06/05/2025 23:05
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El escritor moralista trata de ser útil al lector; si no a todo lector, lo cual es muy difícil, sí al menos a aquél que es poseedor de tierra fértil. ¿Cómo? No sólo ayudándolo a transformar la sociedad en busca de una mayor justicia económica y un más acendrado cumplimiento del deber cívico, sino sobre todo a mostrarle la ruta interior, a asistirle en el encuentro de sí mismo y del respeto de la propia dignidad personal, a destacar la totalidad sobre lo fraccionario, a reactivar todo valor moral, a impulsar la innata religiosidad y a sustituir la confusión por la claridad, la desesperanza por el entusiasmo y la duda por la fe.

Porque el sentido de una vida no está tanto en el éxito de lo que se emprende, sino en el servicio que se presta a la comunidad a la que se pertenece y a sí mismo, guiándose por unas pautas de conducta y unos ideales en los que ha de creerse firmemente como capaces de orientar sus acciones y su papel en el mundo. Sin embargo, estamos ante el triunfo de la moral del éxito, un modelo pragmático y oportunista de sociedad del cual todo idealismo altruista ha sido desterrado y que no puede sino producir dañinas consecuencias morales.

 Las tendencias sociales predominantes empeñan al hombre contemporáneo a conquistar mandos y honores como sea, incluso con astucias y desafueros, como si los cargos y los triunfos fuesen cosas ilustres y magníficas en sí mismas y no se las valorase según las cualidades de quienes los desempeñan. Actualmente, ¿quién, pudiendo ser favorecido en negocios o asuntos de justicia, actúa en conciencia para no hacer valer esos favores en perjuicio ajeno, ni para ponerlos por encima de su justo valor? Muy pocos. Al contrario, se aíslan o minimizan todas aquellas situaciones o referencias que encierran un mensaje de dignidad moral o de solidaridad. Y con ese objeto se utilizan argumentos justificativos que sólo pueden servir de excusa o consuelo para tontos, de no ser simple argucia de espabilados.

Cuando un hombre pierde la salud suele acordarse de los médicos. Cuando le asaltan las adversidades y desgracias suele reverenciar a los dioses. Por el contrario, cuando la salud y la fortuna le sonríen, se olvida de médicos y de espíritus. Independientemente de ello, sólo cuando los comportamientos del ser humano se conforman a la razón y a la armonía de la naturaleza el mundo es gobernado con sabiduría, sin necesidades de sortilegios. La dificultad es lo que más estimula al hombre a vencer sus deficiencias y superarlas. Sólo cuando se han padecido toda clase de privaciones y trabajos, sólo cuando se ha visto incluso el rostro de la miseria, sólo entonces es posible conocer a fondo la naturaleza humana.

El trabajo y la abnegación, encuentran; la negligencia, lo pierde todo. El que busca lo que está en su interior -el bien, la justicia y la equidad- lo acabará descubriendo y tal vez alcanzándolo; el éxito de esta búsqueda es casi seguro, porque la ley del esfuerzo suele garantizar la comprensión y adquisición de lo que se busca. Si, por el contrario, buscamos lo que está fuera de nosotros -riquezas, honores y fama- todos los esfuerzos, a efectos de nuestra satisfacción moral, y a menudo también material, resultarán infructuosos. Todo hombre debe cumplir con su deber, prescindiendo de lo que los demás puedan decir de su conducta.

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Quienes actúan únicamente para merecer la aprobación de los demás hombres pueden ser considerados como aduladores del mundo; estos son, a menudo, los hombres de virtud aparente, los triunfadores sociales, pero en realidad son los más perniciosos detractores de la verdadera virtud. Mencio, en su Cuarto libro clásico, citaba las palabras de Confucio: «odio todo lo que es fatuo y vacío; odio la cizaña, pues ahoga las cosechas; odio a los hombres astutos, porque desvirtúan la verdadera equidad; odio a los hombres de fácil palabra, que la utilizan para embaucar a cuantos los escuchan; odio a los hombres de virtud aparente, pues hacen detestable la verdadera virtud. Cuando el pueblo entero practique la verdadera virtud, desaparecerán los hombres hipócritas y los falsos sabios».

