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Una revolución es un proceso de cambio de gran calado que tiene lugar en un periodo de tiempo relativamente corto. Debido a su enorme influencia social, todo proceso revolucionario viene a significar un punto de inflexión en el devenir histórico de la humanidad, ya que el nuevo paradigma que trae consigo implica una modificación sustancial de los usos y costumbres del conjunto de la sociedad. Si bien las revoluciones pueden desarrollarse en diferentes ámbitos de la vida, todas ellas tiene la particularidad de influir sobremanera en el curso de los acontecimientos, de tal forma que el ser humano se ve obligado a abrir su mente con la finalidad de desarrollar habilidades y pautas de conducta que le permitan afianzarse en un mundo que, lejos de seguir por su habitual y sosegado cauce, se encuentra inmerso en un estado de transformación acelerada.

En el ámbito estrictamente político las revoluciones unas veces resultan beneficiosas y otras perjudiciales, caracterizándose además porque casi siempre se desarrollan de forma violenta, ya que, al impulsar un cambio de régimen, enfrentan directamente a los defensores del estatus quo con aquellos otros que pretenden modificarlo para alumbrar una nueva estructura y ejercicio de poder. Así, el desarrollo de la Revolución Francesa, impulsada por el Movimiento Ilustrado y simbolizada por la toma de la Bastilla por los revolucionarios parisinos en 1789, tuvo beneficiosas consecuencias sociales a largo plazo, ya que marcó el fin de la monarquía absolutista y el advenimiento de la democracia liberal. En contraposición, la Revolución Bolchevique de octubre de 1917, supuso el derrocamiento del presidente provisional de la Rusia postzarista, Aleksandr Kérensky, y la llegada al poder de Lenin, consumándose así uno de los mayores desastres políticos de la Historia, ya que dio lugar a la materialización de una ideología tiránica y genocida como es el comunismo.

Por lo tanto, si quisiéramos diferenciar terminológicamente los cambios de régimen político en función de sus consecuencias entendemos conveniente denominar “revolución política” a todo proceso de transformación de las estructuras de poder que trae consigo efectos beneficiosos para el conjunto de la sociedad y calificar de “Golpe de Estado” a la usurpación violenta del poder por un grupo insurgente con la finalidad de socavar los derechos y libertades individuales.

En consonancia con esta terminología podemos decir que en octubre de 1934 en España no se produjo una revolución, como pretenden hacer creer algunos historiadores y analistas políticos maliciosamente tendenciosos, sino que lo que aconteció fue un auténtico Golpe de Estado organizado por el PSOE y la UGT, con Largo Caballero e Indalecio Prieto a la cabeza, ya que lo que se pretendía por parte de los insurgentes era sustituir el régimen democrático republicano por una dictadura comunista al más puro estilo soviético.

Así, tras las elecciones de 1933, a pesar del incontestable triunfo de la CEDA liderada por José María Gil Robles, la izquierda, demostrando su nulo talante democrático, se negó a aceptar los resultados electorales, exigiendo por ello hasta tres veces al entonces presidente de la República Niceto Alcalá-Zamora que invalidara el proceso electoral y convocara nuevas elecciones. Afortunadamente por una vez Alcalá-Zamora no cedió ante las presiones de la izquierda y dio paso al proceso que habría de llevar a la formación de un nuevo Gobierno. Ante este nuevo escenario político la izquierda continuó con sus proclamas antidemocráticas, demandando ahora que ningún miembro de la CEDA entrara a formar parte del nuevo gabinete ministerial, arguyendo que ello constituía una provocación inaceptable de la derecha reaccionaria. Es decir, que la izquierda, a pesar del escaso apoyo popular recibido, se erigió de manera ilegítima en el único y genuino representante del pueblo español, pretendiendo con ello condicionar la composición del nuevo Gobierno. De hecho, Largo Caballero, presidente del PSOE y secretario general de UGT, instó a los socialistas a exhibir su talante revolucionario “con toda la intensidad posible y utilizando todos los medios de que podían disponer”, incluyendo el uso de las armas. Obviamente, todo ello condujo a los españoles a desenvolverse en medio de un proceso prerrevolucionario que de facto imposibilitaba la paz social. Inmersa en sus habituales complejos de inferioridad, la derecha cedió incomprensiblemente ante las amenazas socialistas, de tal forma que Gil Robles dio un paso al lado y cedió todo el poder al centrista Partido Radical, procediéndose el 12 de septiembre de 1933 a la proclamación de Alejandro Lerroux como presidente del Gobierno.

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A partir de ese momento las formaciones izquierdistas, en una clara demostración de que no estaban dispuestas a permitir que salieran adelante las reformas planteadas por el Gobierno para superar la confrontación social y el marasmo económico, intensificaron la violencia que ya habían llevado a cabo durante el primer bienio republicano, de tal forma que los disturbios callejeros, las huelgas y el acoso a cedistas, falangistas y religiosos fueron la tónica dominante en toda la geografía española durante los primeros meses de Gobierno de Lerroux. Así las cosas, en otoño de 1934 Gil Robles exigió que la CEDA tuviera al menos tres representantes en el gabinete ministerial, algo a lo que finalmente accedió Lerroux, presentándose en sociedad el 4 de octubre de 1934 el nuevo Gobierno radical-cedista.

