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Hace unos días, concretamente el pasado día 28 de octubre se ha cumplido el 21 aniversario de la muerte de Rafael Alberti, el gran poeta de la Generación del 27, y como no quiero que tal triste acontecimiento pase sin pena ni gloria, me permito reproducir el articulo que publiqué hace un año. Pasen y lean:

Me van a permitir que les reproduzca dos escenas «divinas» que me he encontrado buscando datos sobre «El Mono Azul», el semanario que dirigió y desde el que mandaba «a paseo» a sus adversarios políticos.

La primera tiene como protagonista a Ortega y Gasset y se hizo eco de ella después en su ensayo «En cuanto al pacifismo». Reproduzco:  «Y con ese ánimo descorazonador y triste le llegó el 18 de julio de 1936. Una tristeza que se convirtió en preocupación y miedo cuando recibió la noticia del asesinato de Calvo Sotelo y más cuando los milicianos acabaron a sangre y fuego con la sublevación militar del Cuartel de la Montaña.

Tan sólo 4 días después una tarde se presentaron en su domicilio particular un grupo de milicianos armados que tras aporrear la puerta con sus fusiles entraron con un manifiesto que tenía que firmar. En aquella situación se produjo la siguiente escena:

– “¿Qué queréis? –les preguntó la hermana, con el miedo reflejado en sus ojos, y más sabiendo como sabía que su hermano estaba muy enfermo en la cama.

– Venimos a que el “Sabio” firme este “papel”.

– ¿Y qué es eso?

– Un Manifiesto. ¡Hay que acabar con los asesinos fascistas!

– ¡Que lo firme ahora mismo o lo matamos!

Y la hermana cogió aquel papel y se lo llevó al dormitorio. Naturalmente cuando Ortega leyó el texto gritó furioso: “Eso no lo firmo yo ni aunque me maten”.

– Por favor, Pepe, que estos son capaces…

– ¡Pues que me maten!, yo no firmo esa locura… Sal y se lo dices así.

Y con espanto, aunque tratando de evitar lo peor, trató de ganar tiempo y les dijo:

 

– Mi hermano dice que esto no lo puede firmar él, pero que si se cambian algunas cosas está dispuesto a firmarlo.

Y aquellos radicales se miraron, dudaron y dijeron:

– Está bien, así se lo diremos a los del Comité, pero volveremos.

– ¡Sí, volveremos, Don José tiene que dar la cara para acabar con los asesinos fascistas!

Y dando patadas a la puerta salieron de la casa.” 

María Teresa León y Rafael Alberti.

Naturalmente el filósofo ya no lo dudó y en cuanto pudo, y a pesar de estar enfermo, se puso en contacto con su hermano Eduardo, que tenía buenas relaciones con algunos miembros del Gobierno y con la directiva del PSOE, y en pocos días salió de España con su mujer y sus tres hijos. El 1 de agosto ya estaba en Paris… «Y así consiguieron las firmas de otros escritores e intelectuales que llenos de miedo estamparon su firma», escribiría en su ensayo.

La otra tiene que ver con don Gregorio Marañón y la cuenta uno de sus biógrafos: «Y así llegó el 18 de julio y la sublevación militar y parte de la España que no quería morir en manos de la otra España. 

Afortunadamente para él, y gracias a la grandísima labor que había desarrollado en el Hospital Provincial de Madrid con los más pobres, Marañón no fue perseguido por los milicianos como lo fueron Ortega y “Azorín”. Durante unos meses siguió trabajando y escribiendo, aunque preocupado por lo que estaba sucediendo a su alrededor. Hasta que llegó la matanza de la Cárcel Modelo de octubre y noviembre y supo que entre los fusilados sin juicio alguno estaban Melquíades Álvarez y los exministros Martínez de Velasco y Rico Avello porque entonces no se pudo contener y se fue directamente a ver al Presidente de la República, que ya era Azaña, su “bestia negra” y según contaría mucho después en el diario “Pueblo”, que dirigía Emilio Romero, la conversación que tuvo con Azaña más o menos fue así:

– Señor Presidente ¿sabe usted ya lo de Melquíades?

– Sí, Marañón, lo sé y estoy tan apenado como usted. Ha sido un crimen, más que un crimen, un disparate, Melquíades era un hombre bueno y demócrata.

– Entonces, ¿sabrá usted a lo que vengo?

– Doctor Marañón, pida usted lo que quiera y le será concedido.

– Quiero marcharme de España, yo no puedo vivir ni un día más en una España asesina, la que ustedes han querido hacer.

– ¿Y qué cree usted, Marañón, que pienso yo? ¿Usted cree que a mí no me gustaría también marcharme de esta España?… Pero, no puedo, estoy, como Prometeo, amarrado con cadenas.