Y éste, por desgracia, es un tiempo de imposturas y de vicios, en el que el pueblo está muy lejos de practicar la virtud. Y en él no parece que vayan a esfumarse, a corto o a medio plazo, los millones de fingidores ni los millones de necios. Al contrario, unos y otros parecen vivir en esta atmósfera muy satisfechos de sus cosas. No sé si será cierto lo que dicen algunos cronistas, que en otros tiempos sí que había hombres, que ahora todos son muñecas. Lo innegable es que, sin preocuparse por la sabiduría, como apuntaba Gracián, no hay señorío. Y son muy pocos los que se preocupan por el saber en general, y menos aún por el conocimiento de la verdad.

Dicen también que loco es el que dice la verdad; y sabio el que la oye. Que la verdad -seguimos con Gracián- es muy dulce en la boca y muy amarga en el oído. El hombre puede señorear el universo, pero con la mente, no con el vientre; como persona, no como bestia. Puede ser señor de todas las cosas criadas, pero no esclavo de ellas; que lo sigan, pero no que lo arrastren. Y ahí está la principal enfermedad de nuestro tiempo, que los diablos del Consistorio Supremo quieren hacerse dueños del planeta, impulsados por su vanidad y su codicia, no gracias a la virtud y a la armonía del espíritu.

Y es frente a este mundo, laberinto común, forjado de malicias y mentiras, al que se opone el moralista -y el intelectual genuino-, sabedores de que los pechos ilustres y las almas nobles, ni buscan famas, ni pretenden glorias. Ambos son individualistas convencidos; lo cual no significa que desprecien todo progreso social o económico, sino que lo condicionan a la superación personal. La verdadera revolución, cultural mejor aún que social -si es que ambas no son la misma, por lo imbricadas que han de ir-, pasa por revolucionar cada conciencia: mejorando al hombre se mejora al mundo, pues con buenos mimbres se hacen buenos cestos. De ahí que mejorar la sociedad, en definitiva, sea un problema íntimo, de autenticidad individual.

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La transformación de los corazones conlleva la de la sociedad. Si el objetivo de ésta es conseguir la felicidad, habrá que combatir la desdicha allí donde se encuentra: en el alma del ser humano, no en las circunstancias exteriores. Hablar en falso y en necio significa que, aunque haya un par de oídos que se ofendan, habrá más de quinientos que lo entiendan. Por eso es necesario luchar por la sabiduría y por la verdad. Para que la sandez y el engaño no conquisten el mundo. Decir la verdad es magnífico, pero no está el primor último en decir las verdades, sino en escucharlas. El líder genuino ha de convencer a la gente de que olvide a los aparatos de propaganda de la Administración y dedique su tiempo al conocimiento de sí mismo y a entender las causas de las cosas, su intención remota u oculta.

Porque el loro repetidor de consignas, el que imita, el que no tiene ni no, cualquiera que depende de algo o de alguien temporal y cercano, ¿ qué son todos sino sombras de otros? Hombres y mujeres que hablan con eco, escuchándose las palabras con pocas razones. Afectados y cursis, ventajeros y pervertidos, ladrones y desleales que se componen para hacerse los graves y los tiesos. Depredadores y perdonavidas que se permiten el lujo de mirar por encima del hombro a sus víctimas. Y que acaban resultando, además de enfadosos, una intolerable carga social. La más nociva y la que, por eso mismo, debe ser la primera en extirparse.

Todo falso, todo traidor y todo criminal jurarán, y hasta por lo más sagrado, que ni engañan, ni traicionan, ni roban, ni asesinan. Que son inocentes. ¡Que dicen la verdad! Porque es condición de los más hipócritas y de los más perversos jurar por lo más venerable, con sus juramentos más solemnes. La minoría crítica, de la mano del moralista, del intelectual y del líder genuino han de ir a ellos con la verdad, sabiendo que ellos, ante la verdad, sienten repugnancia. Porque son embusteros. La verdad no puede ser nunca el hazmerreír de la mentira. Y esta es una condición esencial de la regeneración cívica.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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