Este acontecimiento, plenamente democrático dada la composición del Parlamento español salido de las urnas, fue la mecha que encendió el fuego revolucionario que la izquierda española albergaba en sus entrañas, como lo demuestra el hecho de que Largo Caballero manifestara públicamente que la República ya no era capaz de responder a las expectativas políticas y sociales del PSOE, por lo que se hacía necesario emprender de inmediato el camino hacia la implantación definitiva en España de la dictadura del proletariado, razón por la cual ha pasado a la historia como el “Lenin español”. En consecuencia, en la noche del 4 al 5 de octubre el PSOE y la UGT declararon la huelga general como antesala del alzamiento revolucionario que llevaban meses preparando contra la II República. El seguimiento del paro fue más bien en escaso, debido a que los españoles en general no mostraron ningún interés en secundar la causa socialista y los anarquistas de la CNT en particular no estaban por la labor de colaborar en la instauración en territorio español de una República de corte soviético. Por ello el legítimo Gobierno Republicano, sin excesivos esfuerzos y con un uso mínimo de la fuerza, logró en pocas horas detener la intentona golpista en todo el país con excepción de Cataluña y Asturias.

Así, aprovechando la confusión generada por la llamada a la rebelión contra la República por parte del PSOE, los separatistas catalanes, encabezados por Lluís Companys, líder de ERC y presidente del Gobierno regional, proclamaron la noche del 6 al 7 de octubre el Estado Catalán dentro de la República Federal Española. Sin embargo, el general Domingo Batet proclamó el estado de guerra en la región, frenó la intentona separatista y detuvo a los sediciosos para ponerlos a disposición judicial sin que las fuerzas independentistas catalanas ofrecieran la menor resistencia, demostrando con ello que, por carecer del necesario valor en la batalla, su delirio supremacista tan solo daba para declaraciones solemnes.

Más éxito tuvo el intento de Golpe de Estado en Asturias, debido a que el PSOE logró que se unieran al levantamiento la CNT, diversos grupos comunistas y un gran número de mineros, constituyéndose de esta forma una alianza obrera de claras connotaciones marxistas, como demuestra el hecho de que tomara el nombre de Uníos Hermanos Proletarios. Una de las claves del éxito de la intentona golpista en la región asturiana fue el hecho de que los obreros que participaron en la revuelta eran muy numerosos, estaban organizados militarmente, tenían dinamita procedente de las minas y además consiguieron un gran número de armas gracias a que Indalecio Prieto, después de obtenerlas subrepticiamente por mediación del turbio empresario bilbaíno Horacio Echevarrieta, las logró enviar desde Cádiz hasta Oviedo a bordo del buque Turquesa, para ponerlas a disposición de los sublevados. Inicialmente las tropas insurgentes atacaron los cuarteles de la Guardia Civil, para después marchar hasta Oviedo, capital del Principado de Asturias, donde destruyeron el centro de la ciudad, dinamitaron la catedral e incendiaron la universidad y su biblioteca, demostrando así que la violencia que atesoraban era directamente proporcional a su inconmensurable ignorancia. Tras la barbarie ovetense el llamado Ejército Rojo Asturiano se hizo con el control de la mayor parte del Principado, acusando de enemigo del pueblo para proceder a su ejecución sumarísima a todo aquel que no apoyara el proceso revolucionario. Ante la gravedad de la situación el Gobierno de Lerroux se vio obligado a actuar de forma contundente, encomendando al General Francisco Franco la tarea de sofocar la rebelión asturiana. Franco era un joven militar que había demostrado sus dotes de mando, su pericia militar y su valor en el campo de batalla a lo largo de su participación en las guerras coloniales de Marruecos, por lo que el encargo le vino como anillo al dedo. Así, lo primero que hizo Franco tras ponerse manos a la obra fue enviar a Asturias al General Eduardo López Ochoa al mando de una tropa formada por unidades de la Legión y los Regulares para enfrentarse al Ejército Rojo. Con la llegada de los militares a Asturias se desataron las hostilidades, de tal forma que muchos de los insurgentes, atenazados por el miedo, huyeron al monte y los pocos que se quedaron para luchar se rindieron en tan solo 15 días.

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De esta manera el Golpe de Estado organizado por la izquierda contra la II República quedó definitivamente sofocado por el Gobierno radical-cedista, recuperándose, al menos en apariencia, la normalidad democrática. Sin embargo, a raíz de la intentona golpista la II República quedó tocada de muerte, ya que lo acontecido en ese fatídico mes de octubre de 1934 vino a mostrar con meridiana claridad el carácter frentista y antidemocrático de una izquierda que, por estar fatalmente anclada en el marxismo-leninismo, portaba en su ADN el virulento germen del totalitarismo.

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Autor

Rafael García Alonso
Rafael García Alonso
Rafael García Alonso.

Doctor en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, Especialista en Medicina Preventiva, Máster en Salud Pública y Máster en Psicología Médica.
Ha trabajado como Técnico de Salud Pública responsable de Programas y Cartera de Servicios en el ámbito de la Medicina Familiar y Comunitaria, llegando a desarrollar funciones de Asesor Técnico de la Subdirección General de Atención Primaria del Insalud. Actualmente desempeña labores asistenciales como Médico de Urgencias en el Servicio de Salud de la Comunidad de Madrid.
Ha impartido cursos de postgrado en relación con técnicas de investigación en la Escuela Nacional de Sanidad.
Autor del libro “Las Huellas de la evolución. Una historia en el límite del caos” y coautor del libro “Evaluación de Programas Sociales”, también ha publicado numerosos artículos de investigación clínica y planificación sanitaria en revistas de ámbito nacional e internacional.
Comenzó su andadura en El Correo de España y sigue haciéndolo en ÑTV España para defender la unidad de España y el Estado de Derecho ante la amenaza socialcomunista e independentista.
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