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Alguna vez he hablado aquí del gran historiador Luis Suárez Fernández, que, si Dios quiere, cumplirá un siglo de vida dentro de dos años. Su vinculación con el franquismo no le ha impedido, al contrario, estudiarlo con detenimiento, profundidad y el distanciamiento preciso para que sus obras, apoyadas siempre en una investigación rigurosa, no pequen nunca de hagiográficas. Naturalmente, la cultura dominante, que es de cuño social-comunista como el Gobierno que padecemos, no se lo perdona, al igual que algunos colegas no le tragan por el hecho de que la familia Franco decidiera poner en sus manos y sólo en las suyas, a través de la Fundación Nacional Francisco Franco, el archivo personal del Caudillo, con el que el profesor Suárez, de trayectoria académica por demás impecable, ha elaborado su monumental trabajo en ocho gruesos tomos que hoy por hoy es la mejor investigación histórica en torno a nuestro ayer por la tarde.
Y a esto vengo a referirme, a esa época que los enemigos del general no cesan de recordarnos desde su particular atalaya como si su punto de vista fuera el único con derecho a existir. La tentación totalitaria de la izquierda española, y tal vez de todas las izquierdas, ha estado omnipresente en nuestro pasado. Como ya Pablo Iglesias I y otros líderes de su cuerda —sobre todo Largo Caballero— se encargara de aclarar, todo va bien con ellos siempre que les convenga. Una vez quemada la etapa de usufructo de la moderación, aflora su verdadera faz, ésa que en Andalucía, por fin, parece haber sido identificada por los electores, aunque no sé yo si también por los elegidos.
Luis Suárez fue execrado en auto de fe socialista, entre el silencio de la masa borreguil y de la institución universitaria —él fue director general de Universidades con la “oprobiosa”— cuando tuvo la ocurrencia de discernir entre régimen autoritario y régimen totalitario a la hora de describir el de Francisco Franco. Al fin y al cabo, ¿qué sabía él de eso frente a los militantes de la (social) democracia? Tras el escándalo, fue exonerado del cometido encomendado por la Academia de la Historia: cubrir el tiempo franquista en su Diccionario Biográfico. Que yo recuerde, ni una sola voz autorizada se alzó entonces. Pero la trayectoria, y sobre todo el legado de Suárez Fernández están ahí, inmarcesibles, inmanipulables, insoslayables, negro sobre blanco en las diez mil páginas de su magna aportación, que yo, lentamente, estoy leyendo para enterarme de cómo fue realmente y cómo pasó aquel capítulo de cuarenta años del que somos hijos la generación española del baby boom. La misma duración tuvo la era socialista en Andalucía. ¿El mismo balance? Ustedes mismos.
Ahora, la llamada Ley de Memoria Democrática, que suena a constitución de la República Democrática de Alemania, intenta enmendar —cambien la ene por una ere y será más ajustado a la realidad— todo lo que huela al objeto de estudio de Suárez (uno más, porque el eximio intelectual ha indagado a fondo en los Reyes Católicos, los judíos, Carlos V, el mundo antiguo y la Edad Media en general). He sostenido, y me corroboro en ello, que tanto la ley de Zapatero como la de Sánchez como muestras de intervencionismo e intrusismo en el rol social de los historiadores no son más que huidas hacia delante para ocultar lo que viene ocurriendo en España, al menos, desde el 11 de marzo de 2004: el hundimiento de la Nación en una franca decadencia que haga posible la revolución silenciosa tan anhelada por la extrema izquierda que anida en el PSOE. Huir de nuestro pasado es, como bien saben los psiquiatras, el mejor aliado de la autodestrucción. Y sólo sobre la tierra quemada se puede edificar el paraíso marxista-leninista. La célebre foto de los soldados soviéticos izando su bandera sobre las ruinas del Reichstag —falseada o no, el mensaje es el mismo— con un Berlín arrasado al fondo es bien elocuente de lo que busca el comunismo siempre. En Ucrania, que es como decir en Europa, va estando claro. Ojalá no lo esté pronto también en Taiwan. Y aquí hubo un personaje histórico, guste o no su nombre, que se dio cuenta de ello casi desde adolescente, cuando acababa de estallar la Revolución Bolchevique: o se eleva el nivel de vida de todos los miembros de un pueblo o las cenizas de su bienestar las ocupan los enemigos de su libertad. Hoy, en España, vivimos en caída libre. Por eso es tan importante que la gente no compare. Y la mejor manera de conseguirlo es que nade en la ignorancia.
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