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Un nombre que ha quedado medio olvidado por la mayoría de los nacionalistas y no digamos las instituciones es el de Carmen Amaya. Nació en Barcelona el 2 de noviembre de 1918. Su familia vivía en la barraca número 48 del desaparecido Somorrostro, que tan bien reflejó Francisco Rovira-Beleta, en 1963, en la película Los Tarantos, protagonizada por ella.

Se inició en el baile flamenco con su padre. José Amaya, el Chino. Carmen fue apodada como la Capitana. Debutó en el Teatro Español, en el Paralelo barcelonés, en la compañía de José Sampere, padre de la inolvidable Mary Sampere. Era el año 1924.

De ahí debutó en el Teatro Palace de París. Luego vino Madrid, trabajando con Concha Piquer y Miguel de Molina, la Niña de los Peines, José Capero, Pastora Imperio o Sabicas.

De 1936 a 1940 estuvo trabajando en Buenos Aires, Uruguay, México y Cuba. En México conoció a uno de los más importantes managers de artistas del siglo XX. No referimos a Sol Hurok. Este lo bautizó como El Vesubio humano.

Hurok le abrió las puertas de los Espados Unidos. New York se puso en sus pies. El directo de orquestra Arturo Toscanini quedó impresionado. Comentó que nunca había visto una artista con tanto ritmo y más fuego. Carmen Amaya bailó para el presidente de los Estados Unidos Roosevelt, el cual le regaló una chaqueta bolera con incrustaciones de brillantes y actuó en una fiesta en la Casa Blanca. Grabó películas en Hollywood y, en 1942, interpretó El Amor Brujo de Manuel de Falla en el Hollywood Bowl.

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De regreso A Europa volvió a actuar en París y, en Londres, conoció a la reina Isabel II. Antes de su marcha de España había bailado para Alfonso XIII.

Carmen Amaya tenía un problema renal -riñones infantiles- que la iban envenenando poco a poco. Falleció en Begur, el 19 de noviembre de 1963, a los 48 años. Barcelona levantó una estatua en los Jardines Joan Brossa de Montjuic y una fuente en la Plaza Brugada de La Barceloneta, donde antiguamente se levantaba el Somorrostro. La hija del Somorrostro, una figura internacional del flamenco, ha sido olvidada por el nacionalismo catalán.

Autor

César Alcalá
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