 

– Señor Presidente, pues yo no estoy amarrado ni esta es ya mi República, ni mi España… así que espero que me dejen, al menos, salir vivo y con mi familia.

– Espero que pueda hacerlo… aunque yo le sugiero que se busque un motivo para justificar su salida. El Gobierno está ya en manos de Largo Caballero, y ese se ha vuelto loco, quiere hacer la revolución que hizo Lenin e implantar en España la dictadura del proletariado.

Y en esa labor empleó Marañón varios meses, hasta que consiguió que la “Alianza de Intelectuales Antifascistas” de París, que presidía su amigo André Gide (que por cierto ya había roto con los comunistas, desengañado tras un viaje a Moscú) le invitara oficialmente a dar una serie de conferencias en la Sorbona. Pero mientras tanto siguió realizando una labor humanitaria impagable, porque con su enorme prestigio consiguió salvar muchas vidas en el Madrid miliciano, entre ellas la de don Ramón Serrano Suñer, a quien sacó de la cárcel Modelo y se lo llevó a una clínica privada, de la que pudo escapar luego con vida».

El «depurador» Rafael Alberti

El 18 de julio los Alberti estaban de vacaciones en Mallorca y allí, en la gran masía de Sa Porrasa, en el término de Calvia, del poeta Louis Aragón, reciben la noticia de la rebelión militar de Melilla y alborotados y llenos de pánico lo recogen todo y en una embarcación que les proporciona el capitán Bayo, que ya había desembarcado para reconquistar las Baleares en nombre de la Generalitat, salen disparados hacia Valencia, donde se enteran de la toma y matanza del Cuartel de la Montaña y lo que está sucediendo en Madrid.

El 26 llegan a la capital y sin perder tiempo se ponen al frente de la Alianza de Intelectuales Antifascistas y comienzan su labor revolucionaria entre la ardiente población madrileña, que ya está enloquecida por las consignas y las soflamas incendiarias de Dolores la Pasionaria («¡No pasarán!»).

Rafael Alberti.

El 28 se formaliza la Alianza y Rafael Alberti se autoelige Secretario ejecutivo y al tiempo Presidente del Comité de Depuración (a imitación del Comité de Salud Pública de la Revolución Francesa desde el que Robespierre sembró el terror con los juicios populares y la guillotina) que se instala en el incautado palacio de los Marqueses de Heredia-Spinola (el «Bon vivant» Alberti y su compañera María Teresa eligen las habitaciones más lujosas del semisótano para cuidarse de los bombardeos de la aviación nacional)… y allí, y desde allí, comienzan a redactarse las listas de la represión, que abarca a los escritores, intelectuales y profesionales liberales no adictos o poco adictos, no a la República sino al comunismo emanado de Moscú (…) 

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“A poco que supe confidencialmente que se había constituido… una comisión de depuración (tal era la palabra usada) al profesorado de Universidad. Esa comisión propuso la cesantía de varios catedráticos de la Facultad de Filosofía y Letras. La lista iba encabezada con mi nombre. Los comisionados consideraban urgente el sacrificio de mi persona… En virtud de la comisión llamada depuradora mi nombre iba a ser publicado como cesante y mi persona entregada a las ruines pasiones de los asesinos; hube de pensar en la necesidad de abandonar Madrid”. Manuel García Morente).

El Mono Azul

Pero, Alberti, ya desatado en su afán antifascista y con la ayuda de la embajada rusa pone en marcha «El Mono Azul», una publicación, de momento semanal, que pretende ser el órgano de expresión de la Alianza de los Intelectuales y a la vez vehículo doctrinal para los soldados de los frentes… y suya es la Coplilla de presentación: «El Mono Azul tiene manos, manos que no son de mono, que hacen amainar el tono de monos que son marranos. No dormía ni era una tela planchada que no se comprometía. El Mono Azul sale ahora de papel, pues sus papeles son provocarle las hieles a Dios Padre y su señora. ¡ A la pista, pistola ametralladora, mono azul antifascista! ¡Mono Azul! salta, colea, prudente como imprudente, hasta morir en el frente y al frente de la pelea (Ya se mea el general más valiente) ¡Salud! mono miliciano, lleno, inflado, no vacío, sin importarle ni pio, ni ser jamás mono-plano. Tu fusil también se cargue de tinta contra la guerra civil». (¡Dios, y esto lo firma el Marinero en tierra!)… 

Y de Bergamín el primer mensaje a los milicianos que sí luchan en la Sierra..: «El Mono Azul viene a cantar vuestra lucha, vuestra guerra, como lo que es, como una victoria. Vuestra victoria, aunque esta victoria no llegue todavía sin sangre. Pronto la esperamos, precisamente por la sangre, sangre viva de nuestro pueblo, que manos fratricidas están vertiendo ante nuestros ojos y empapando vuestros vivos monos azules».

