22/11/2024 12:58
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Me sorprende lo poco que se escribe sobre los incendios, aparte de la simple noticia, un ciclo que nunca termina, que en verano se acrecienta y a unos pocos nos aterra.

Y, ¿por qué arde el bosque? Sobre todo, porque no sabemos qué es el bosque. Un poquito de altas temperaturas, viento, mala suerte…y mucha ignorancia los quema. Por eso muchos vemos la tele y decimos: otro incendio, y qué.

«Care silva», queridos bosques, así comienza Häendel un aria de su preciosa ópera Atalanta; también muchos cuentos tradicionales empezaban «Érase una vez un bosque encantado…» y eso nos enganchaba a su lectura, y nos hacía sus cómplices. En la pasada sociedad rural al monte le debían, entre otras muchas cosas, el calor del invierno, el frescor del verano y el placer de los sentidos. La gente quería al bosque y el bosque no ardía tanto.

Ahora arde un poquito acá, y cualquier día hay otro incendio allá, en verano decenas. Hacemos que nos irritamos pero, fuera de la truculencia de la noticia, no nos importa más. Se ha repetido hasta la saciedad los millones de hectáreas incendiadas, las pérdidas económicas, las ecológicas, el número de muertos, y como si nada. Solamente nos quejamos sin pensar que el 95% de los incendios son, directa o indirectamente, provocados por el hombre. Se han buscado causas, soluciones, culpables, pero nos tranquilizamos haciendo campañas y echándonos la culpa unos»colectivos» a otros, o «buscando» al pirómano. Exceptuando unos poquitos fuegos, creo que al monte lo quema la ignorancia. El hombre se ha olvidado de su valor.

¿Y si probásemos otra terapia? Por ejemplo, la del conocimiento y el amor. Porque, ¿fomentamos el aprecio por el bosque?, ¿enseñamos a nuestros hijos, así en general, a amar el árbol?

El árbol no es querido y en muchos lugares solo se le recuerda por los topónimos. En Castilla, que ya lleva tiempo perdiéndolos, hasta la concentración parcelaria, no siempre beneficiosa, ha acabado con hileras, grupetes e incluso ejemplares aislados que eran un hito en ese hermoso paisaje de escasas y puras líneas. En otros lugares son los encinares que se roturaron para sembrar, los olivos que habrá que levantar porque sobra aceite, y los viñedos sin cuyo cárdeno color nos quedaremos porque sobra vino.

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Y ¿por qué cuento esto? Porque, si seguimos desconociendo, despreciando y maltratando nuestros bosques tendremos mucho perdido. Quiero dedicar el espacio que me resta a lo que debemos hacer los que no podemos hacer nada, o sea los que nos duchamos con el grifo cerrado, o nos crispamos por cada olor a chamusquina. Podemos hacer algo, fácil y baratito: podemos contar, sensibilizar a otros, dar a conocer cada uno lo que sepa, porque al fin y al cabo, casi siempre, la estupidez y la barbarie tienen su base en la incultura y en la falta de formación, por no citar el egoísmo; «pensar globalmente, actuar individualmente», es un principio de difícil aplicación. Por eso, y aunque parezca obvio, quiero llamar la atención sobre los valores del monte: valor productor, protector y social.

Aunque sobre todo el bosque es vida, millones de vidas, armonía y belleza, no estaría mal recordar que son muchas las rentas directas que producen los montes: madera (si son arbolados), leñas, resinas, ganadería, caza, plantas aromáticas, medicinales, culinarias, pero también proporcionan bienes intangibles corno son el confort climático, recreo, bienestar, limpieza de contaminaciones, reserva genética y paisaje, ese incomparable paisaje que se percibe con todos los sentidos. No todas se dan siempre, pero sí una que estimo corno la más importante: la producción de agua, hacia la atmósfera y hacia los acuíferos, papel que hay que reconocer a los propietarios.

Como estamos en España, territorio que hemos ido desertizando, la función protectora del monte supera, en general, a la social, incluso a la de producción, ya que cumple un papel singular en la lucha contra la erosión y el control de riesgos. La masa vegetal es capaz de mantener por adherencia gran cantidad de agua y, si no existe, el agua se desliza rápida, arrastrando materiales y puede anegar valles, destrozar cultivos, provocar daños a la comunidad piscícola, a las vías de comunicación, al hombre, y terminar en el mar o, lo que es peor, aterrando los embalses, que sí es verdad que haya alguno al 10% de su capacidad, también lo es que otros, en poco tiempo, ni siquiera tendrán esa cabida útil.

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Para respetar y mantener este espacio -casi el 50% del territorio es forestal- conviene empezar desde pequeños y para eso deberíamos contar a los niños, como antes, cuentos que se desarrollen en bosques de hadas, en ríos cantarines, y alguno menos en naves espaciales o en territorios calcinados por la guerra, con entes todopoderosos que destruyen con solo extender el brazo. Hacerles oír además de «hoy no me puedo levantar, el fin de semana lo pasé fatal», o el «zoon zoon» del «bacalao», alguna musiquilla que estimule su sensibilidad hacia la Naturaleza. Enseñarles el placer de dibujar un frondoso castaño, un potente roble o un campo de amapolas, además de los consabidos robots, guerreros, etc. Y llevarles a pasear, además de la vista por el ordenador, por el campo, por el paisaje.

Después, de mayorcitos, les haremos ver que si se van de excursión, es más satisfactorio llevarse un bocadillo de queso y unas almendras, que una parrillada de chuletas; y menos agresivo y más placentero escuchar, desde el silencio, el cantar del viento o de una cascada, que el bramido de una moto, ladera arriba. ¿Se da cuenta el lector de la cantidad de paisaje desaparecido o transformado o degradado en los últimos tiempos? Y es que el paisaje parece como ese aire que nos rodea, que no nos va a faltar pero, el de calidad, sí.

Teresa Villarino Valdivielso
Dr. Ingeniero de Montes.
Miembro de Comité de Medio Ambiente y Desarrollo Sostenible del Instituto de Ingeniería de España

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