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Artículo publicado en «Mas». 31 diciembre 1.966

 

Cuanto ahora escribo carece de la terminología y del talante propio del especialista que avanza con asepsia sobre un título de la ley, lo examina con frío rigor y emite con énfasis su diagnóstico.

Yo soy un hombre de mi tiempo, encarnado, como ahora se dice con demasiada frecuencia, en una coyuntura histórica, y no puedo, ni quiero tampoco, desplazarme de ella para juzgar como un ausente lo que tiene pálpito y sangre, corazón y vida.

Dentro de la ley constitucional que organiza el Estado, y que se aprobó por referéndum el 14 de diciembre de 1.966, hay un Título, el II, que lleva como rúbrica; «El Jefe del Estado». Su fi­gura aparece delineada en siete artículos de importancia extrema. Basta para una calificación de este tipo advertir, que «el Jefe del Estado es el representante supremo de la Nación; personifica la so­beranía nacional; ejerce el supremo poder político y administrativo; ostenta la Jefatura nacional del Movimiento…; sanciona y promulga las leyes y provee a su ejecución; ejerce el mando supremo de los Ejércitos de tierra, mar y aire; vela por la conservación del orden público en el interior y la seguridad del Estado en el exterior; en su nombre se administra justicia; ejerce la prerrogativa de la gracia…» .

Hemos omitido de propósito en la enumeración de atribuciones y responsabilidades, reproducidas del artículo 62, de la Ley, aquella que de un modo especifico encomienda al Jefe del Estado como misión de su alta magistratura, que cuide «de la más exacta observancia de los Principios (del Movimiento) así como de la continuidad del Estado y del Movimiento Nacional».

Me interesa que el lector se fije y medite la palabra continuidad, y su contenido. Una lectura apresurada del texto que estudiamos podrá sobrevolar la idea y dejarla atrás sin la atención que merece. Hagamos hincapié en ella, toda vez que un análisis más meticuloso del Título II nos llevaría a escribir un trabajo de índole monográfica, que no cabe en este lugar y que tampoco interesa a la mayoría.

La continuidad es todo lo contrario del inmovilismo o del fixismo, como aclaran algunos. Se continúa un itinerario, aunque el tren, para repostar, recoger viajeros, cambiar de maquinistas y empleados, pare en el camino y se detenga junto al andén de las esta­ciones. La continuidad es signo de vida, de ánimo voluntarioso, de espíritu de realización y de empresa.

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Por eso mismo, continuidad no es agitación, como máscara de salud y de optimismo, ni retroceso cobarde a los puntos de arrancada, ni desdibuje del continente o del contenido, hasta el punto de que no sea posible la identificación del ser o de la criatura polí­tica que se puso en marcha, vacía de enjundia o trasmutada en su esencia.

Continuidad del Estado y del Movimiento, como quehacer propio de su Jefe, equivale a asumir la tarea ardua y difícil de discriminar en cada momento y en cada etapa política, si esta o aquella determinación, ésta o aquélla ley, éste o aquél programa de gobierno, pueden contribuir o no a que el Estado y el Movimiento continúen, desarrollen hasta el límite de las posibilidades humanas los principios que les ofrecen aliento y constituyen su razón de ser, o, por el contrario, los estratifiquen, cristalizándolos y convirtiéndolos en algo mineral e irreversible, o los corrompan, haciéndolos inviables y transformándolos en sus antípodas.

Para ello, no basta acudir en consulta a un diccionario de acertijos, ni a un cálculo estadístico de probabilidades. La política no es un cuaderno de problemas con las soluciones aparte redactadas en exclusiva para uso del profesor. La política es un arte en el que no hay acertijos sino aciertos o equivocaciones, cuya repercusión trasciende a la familia nacional, y aun se alarga, a veces, a esca­las de mayores niveles.

De aquí, que el hombre que encarne la Jefatura del Estado deba reunir cualidades poco comunes, que escapan a la tarea adminis­trativa, a la didáctica del profesor, al verbo arrebatado del orador patriota, a la conducta ejemplar del empresario modelo. El Jefe del Estado, pese a la responsabilidad del Jefe de Gobierno y de los ministros del Gabinete, ha de tener un olfato político, una intuición personal del futuro, un carisma profético, que le habilite para desvelar la tiniebla de lo que aguarda, para encontrar, como una brújula, como una varilla de zahorí, la orientación segura y el caudal oculto, que deben servir de norte y guión para el trazo a grandes líneas del quehacer nacional.

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Si es cierto que las instituciones son mucho; más aún, son indispensables, como garantía y cauce que se levanta y opone a la violencia de las aguas, lo que importa son los hombres que empujan a la corriente, que saben la hora precisa del rebosamiento que enjuga y del estiaje que corrige la humedad en exceso.

Quizá, a esta prudente estima de las condiciones personales del Jefe del Estado, se debe que, para el momento del remate de la etapa fundacional -una Monarquía en fundación, dijo una vez Sánchez Agesta-, la Ley no juegue con un automatismo que podría ser contra­dictorio con las exigencias de continuidad del Estado y del Movimiento.

Las funciones de la Jefatura del Estado, en su día, y de acuerdo con el mecanismo previsor del ordenamiento constitucional aprobado, pueden ser asumidas, previa la investidura legal, por el Rey o por el Regente, y con carácter provisorio, en caso de enfermedad o de ausencia del Jefe del Estado, cualquiera que este sea, por el heredero de la Corona, si lo hubiere, o por un organismo Colegiado: El Consejo de Regencia.

En cualquier supuesto, y como resulta del artículo 9º reformado de la Ley de Sucesión, no puede olvidarse que tanto el Rey, como el Regente, y el heredero o sucesor de la Corona, precisan, como es lógico, para desempeñar la Jefatura del Estado, un juramento previo de «lealtad a los Principios que informen el Movimiento», de cuya continuidad, el artículo 6º de la Ley Orgánica los constituye en celosos guardianes.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Autor

REDACCIÓN