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Ocurrió, que pronto se creyó el rey del mambo. Tenía don de gentes, sabía ser llano cuando tenía que serlo y conectaba bien con todo el mundo. Era amigo de muchos y consiguió favores para España, y ahora sabemos que también para él, que esto siempre se sospechó. Además, jamás perdió ese pedigrí de haber sido elegido por Franco como su sucesor a título de Rey, de quien me consta sigue teniendo una buenísima opinión -al contrario que sus lacayos-, como quedó demostrado en el libro “El Rey”, basado en las conversaciones que mantuvo con José Luis de Vilallonga… El hoy Emérito no tuvo que abdicar. Los reyes mueren en la cama. Y a otra cosa mariposa.  

Con grandes ideas en la cabeza, en realidad ninguna, porque a nadie medianamente inteligente se le escapaba que lo suyo era apariencia, lo suyo fue desde el principio un ir hacia adelante viendo en qué quedaba todo. Si esto de la Monarquía continuaba, bien para él, si no lo hacía, se iría con las manos llenas, pues ya tenía una buena buchaca desde los tiempos que era Príncipe de España y a la Zarzuela llegaban esos empresarios habidos de favores, honores y prebendas (lo contó Ruiz Mateos). Además, ¡qué coño!, un rey en el exilio tiene mucho glamur. Fíjense si no en su cuñado, Constantino, que salió de Grecia con lo puesto y hoy no hay quien le tosa. Además, con su imagen podría ser la cara visible de algunas firmas comerciales, sin rechazar nada, que todo el mundo tiene que vivir.  

    ¿Sabría Franco esto de los empresarios? Hombre, por Dios, pues naturalmente. Lo que ocurre es que Franco sabía que los Reyes, todos ellos, son comisionistas por si acaso, y sin por si acaso también.

    Ojo avizor, que para eso era cazador, pronto vio que lo suyo era ganarse a la izquierda, y no tuvo que emplearse mucho. A Felipe González, al hijo del vaquero y tan tremendamente ambicioso que sabía que sin el Rey no podría llegar, al menos pronto, a ser jefe del Gobierno, se lo ganó en un santiamén. Fue algo así como coser y cantar. Con Carrillo fue distinto, ambos guardaron un poco más las apariencias. El hoy Emérito no podía ocultar que desconociera el iter criminis de la repugnante “Rata de Pontejos” (como se le conocía en el Madrid que sometió a su terror) y la Rata no podía echarse en brazos del Borbón a las primeras de cambio. Y ambos esperaron. Entonces, cuando se confeccionó la campaña al unísono se fundieron en un abrazo: El rey Juan Carlos I era un demócrata visceral y convencido que había borboneado a Franco, y Santiago Carrillo un hombre de Estado que por encima de sus ideas ponía el bien de España, que ahora ya no la quería roja. Campaña que todavía sigue funcionando. Con todo, ambos no hacían otra cosa que ejecutar un plan trazado que venía de bastante atrás. Un plan que había intentado su padre con todo tipo de ralea, pero que al no ser elegido por Franco ni ser entronizado mediante un golpe de Estado, todo quedó en agua de borrajas, esto es, diluyéndose de manera repentina todo lo diseñado. Y es que sin Franco nadie podía colocarse la corona, a menos que fuera la que se colocó Juan III de Estoril, la de papel. Quedémonos entonces que el rey, el hoy Emérito, hace vips a estos dos personajes: a Felipe y a la Rata.

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    Con este apoyo, más el de las Fuerzas Armadas por su cargo, más el de los miembros de la Casa de Alba y pocos más, más el de los dirigentes del Partido Popular, que por más desprecios que sufrieran, pongamos que José Mª Aznar, nunca han dejado de ser monárquicos liberales, el Emérito se creció de forma y manera inconsciente. Comenzando una loca carrera como rentista, comisionista y mujeriego… Y el Rey no estaba desnudo porque todos le tapaban y para el pueblo era “campechano y gracioso”.

    Despidió al general Armada, la persona que a juicio de la Reina era el único que podía salvar la Monarquía y también al muy servil Sabino, a quien dio la notica cuando el servidor acompañaba al hoy Emérito a un acto lúdico… “Sabino, mañana no vuelvas”. ¿Imaginan ustedes lo que debió sentir aquel hombre que lo venía dando todo por su rey y señor? Luego, es verdad que Sabino fue a todos los platos de las televisiones a decir que sabía mucho, pero que no podía decir nada, dejando siempre la sospecha que algún día podría hablar, es más, dijo varias veces que estaba escribiendo cosas… Lo que posiblemente sospechó el Monarca, de ahí el título que le concede, conde “de Latores”. 

    A partir de ese momento los secretarios, jefes y demás de su Casa fueron personajes de segunda categoría, y algunos hasta de tercera, no otra cosa que relaciones públicas. Un fiasco. Tanto, que muy posiblemente son los que le hayan  metido en el embolado en el que hoy se encuentra. Con lo fácil que es comprender que a las cortesanas se las paga, cuantas veces sea necesario, que para eso el dinero sale del pueblo, que no hace falta meterlas el miedo en el cuerpo, porque puede ser tan grande ese miedo, real o imaginado, que no les quede más remedio que denunciar. 

    Juan Carlos I no debió abdicar, los Reyes no lo hacen, y además lo suyo era ser representante de una Monarquía instaurada, que de ahí venía su legítima de origen, siendo que si no cumplía lo jurado, que era su legitimidad de ejercicio, no podía dejar de sucesor a nadie. No debió, y mucho menos siendo insistentemente presionado por su entorno más cercano. Un oso, aunque esté borracho, lo puede matar cualquiera; los líos de faldas son siempre perdonables, y se nos dice: “el espíritu a la verdad está pronto, más la carne es flaca”, y llevarse una “mordida” por conseguir negocios multimillonarios para España no debería ser delito, aunque la mordida se le distraiga al fisco, cuando estamos hablando de una persona que vive del Estado sin hacer prácticamente nada.  

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    Se tuvo que haber esperado a que falleciera de muerte natural y en su cama. Rodeado de los suyos y con los correspondientes auxilios espirituales, que para eso el Emérito ha demostrado siempre ser católico con muestras ostensibles. Lo que desde estas líneas le agradezco, porque la Monarquía española –aunque sea lo que es ésta, una apariencia de algo que no es verdadero ni real- es católica o no es nada.  

    Después hubiéramos sido los españoles quiénes decidiéramos la forma de Estado más conveniente, eficaz y operativa que hubiéramos considerado para estos tiempos, que en esta ocasión no lo decidiría un comité de locos ni cuatro espantajos republicanos izquierdistas, masones y pendencieros, sino todo el pueblo español del que según la Constitución “emanan todos los poderes del Estado”. Todo hubiese resultado ordenado, legal y sin dar voces al pregonero. Así de claro y de suficiente.

    De ahí ahora el papelón del hijo, Felipe VI, que no sé si con la intención del padre, también él se ha querido atraer a la izquierda, en su caso dando un paso más allá, contrayendo con una mujer que profesaba dicha ideología (“Felipe, ¡dales caña!”, aborto, ateísmo, Sabina y demás). Aunque puede que esto de la elección que tanto disgustó a sus padres y a muchos otros fuera por amor. Al tiempo que con la elección se igualaba al resto de los españoles (bien es cierto que no en lo fundamental, que sería la elección), que esto a la izquierda le gustó mucho, al tiempo que destruía el mito de que los reyes y las reinas nacen, no les hacen.

Autor

Pablo Gasco de la Rocha