25/02/2025 06:53

La semana pasada tocó charla sobre “diversidad sexual y relaciones entre iguales”. Les llevaron al salón de actos y unos “expertos” del “Servicio LGTBI de la Comunidad de Madrid” les explicaron que el género y la sexualidad no tenían nada que ver con los cromosomas con los que habían nacido; les dieron una charla sobre “nuevas masculinidades” y les enseñaron que todas las opciones y prácticas sexuales eran igualmente respetables. Los alumnos comprendieron que pensar de otra manera era algo malo y que debían desterrar de su mente y vocabulario cualquier expresión que pudiera ofender a las “personas no binarias”. De hecho, a tenor del enfoque de los “especialistas”, muchos coligieron que ser “binario simple” era un atraso y que, por el contrario, “experimentar sin ataduras” implicaba ser “abierto de mente”.

Anteayer, la profesora de inglés “aprovechó” la clase para aleccionarles un poco a propósito de la expresión “like father, like son” –de tal palo, tal astilla–; haciéndoles ver que, como vestigio de un “machismo estructural” y del “patriarcado opresor”, ese dicho debía ser proscrito y enterrado para siempre.

Miguel tenía quince años y era su tercer año en el instituto. Apenas aterrizado en el centro, se percató enseguida, por los nombres de sus compañeros –Mohamed, Rayan, Amira, Priscilla, Nihal, Ikram, Khalid, Malak, Cadence, Precious, Patience, Izan, Mathew, Adam, Zarelly, Jefferson, Ndousse, Maram, Ranya…– de que allí el extraño era él; y aunque la dirección del centro celebrase la diversidad del alumnado con el lema “aquí cabemos todos”, lo cierto es que Miguel no terminaba de sentirse cómodo ni incluido en el ecuménico abrazo.

Bajo aquella fachada entusiasta, la realidad era que el instituto no integraba a nadie sino que, más bien, se limitaba a capear como podía las fricciones inherentes a la multiculturalidad que alentaba. Y pese a que la jefatura de estudios solía valerse de la estadística para señalar una presunta reducción de la conflictividad, esgrimiendo un paulatino descenso en el número de amonestaciones… la verdad es que los profesores no ponían “partes” por la burocracia que implicaba y porque, a la postre, era inútil; pues la dirección abogaba por una política de “diálogo con las familias” y “encuentros restaurativos” para dirimir las disputas entre alumnos. Para sancionar a un chico era preciso que acumulase al menos tres “amonestaciones” y, aun así, jefatura de estudios podía “valorar” que agredir a un compañero o insultar a un profesor no se considerase una falta grave.

Si bien, oficialmente, la Comunidad de Madrid prohibía el velo por considerarlo vejatorio contra la mujer, en aras de la “paz social”, la dirección del centro permitía que las chicas musulmanas fueran cubiertas con hiyab y que los chicos vistiesen caftán cuando lo estableciese el imam de su mezquita. Muchos profesores se mostraban comprensivos cuando sus alumnos marroquíes no querían hacer las tareas que consideraban “haram” –esto es, prohibidas o pecaminosas– y justificaban sus faltas de asistencia si aducían la celebración de alguna festividad mahometana. Lo que, por supuesto, no impedía que, precisamente, los alumnos agarenos tuviesen siempre a mano la carta victimista del racismo tanto en su relación con los compañeros como con los docentes.

Con la complicidad del departamento de Música, en Navidad ya no se enseñaban ni cantaban villancicos, y los profesores del departamento de Dibujo habían renunciado a explicar Geometría en diciembre y decorar la clase con estrellas. Además, cada vez era más difícil explicar el tema de “la proporción”, pues los chavales musulmanes alegaban que, como sólo Alá tenía la potestad de crear, ellos “no podían” dibujar personas.

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Naturalmente”, Miguel no sabía nada sobre Alfonso X, El Cid o Isabel “la Católica”, ignoraba por completo la existencia de Alfonso VIII –“el de las Navas”– y ni le sonaba Fernando III “el Santo”. Jamás tuvo que memorizar las fechas de la reconquista de Toledo, de Córdoba, Sevilla o Granada, y nunca supo distinguir bien las características del arte románico, gótico y renacentista… En cambio, sí interiorizó que la Historia era un tema muy delicado y que palabras como “Reconquista”, “Descubrimiento” y “España” contenían algo negativo, oscuro y vergonzante. También le quedó claro que Toledo fue una especie de paraíso donde “convivieron pacíficamente las tres culturas”; que en la Edad Media el Islam (con mayúscula) era una civilización mucho más avanzada que la cristiana (con minúscula); y que “durante ochos siglos”, Iberia –no España, y no parte de ella, sino toda– se llamó Al-Ándalus.

