 se inauguró el Museum of Modern Art (MOMA) de Nueva York, y, por la misma época, se produjo la emigración de Chaplin a Los Ángeles, seducido por las inmensas posibilidades que allí se le ofrecían. Ejemplo seguido, más tarde, por muchos otros artistas, actores y directores judíos europeos que hicieron fortuna en Norteamérica: Greta Garbo, Douglas Sirk, Michael Curtiz, etcétera.

Volviendo a Europa, debe señalarse que el cine francés vivió en aquel tiempo una auténtica revolución, que resumiremos en un puñado de películas que, por distintos motivos, tienen un hueco en la historia de la cinematografía. En primer lugar, cabe citar dos films que supusieron sendos hitos de la ciencia ficción por vías completamente opuestas. Una fue L’Inhumaine (1924) de Marcel L’Herbier, destacable por la colaboración de cineastas, arquitectos y artistas plásticos en la invención de un vanguardista mundo nuevo –anticipando no sólo la televisión, sino la pantalla plana–,­ rodada casi exclusivamente en interior. Y otra, Paris qui dort (1925), de René Clair, que, por el contrario, se desarrolla en su totalidad en exteriores urbanos perfectamente reconocibles. Para los aficionados a la ciencia ficción, es seguro que encontrarán en ambas películas muchas de las claves del género.

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Por otra parte, merece especial atención una película de temática histórica, Napoleon (1927), por las novedosas técnicas que Abel Gance aplicó en su producción, como sus espectaculares panorámicas o la proyección en tríptico. Esta última, registrada como Polyvision, consistía en la proyección simultánea de una imagen central principal acompañada por otras dos, a ambos lados, que completaban el significado de la central. Gance anticipó así el Vitarama, que se experimentó por primera vez en la Feria de Nueva York en 1937, y que daría lugar, a su vez, al Cinerama de los años 50. Este mecanismo implicaba filmar cada plano con tres cámaras sincronizadas situadas en paralelo, y, posteriormente, proyectaba la película con tres proyectores independientes de forma simultánea (uno para cada uno de los planos filmados), sobre una enorme pantalla curva. Un sistema precursor, a su vez, del Cinemascope, cuyo principio fue patentado en 1926 por Henri Chrétien con el nombre de Anamorphoscope. Un modo de grabación que comprimía la imagen en el eje horizontal, adaptándola al ancho del fotograma mediante un objetivo con lentes anamórficas, y, al proyectar la película, una lente inversa descomprimía la imagen.

La influencia de Gance en el cine francés fue enorme e inmediata, por ejemplo, en L’Argent (1928), del ya mencionado Marcel L’Herbier.

La otra gran potencia cinematográfica europea en el período de entreguerras fue Alemania, que, a pesar de las terribles dificultades económicas impuestas por Versalles, demostró una fuerza notable, plasmada tanto en el aspecto creativo como en su organización –viendo emerger la todopoderosa UFA (Universum Film Aktiengesellschaft)–. Aquel cine contó con una estética inicial propia, expresionista, que evolucionó con los tiempos hasta el rigor realista de la llamada “nueva objetividad”. Respecto a esta última corriente, no debe ignorarse la huella que Asphalt (Joe May, 1929) dejaría en La ciudad desnuda (Jules Dassin, 1948) pionera y referente –para los que desconocen su precedente alemana–, en la representación naturalista de la cotidianeidad en la urbe moderna.

Pertenecen al período expresionista alemán El gabinete del Dr. Caligari (Rober Wiene, 1920), Nosferatu (Friedrich Wilhelm Murnau, 1922) o Dr. Mabuse (Fritz Lang, 1922), coincidentes en un estilo visual inquietante, con planos inclinados, formas puntiagudas, líneas oblicuas, estructuras que se inclinan y giran, y sombras y luces pintadas sobre el suelo, así como sobre las paredes de los distintos escenarios. Pero no sólo: todas ellas inciden en el protagonismo de un arquetipo malvado o archimaligno que amenaza a la humanidad. Un modelo que sobrevolaría toda la década, influyendo, por ejemplo, en“M”. El vampiro de Düsseldorf (1931), de Fritz Lang.

De hecho, el mismo director provocaría una evolución en el género de ficción reelaborando un tema singularmente europeo y específicamente alemán: el mito prometeico o la creación humana del monstruo. Retomando el motivo de El Golem (Paul Wegwener, 1920), o –si se prefiere– del Frankenstein de Mary Shelley (1818), Lang dirigiría Metropolis en 1927. Una película en la que se advierten paralelismos con L’Inhumaine de Marcel L’Herbier tanto en el interés por el progreso tecnológico como en el protagonismo del ingeniero –el suizo Einar Norser en L’Inhumaine sería el científico Rotwang en la Metropolis de Lang–, pero que, en todo caso, denota en ambos la influencia de Julio Verne. En el mismo sentido, la presencia del reloj y la palanca como mecanismos que definen y gobiernan la modernidad es algo ya visto en Rien que les heures (Sólo las horas, 1926), de Alberto Cavalcanti. Sin embargo, al margen de las posibles influencias o rasgos de época, Metropolis es apreciable, sobre todo, por sus innovadores efectos especiales. Realizada en estrecha colaboración con Thea von Harbou, autora de la novela homónima (1925), su caso sería un notable precedente de la muy comentada relación entre Stanley Kubrick y Arthur de Clarke a propósito de 2001. Una odisea del espacio. La escala de los decorados y maquetas para recrear la inmensa urbe del futuro, así como el empleo del efecto Schüfftan como nunca antes se había hecho –ni imaginado–, supusieron un hito en la concepción del cine como gran espectáculo. Y la circulación de vehículos y personas a distintos niveles ejerció una notable influencia en numerosas visiones futuristas posteriores, desde la muestra Futurama de Norman Bel Geddes, en la Exposición Universal de Nueva York de 1939, hasta las megaurbes representadas en Blade runner o Minority report.

El cine alemán de entreguerras desarrolló también otra línea, pionera y plenamente vigente en la concepción del cine como gran espectáculo, en torno a la superación de grandes retos y, más específicamente, altas cumbres. Una vertiente más optimista, reflejo de una renovada ilusión, que se manifestó en epopeyas reales –como la escalada de la cara norte del alpino Mattelhorn por los hermanos Franz y Toni Schmidt–, y también en la gran pantalla. De esa nueva confianza nacieron proyecciones que exaltaban el heroísmo y el abrumador poder de la Naturaleza, plasmados tanto por Arnold Fanck (1889-1974) en Der Berg des Schicksals (La Montaña del destino, 1924) y Sturme über dem Montblanc (Tormenta sobre el Montblanc, 1930), como por Luis Trenker (1892-1990) en Der Heilige Berg (La montaña sagrada, 1926); Der Sohn der weißen Berge (El hijo de la montaña blanca, 1930) y Berge in Flammen (La montaña en llamas, 1931).

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Fruto igualmente de aquel renovado optimismo y confianza en sí de Alemania nacieron El triunfo de la voluntad (1935) y Olimpia (1938), de la actriz y directora Leni Riefensthal, cuyos hallazgos y maestría técnica, injustamente obscurecidos por sus simpatías políticas, cierran con broche de oro las dos décadas transcurridas entre las dos guerras mundiales. Probablemente, el período más fértil y decisivo de la historia del cine.

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Santiago Prieto