
Reflexión filosófica sobre los vínculos humanos
Desesperado, me aferré a tu sombra…
Es esta una reflexión sobre los vínculos humanos que escribimos desde la experiencia propia, desde el lodo que todos hemos tenido a veces que tragar, de los frutos que no hemos podido dar, porque a veces, para que nuestro corazón descanse. es necesario narrar nuestras tristezas.
Una de las mayores mentiras difundidas socialmente en nuestros días es el mito de la autosuficiencia, de la omnipotencia humana, de la autonomía absoluta, de que podemos bastarnos a nosotros mismos y que nuestros vínculos con los demás son accesorios, o deseables solamente cuando ya hemos alcanzado una especie de iluminación espiritual. La realidad es que esto no podría ser más falso. Necesitamos de los demás desde el momento en que llegamos a la existencia y nos colocan encima de nuestras madres, para que su contacto y el abrigo de su abrazo calme nuestro llanto. Es curioso pensar lo inútiles que somos y lo imposible que nos sería sobrevivir en soledad durante los primeros años de nuestra vida, en comparación con otros animales de complejidades psicológicas mucho menores pero dotados desde temprana edad de una gran autonomía.
Para Aristóteles la realidad está compuesta por entes sustanciales (entendidos como todo aquello que es o existe, como un árbol, una mesa, un estadio de fútbol o nosotros mismos), de quienes su “ser” se dice de muchas maneras, que están compuestos de materia y forma, de un sustrato esencial que permanece y otros “accidentes” que son cambiantes e inesenciales (cantidades, cualidades, ubicación espacio temporal entre otros). De todas estas dimensiones del ser, o maneras de hablar de la realidad, la categoría de relación (prós ti) es la menos sustancial según el filósofo, es “la sombra del ente” es decir, la que menos lo constituye. En el caso de lo humano bien valdría preguntarnos si esto es así, pues si bien creemos que toda persona tiene un núcleo íntimo, una esencia o identidad que permanece a la vez que va desenvolviéndose a lo largo de toda la vida, es también cierto que al menos psicológicamente somos quienes somos en parte debido a nuestras relaciones o vínculos afectivos. ¿Sería yo la misma persona si hubiera sido criado por distintos padres, o si mi hermano fuera otro? ¿Habría transitado los mismos caminos en caso de tener amigos diferentes? ¿Cuál hubiera sido mi destino si mis maestros hubieran sido otros?.
Cuando con gratitud reflexiono sobre la suerte que he tenido en relación a las personas que el destino ha puesto en mi camino, no puedo evitar hacer presente en mi conciencia aquello de Sábato, cuando dice que “comprendemos que es el otro el que siempre nos salva. Y si hemos llegado a la edad que tenemos es porque otros nos han ido salvando la vida constantemente”*. Esto es cierto, es en la comunión con los otros que podemos arañar la plenitud, y cada vez que hemos perdido un auténtico encuentro humano, algo ha quedado atrofiado en nuestro interior, hemos desaprovechado una oportunidad única.
El mito de ego superpoderoso se ve reflejado culturalmente en diferentes manifestaciones: por un lado, en el liberalismo a ultranza que prioriza el bien del individuo por encima del de la comunidad, ignorando que la realización de las personas viene de su accionar junto con los otros, de desplegar sus capacidades y virtudes en un contexto de mutuo reconocimiento. Es la comunidad quien da un horizonte de sentido, la que abre múltiples posibilidades para el accionar de las personas, otorga el lenguaje y educa en la virtud, pues el hombre no aprende todo por sí mismo, sino mediante modelos y ejemplos. Es en este contexto liberal, con su concepción errónea del hombre, donde sólo puede tener cabida la figura del self entrepreneur o empresario de sí mismo: aquel que desea ser su propio jefe, que sólo se vincula con los demás cuando puede extraer de ellos algún beneficio económico, y que se cree libre, pero en el fondo no hace más que auto explotarse a sí mismo.
La realidad es que el hombre-isla no puede nunca ser feliz. Suelo preguntar a los chicos del secundario: ¿acaso alguien elegiría tener todo el confort necesario y cualquier bien material a cambio de los padres o de no ver nunca más a sus amigos? La respuesta es siempre que no. Hacemos la mayoría de las cosas que hacemos, porque buscamos resonar en otros corazones, deseamos la unión con los demás. Por eso podemos afirmar que el humano es un ser religioso, en el sentido etimológico de la palabra, que viene del latín religare (re: reiteración, de vuelta, volver a, y ligare: atar, unir, ligar) es decir, un volver a unir. Padecemos desde el principio la angustia de la separación y la soledad, esta es la razón por la cual buscamos de distintas formas volver a unirnos, mediante el amor, con los demás y con lo sagrado. Incluso la filosofía surge de ese impulso, como decía Novalis “La filosofía es nostalgia, el deseo de estar en casa en todas partes”
La pertenencia a una familia, a una comunidad de sentido, donde se comparten valores y quizás hasta una misma vocación, la amistad y el amor de pareja, son las instancias donde aplacamos esta angustia; donde mediante la conformación de un nosotros encontramos un fundamento que nos sostiene en la existencia. Ahora bien, si en tanto que humanos tenemos esta tendencia comunitaria, si es alevoso que por nuestra cuenta poco podemos, ¿de dónde viene este comportamiento egoísta de separación que en la realidad solemos vivenciar? ¿Qué motiva a alguien a romper el nosotros?