                                                                        Portada de El Mono Azul.

«El Mono Azul» se publicó en Madrid de una manera muy irregular a lo largo de 47 números, desde agosto de 1936 hasta febrero de 1939, la mayor parte aparecidos en 1936 y 1937, pues en realidad en 1938 sólo fueron dos y en 1939 uno. Los diez primeros números contaban con ocho páginas, luego quedaron reducidos a una sola hoja e incluso una sola página que se imprimía entre las páginas de «La Voz»… Pero, de lo que no cabe duda es de que fue un éxito a nivel político, el éxito de Alberti, María Teresa León y José Bergamín.

Era lo que le faltaba. Porque inspirador de la Alianza Antifascista, Presidente del Comité de Depuración y ahora Director de un periódico (aunque fuese semanal) ya es el amo del Mundo de la Cultura… y no un amo cualquiera, pues su sección «A paseo» llega a ser el Tribunal Supremo de la vida o de la muerte, ya que los analfabetos y radicalizados milicianos (¡ojo, y milicianas!) toman sus artículos como sentencias. Alberti, a favor, la vida… Alberti, en contra, la muerte. Porque los paseos literarios del poeta (¡Dios, que lejos queda el marinero en tierra!) rápidamente se transfiguran en el paseo que conduce a una cuneta perdida o a las tapias de un cementerio. Alberti, Dios. Alberti, Diablo.

Y para que no haya dudas centrémonos en dos de los «Paseos», sólo dos por razones de espacio, de los más reconocidos, los que les dedica a Unamuno y a Baroja. 

A paseo

«Don Miguel de Unamuno, no. Esa especie de fantasma superviviente de un escritor, espectro fugado de un hombre, se alza, o dicen que se alza, al lado de la mentira, de la traición, del crimen. Unamuno fue siempre propenso a meter la débil agudeza de su voz en aparentes oquedades de máscara. Máscara Don Quijote, para él. Máscara el Cristo de Velázquez. La autenticidad del escritor revelaba entonces dignamente el secreto trágico de tales nobles mascaradas. Pero ahora no es una voz en grito angustiado de tragedia la que viene a decirnos su palabra. Es algo terrible para él, angustioso de veras para la dignidad humana de la inteligencia. Es la más dolorosa de todas las traiciones: la que se hace el hombre a sí mismo por la más innoble de las cobardías; la que reniega, rechaza, abomina de la excelsa significación de la palabra, de la vida, de la independencia, de la libertad.

Esta horrible mentira, encarnada entre los labios del superviviente Unamuno, ¿qué nueva perspectiva sangrienta y amarga nos abre ante su pasado, manchándolo y envileciéndolo quién sabe durante cuánto tiempo ante las generaciones futuras?» (Y esto porque ya han sabido en Madrid que el ilustre Rector Don Miguel ha aplaudido el Alzamiento de Franco y Mola).

                                                                            Páginas de El Mono Azul.

Extracto de A Paseo: «A un viejo chocho. Pío Baroja», titulado «Los muertos que andan»

“Se viene hablando ya demasiado de este vejestorio, de este saldo literario que nos legara la desdichada «Generación del 98». Se le ha dado demasiada importancia a este viejo chocho, cuya principal manía consiste en desentonar del común de los mortales para labrarse –él, casariego y comodón empedernido- una aureola de individuo independiente, cuando la realidad, la vergonzosa realidad, nos descubre la poca hombría del sujeto… una cuerda suspendida en un árbol a veces vale por un poema. ¿Qué esperas, Baroja, para escribir el último capítulo sincero de tu vulgarísima vida?”.

(Y eso porque el grandísimo novelista antes de irse al exilio le ha dicho a un periodista:  «No me lo preguntéis más, ni soy comunista, ni lo seré mientras viva. El comunismo es la negación de la libertad y los comunistas verdaderos usurpadores de la clase social, depredadores de la clase obrera y están abocados al fracaso desde su mismísimo origen. Me repugna esa utopía»).

Naturalmente, en este caso los dos invitados se salvaron del paseo miliciano porque uno estaba en la Salamanca ya nacional y el otro ya estaba en París.

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Sí, fue el terror, el «Reinado del Terror» impuesto por el «Comité de Depuración» del Excelentisimo Señor D. Rafael Alberti… que motivó la «huida» de cientos de profesores, ingenieros, arquitectos, notarios, abogados y sobre todo Médicos (sólo entre agosto, septiembre y octubre del 36 llegaron a México más de 500)… que luego por arte de birlivirloque pasaron a ser exiliados franquistas. El «agit-pro» hace estos milagros.

