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Al cierre del año 2019 la deuda pública alcanzó el 118% del PIB, la de los hogares el 57´4% y la de las empresas el 73,8%. Ciñéndonos a estas dos últimas, la suma de esos porcentajes significa que los hogares y las empresas tienen una deuda que alcanza el 131% del PIB y que traducido a millones son 1,6 billones de euros. Y yo preocupado por los 61 euros que debo pagar mensualmente por el audífono. ¡Madre mía!
Leyendo a William Butler Yeast, premio Nobel de Literatura 1923, encuentro lo siguiente: “En Irlanda en aquel tiempo – finales siglo XVIII principios de XIX – el acreedor podía embargar el cadáver de quien hubiera muerto sin haber pagado su deuda, no permitiendo que fuera enterrado hasta el pago de esta”
¿Se imaginan que esta ley estuviera vigente en nuestros días aquí en España? Las calles de nuestras ciudades estarían tapizadas de cadáveres sin enterrar. Desde el humilde obrero hasta el director general de una de esas grandes compañías de relumbrón que tan solo era un zombi pringado de deudas hasta los cimientos de su sede social. Amas de casa, padres de familia, jóvenes; cadáveres de todas las clases sociales desde la proletaria hasta la nobleza permanecerían sin enterrar por haber muerto sin haber pagado sus deudas. Hospitales, tanatorios, residencias, incapaces de acoger semejante cantidad de cadáveres, se verían obligados a esparcirlos por las calles y plazas de las ciudades. Los bancos – esos lugares donde despiertan tus sueños para luego convertirlos en pesadillas – agotadas todas las posibilidades de cobrar las elefantiásicas deudas, levantarían verdaderos campos de refugiados para cadáveres. En fin, los cementerios aparecerían sembrados de cadáveres de quienes, al no haber pagado sus deudas, no podían ser enterrados.
Los pocos, poquísimos ciudadanos que supieron atender su economía y no contraer deudas, verían atónitos desfilar ante ellos el cadáver de aquel vecino, amigo, conocido, compañero de trabajo que, según el coche que conducía, la ropa que vestía, los viajes exóticos que hacía, las francachelas del fin de semana, el apartamento en la playa…parecía nadar en la abundancia, cuando en realidad tenía hipotecada hasta el alma. España sería un inmenso osario, un acromegálico tanatorio que día a día iría acumulando cadáveres sin enterrar embargados por sus acreedores, acreedores a los que les sería imposible cobrar a los familiares del finado debido a que ellos también estarían endeudados hasta la raíz del cabello. Las hojas y folios de los procedimientos de reclamaciones de deudas serían los sudarios que en volverían los cadáveres, mientras esperan inútilmente que alguien pague las deudas que contrajeron en vida para poder ser enterrados. Un olor a putrefacción y formol envolvería nuestra piel de toro, mientras las moscas revolotean por encima de los cadáveres y los gusanos harían de ellos su pienso.
Afortunadamente esa ley irlandesa del siglo XVIII no existe en España, aunque pensándolo bien, si no queremos que España se convierta en un cadáver sin enterrar y embargado, vamos a tener que pagar entre todos los españoles, culpables y no culpables del desaforo consumista, esta descomunal deuda privada a la que deberemos de sumar la increíble deuda pública en la que nos ha metido este gobierno de nuestros pecados – lo hemos votado entre todos – para poder hacer frente a los desatinos de una crisis nunca admitida y peor gestionada.
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