En el caso de la amistad, analizando una de las causas más frecuentes de su desintegración, pareciera ser que una de las partes no amaba al amigo por sí mismo, no encontraba gozo en el encuentro con su persona toda, sino que veía en él alguna utilidad o provecho. Y en el momento en que estos beneficios desaparecen, se difumina a la vez el interés por el amigo, pues esta era una amistad por mera conveniencia práctica.
“La causa más ordinaria de desunión entre los amigos es que no se unen con las mismas intenciones y que no son amigos unos de otros por el mismo motivo”**.
La amistad es un regalo maravilloso, que si bien no precisa de la misma frecuencia que una pareja, es necesario que haya reciprocidad, mutuo interés por compartir episodios de la vida juntos, momentos de risa y juegos que completen nuestro espíritu.
Cuando un miembro de la comunidad o un amigo se aleja, esta vez por motivos psicológicos, sea la angustia, la depresión o el hastío, el problema es más grave aún, porque esta soledad en la que la persona queda es estéril, no hay salvación aquí, no siempre tenemos la fuerza suficiente para elevarnos a nosotros mismos por encima de los muros que la realidad nos pone enfrente. Cuando alguien está ahogándose, debido a una herida o calambre existencial, la mano debe venir de afuera, de un otro que nos ame por lo que somos y nos diga “qué bueno que existas”.
Toda ruptura tiene un carácter dramático, cuando no trágico, porque es de alguna manera similar a la muerte. En el caso del amor de pareja, de aquella persona que estaba en la cúspide de nuestro ordo amoris, en lo más alto del orden de los amores, con quien uno compartía el peso de la existencia (de aquí la palabra cónyuge, como aquel que carga con nosotros el yugo que por momentos representa el vivir) la situación es aún peor.
Si el amor expande nuestra personalidad, ilumina y deja ver mas profundo, si nos abre a la irrepetible realidad del otro y a todo el entramado de relaciones de las que forma parte, su familia, amigos, pasiones y anhelos, para que nos sumerjamos en ellos, y los asimilemos como propios, cuando se quiebra el nosotros se nos derrumba también este mundo, y con él la proyección de un futuro. Pareciera que quedamos sin asidero alguno. Pues cuando uno ama el otro se nos vuelve imprescindible, no podemos concebir una existencia y un futuro donde aquella persona no esté. Por eso, desde nuestra concepción, o el amor reclama la eternidad, o nunca fue más que un mero espejismo.
Después de amar es imposible que quede una nada, pues ya no somos lo que antes fuimos; hemos sido forjados por el amado, y en ese proceso simbiótico el otro se vuelve parte de uno mismo. El olvido entonces es una imposibilidad, un pequeño suicidio, pues borrar de nuestro corazón ese espacio en el que su nombre esta inscripto, es destruir una parte nuestra. En nuestra rutina, en las calles que solemos caminar, en nuestras memorias, en los espacios que eran nuestros, hay un hálito que el otro ha dejado y que es imborrable, la ausencia se hace manifiesta, se muestra, es:“ el misterio de la ausencia es paradójico pues, lo lejano está hondamente cercano, es una nueva presencia, la presencia de lo sido.”***
Exupéry lo comprendía bien, por eso en el Principito pone en boca del zorro la importancia de los rituales y la domesticación, entendida como un acercamiento personal capaz de hacer de cada uno para el otro, un “otro yo”****. Para él, el trigo no tenía ningún significado, puesto que come gallinas, pero el recuerdo del pelo color oro del principito hace que la visión del trigo tenga una carga afectiva, que despierte en él alegría y emoción.
Cuando se quiebra el nosotros, un nosotros de amor auténtico, queda una ausencia que duele, y no puede ser de otra forma. Esta ausencia del haber sido es sin embargo mejor que la nada, pues como decía Agustín de Hipona:
Si no quieres sufrir, no ames
pero si no amas ¿para qué querrías vivir?.
* Sabato, E, La resistencia, Buenos Aires, 2000, Editorial Planeta Argentina, pg 21.
**Aristóteles, Ética a Nicómaco, Buenos Aires, 2007, Losada, pg 336.
*** Chiaramoni, Diego, “De la ausencia después de la presencia”, Posmodernia, 2023.
**** Montejano, B, Saint-Exupéry. Jardinero de hombres, Buenos Aires, 2017, Distal, pg 295.
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Muy buena la nota . Soy docente de educacion especial . Nosotros los profes decimos: nosotros somos el otro mediante el cual nuestros alumnos se vinculan!