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Anoche, rebuscando una vez más en el Baúl de Mis Recuerdos (ese problema de los viejos), me topé con una nota que decía:
“Conversación con Ramón Serrano Suñer y Dionisio Ridruejo”, y solo por curiosidad la saqué y la leí:
—“Y tú, Dionisio, que fue lo que viste en José Antonio para que te enamoraras de él como lo hiciste?”
— “Pues, el estilo, Ramón, el estilo. En aquella España en la que se habían perdido las formas, las buenas palabras, el tono de voz (todo el mundo gritaba), la compostura y comenzaban a perder prestigio la corbata, el vocabulario y el sombrero José Antonio mantuvo la pulcritud en el vestir, el buen tono hablando, el diccionario en sus palabras y la educación (recuerdo que un día en Valladolid estábamos en una cafetería y a una señora que estaba sentada con otras en la mesa de al lado se le cayó al suelo el bolso y José Antonio, raudo, más que los demás, se levantó a recogérselo y con una de sus encantadoras sonrisas le dijo: “Señora, el bolso”…. Y la señora, embaucada, como solía pasar, se levantó y le dio dos besos)”.
– — “Sí, es cierto, es cierto, José Antonio en el fondo era un Dandi, tanto que hasta le limpiaban los zapatos dos veces al día y llevaba siempre en el bolsillo un pequeño diccionario de la Real Academia. Para él las palabras eran Santas y me consta que en el Parlamento se cabreaba un día sí y otro también cuando veía y oía lo que allí se podía escuchar y ver. Pero ya que hablamos de José Antonio y de su estilo lacónico, que como sabes lo citó incluso al comienzo de su discurso de la Comedia, te voy a enseñar algo curioso, que nunca te he enseñado. Verás:
(Y don Ramón se levantó y casi arrastrando los pies se acercó a la estantería y cogió una carpeta con recortes de periódicos y se volvió). Verás, aquí guardo, todavía como oro en paño, la copia de un artículo que escribió y que tiene su Historia. Un día del mes de abril del 36 me mandó copia de un artículo que había escrito para “Informaciones” y que el Gobierno le había censurado. Luego se publicaría, pero ya en enero de 1940.
Y dirigiéndose a mí me dijo”:
— “Toma Merino, tú que tienes buena voz y eres joven, léelo. Ya veréis como es un placer leerlo y recordarlo”.
Y yo, embobado como estaba cada vez que podía hablar con los dos juntos, me limité a leer lo mejor que pude el artículo, que era este que hoy les reproduzco a los lectores de “El Correo de España”:
EL RUIDO Y EL ESTILO
“Ahora resulta que nosotros, los de la Falange, hemos preferido la clandestinidad a la propaganda abierta. Calculo que Miguel Maura no tomará como base de su imputación los días en que vivimos, porque si tal hiciera, yo tendría que retirar mi presunción de que obra de buena fe. El que ahora tengamos los centros cerrados, la Prensa suspendida y la tribuna silenciosa se debe a menudas circunstancias, ajenas a nuestra voluntad, que ni Maura ni nadie puede desconocer. Pero ¿antes? Hay para hacerse cruces. Durante el año anterior al 16 de febrero, contra viento y marea –porque también aquellos ministros de la Gobernación procuraron por temporadas hacemos la vida imposible–, publicamos un semanario, dimos cerca de doscientos mítines, abrimos centros en todas las provincias de España y publicamos tres millones de hojas impresas, y, por último, presentamos cuarenta y tantas candidaturas para las elecciones generales. Yo creía que todo esto no era clandestinidad. Ahora veo que me equivocaba. ¿Qué habrá llegado a saber de nuestro Movimiento el ciudadano medio español cuando político tan alerta como Miguel Maura, en trance de escribir benévolamente acerca de nosotros, ni siquiera conoce que hayamos dado señales de vida? Más: ignora hasta nuestro nombre. Dice que nuestro fascismo no tiene de italiano sino el nombre. Y, cabalmente, el nombre es lo que no tiene ni ha tenido nunca: jamás se ha llamado fascismo en el olvidado párrafo del menos importante documento oficial ni en la más humilde hoja de propaganda. Así, ¡ay!, nos conocemos unos a otros en esta España de nuestros desvelos. ¿No sería cosa de pensar, aunque nos pegáramos mucho, en escucharnos los unos a los otros alguna que otra vez?