Y aquí podría terminar esta historia, pero no me resisto a contar los casos de Ramón Gómez de la Serna y Alejandro Casona, dos hombres durante muchos años considerados de izquierdas y amparados por el comunismo camaleónico… y de pronto borrados y tachados de la lista de «amigos».

El caso de Gómez de la Serna es de antología: El padre y genio de las «greguerías» huyó de Madrid (sí, huyó) el 29 de agosto de 1936, lleno de miedo y tras firmar a la fuerza con un pistolón en el pecho el Manifiesto de la Alianza Antifascista y ya no volvió hasta 1949, al enterarse un día de que su tertulia del «Pombo» se va a reabrir sin su presencia… ello hizo que se moviera para regresar a España, donde le esperaba una visita pagada de dos meses que le habría ofrecido su amigo Jesús Rubio, a la sazón Subecretario de Educación y más tarde Ministro.

En abril ya está en España y el 25 de mayo llega a Madrid, donde es bien recibido e incluso agasajado. Tanto que hasta Franco, ya en pleno apogeo de su poder, lo invita y le cita a una audiencia en el Pardo (al parecer, según Serrano Suñer, el Caudillo era un gran admirador de las «greguerías» del genio). A su vuelta a Buenos Aires, y según  le contó a Juan Ignacio Ramos, Consejero de la Embajada de España, notó que las puertas de las izquierdas marxistas se le cerraban a cal y canto. Que uno de los más brillantes intelectuales del exilio acudiera al Pardo a la llamada de Franco y además hablase bien del «asesino» era un pecado mortal, que ya no le perdonarían ni hasta después de su muerte. Pero Ramón no se rindió y todavía le quedaron arrestos para escribir que «sólo el invicto Caudillo había salvado a España de las fuerzas del mal y del caos más repugnante del mundo».

A raíz de estas palabras  -le contaría a su viejo amigo Manuel Aznar- vino a verme un inteligente escritor y le conté la verdad de lo que había vivido en mi viaje a Madrid y diciéndole que el único grande hombre que había visto en España había sido Franco… ¡y esa fue su muerte política!, porque la izquierda española y los cerebros del «agit-pro» se encargaron de destruir su imagen y presentarlo como un traidor a la causa de la libertad.   

Y el caso de Alejandro Casona es para llorar: «¡Ay! Pero “la ley del silencio” de la Izquierda española es implacable. A quien se expulsa del “batallón del talento” se le envía directamente al Calvario. De pronto, Alejandro Casona dejó de existir… y eso le amargó sus últimos años de vida, moriría el 17 de septiembre de 1965 en Madrid.

– No entiendo lo que está pasando, Federico – le diría a su amigo de antaño Federico Carlos Sainz de Robles, cuando ya su “Dama del Alba” llamaba a su puerta –. No entiendo por qué ayer todo eran aplausos y hoy todo son silencios. ¿Qué les he hecho yo para que me traten así? 

– No te preocupes Alejandro, ya sabes como son.

– No, amigo mío, yo les di lo mejor de mi juventud y siempre estuve a su lado, y me he pasado la mejor parte de mi vida en el exilio ¿Qué más quieren?

– Pues, ya sabes lo que quieren, quieren que tú hagas lo que ellos no se atreven a hacer y te vayas al Pardo y le digas a Franco que es un asesino… y que digas que España es una cárcel, y que los españoles estamos atados con cadenas, y que el pueblo esta muriéndose de hambre…

– Pero eso no es verdad, yo no he visto esa España a mi regreso… (tras una pausa)… Ahora lo entiendo. Fue lo que me dijo Alberti en Roma. Sabes que cuando volví, y en cuanto pude, un día me fui a verlos, a él y a ella, María Teresa, pues con los dos había tenido muy buenas relaciones en Argentina… y la verdad es que ya no eran los mismos conmigo. Sobre todo, él. Rafael me acusó directamente de «tonto útil», de estar colaborando con el tirano… Naturalmente discutimos, porque yo no podía aceptar que Madrid, que España, era una cárcel ni que la gente se moría de hambre…

-No sigas, Alejandro, ni te amargues la existencia, ya sabes como son.

– Bueno ¿sabes lo que te digo, Federico? Que a mí ya me da todo igual, mi conciencia está tranquila y mis Diablos se han ido de paseo

– Mira, Alejandro, ahora lo que tienes que hacer es descansar y cuidarte. En cuanto te mejores nos vamos tu y yo con Rosalía a tu Asturias querida y allí, en Besuyo, cantaremos el “Asturias patria querida”.

– Pero ¿qué dices?, si ya está aquí la Dama del Alba».

Bien, pues ya han visto la otra cara del gran Alberti, que no todo lo que reluce es oro… O sea que Lorca tenía razón: Cuando un poeta se hace militante de un Partido deja de ser poeta. 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.