Precisamente cuando unos cuantos nos lanzamos a fundar lo que ahora parece a Miguel Maura realidad preocupadora nos impusimos como el más estricto deber el de conservar, sobre todo, aun en las manifestaciones más ásperas de la lucha, dos cosas, que casi son una: el rigor intelectual y el estilo. Nos horrorizaba la recaída en aquellos semibalbuceos de nuestro advenimiento que interpretaba como fascismo o cosa parecida el saludo, consignas secretas y el reparto clandestino de unas docenas de pistolas. Si Miguel Maura hubiera tenido la amabilidad de leer algunos de mis discursos –desde el de la Comedia, el 29 de octubre de 1933, hasta el del domingo anterior a las últimas elecciones–; si hubiera leído los trabajos publicados en Arriba, humildemente anónimos las más de las veces, por mis camaradas de más clara cabeza, notaría que nuestro Movimiento es el único Movimiento político español donde se ha cuidado intransigentemente de empezar las cosas por el principio. Hemos empezado por preguntamos qué es España. ¿Quién la vio antes que nosotros como unidad de destino? Analice Miguel Maura este concepto, y verá cómo recoge y explica todo lo inmanente y lo trascendente de España; cómo abraza, por ejemplo, en una superior armonía, la diversidad regional, tan peligrosa en manos de los nacionalistas disolventes como de la gruesa patriotería de charanga. Así, empezando por preguntarnos qué es España, nos forjamos todo un sistema poético y preciso que tiene la virtud, como todos los sistemas completos, de iluminar cualquier cuestión circunstancial. La Falange es el único partido nacional –los marxistas no son nacionales– que responde a un cuerpo de doctrina formulado, con rigor hasta la última coma, en 27 proposiciones. Un cuerpo de doctrina y no un recetarlo de soluciones caseras, porque eso lo tienen casi todos, y nosotros no lo tenemos, gracias a Dios.
Pero ¡si hasta hemos oído burlas por este prurito sistemático! Si por tratar yo en el Congreso, al hablar no menos que de la revolución de Asturias, de verla bajo especie de historia, el señor Gil Robles me llamó ensayista. ¡Ensayista! Ya se da cuenta Miguel Maura de que, en boca del señor Gil Robles, esta palabra tiene toda la intención de un agudo sarcasmo.
Por habernos portado como ensayistas, por no haber caído en la idolatría de la actividad, de la agitación ruidosa y vana –de eso que llama Rafael Sánchez Mazas la retórica de la acción–, creo que hemos preservado a nuestra obra contra muchos gérmenes de fracaso. ¡Qué duros tiempos de prueba soportaría ahora si no le hubiéramos impuesto a tiempo aquella sal del bautismo! Y no aludo a las dificultades exteriores, como encarcelamientos y otros fastidios. Eso son peripecias pasajeras. Aludo al riesgo tremendo de deformación. Ahora todos se vuelven fascistas. Hay como una carrera de aspirantes a dictadores. Desde los sitios más dispares se lanzan guiños –en ocasiones, casi indecentes– para ver si la Falange cautiva se deja raptar por esos ocasionales donjuanes. Pero, claro, la Falange, sin saber por qué –estas cosas, adquiridas por vía poética, casi religiosa, no hallan expresión en boca de todos los fieles–; la Falange, sin saber por qué, descubre en sus galanteadores un impalpable matiz grotesco. Su locuacidad flatulenta, su impudor para lanzar al aire las palabras más delicadas y solemnes, su urgencia para llegar a resultados prácticos, su falta de alusión a los primeros principios… Todo eso hace que a la Falange le suene la palabrería de sus pretendientes como un lenguaje extraño y sospechoso. Lo que entre nosotros se comunica en media palabra queda oscurecido en torrentes de vocablos ajenos. Ese estilo de los recién llegados se denuncia a la legua, por lo mismo que cuidar el estilo fue nuestra permanente preocupación.
Ahora oímos todos los días: «La Patria», «El Ejército», «Antimarxismo», «Estado totalitario», «Me declaro fascista…» y centenares de cosas más. Pero todo como en un torbellino, como en una algarabía, sin que pueda saberse a qué ley matemática y a qué ley de amor obedece. Más parece eso la invitación a un baile de disfraces que la invitación para embarcarse en una empresa religiosa y militar de hacer historia.
Por eso, puede creerlo Miguel Maura, asisto al correr de estos días con impasible tranquilidad. Y hasta acepto que se me eche en cara, con justicia o con injusticia, el no haber movido demasiado la propaganda de periódicos, carteles, «radio», automóviles, discursos… Acaso sea lo mejor”.
Por eso, me cojo los cabreos que me cojo cuando veo los Plenos de las Cortes o del Senado. ¿Cómo puede permitirse tanta chabacanería entre la clase política? ¿Cómo puede permitirse que los Diputados ¡y las Diputadas! vayan vestidos como van?… ¿Y cómo nos podemos extrañar de lo que estamos viendo en las televisiones basura, si la clase dirigente del país está en el arroyo?
Les aseguro, que si yo tuviera mando en Plaza castigaría con una multa a todo el que hable mal o vaya mal vestido.
“Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo.”
Por la transcripción
Julio MERINO
Autor
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Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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