Era de suponer que los profesores de Historia sabían que ya en el año 1250 toda la península ibérica –salvo Granada– había sido reconquistada por los cristianos, y que sus reyes invocaban el término “España” más allá de un simple “locus amoenus”… Sin embargo, por alguna razón, se seguía perpetuando el bulo de una “dominación islámica” de ocho siglos… y quienes negaban la existencia de España hasta 1812, no guardaban reparo en hablar de ella cuando se trataba de algo negativo. España sólo existía para hablar de la decadencia del Imperio Español, del “desastre de la Armada Invencible” o de la “derrota de Rocroi”, pero no si se mencionaba como realidad política “antes de tiempo”. Lo que implicaba, por ejemplo, pasar por alto la Historia Francorum (572) de Gregorio de Tours, y considerar la unidad de España como algo centralista o franquista. Por supuesto, si Suintila unificó Hispania en el 625, o si el Papa León II se refería al rey godo Ervigio (680-87) como rex Hispaniae…eso no quería decir nada. Si se aludía directamente a España en la Crónica mozárabe (754), tampoco. Si Alfonso III de Asturias (866-910), Bermundo II de León (985-999), Sancho III de Pamplona (1028-1035), reclamaban el título de Hispaniae imperator, nada de eso tenía la menor relevancia. Cuando Fernando I el Magno de León (1037-1065), Alfonso VI de León (1072-1109), Urraca I de León (1109-1126) o Alfonso VII de León (1126-1157) se decían, sucesivamente, Imperator o Imperatrix totius Hispaniae, y se reivindicaban sucesores de los reyes godos… ni palabra. De hecho, ninguna de estas “cosas” se mencionaban jamás en los libros de texto de Santillana, Oxford, Vicens Vives, Anaya, Editex, Bruño, Akal, Edebé, SM, Casals…

Los profesores de Miguel se complacían cantando las maravillas del califato de Córdoba, encomiando el arte islámico y los avances en la explotación agrícola bajo el dominio musulmán, y, claro está, todo el tiempo que dedicaban a lo uno… no lo tenían para explicar la historia de los reinos cristianos, para analizar las catedrales, mostrar la belleza de los claustros e iglesias, o detenerse en las órdenes religiosas fundadas entonces.

Miguel era consciente de que sabía muy poco y, por lo tanto, no estaba seguro de casi nada, pero podía detectar el doble rasero. Lo advertía en el afán de los profesores y equipo directivo por congraciarse con el alumnado musulmán. La Alhambra de Granada o la mezquita de Córdoba eran admirables, mientras que el Palacio de Carlos V y la Catedral de Córdoba merecían reproches. O cuando la profesora de Atención Educativa1 les hablaba del “genocidio de los palestinos de Gaza”… pero nunca se acordaba de las víctimas europeas de atentados terroristas perpetrados por musulmanes2, de los israelíes asesinados por Hamás, o de las violaciones perpetradas por “manadas” magrebíes.

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También, si en el fragor de alguna disputa pueril una alumna española invitaba a otra musulmana a “irse a su país”, entonces, se activaban todas las alarmas, la reprimenda era automática y se obligaba al culpable a retractarse ipso facto. El profesor daba una charla a toda la clase sobre la necesidad de extirpar el racismo y la xenofobia y se hacía notar en público que tal actitud era “de todo punto intolerable”. Sin embargo, cuando en un contexto similar, un chaval marroquí reivindicaba la posesión de Al-Ándalus, con expresiones como “España y Marruecos misma cosa” o “Al-Ándalus es Marruecos”, esos mismos profesores fingían no haberlo oído, miraban para otro lado y eran los primeros en quitar hierro al asunto. De hecho, jamás se amonestaba por esta razón.

Por descontado, el clima en las aulas no era el más propicio para el estudio, y las interrupciones, gritos y peleas eran constantes… En este contexto, la exigencia académica era escasa y, lógicamente, los resultados académicos muy pobres. Cuando tocaba leer, eran muy pocos los que entendían el texto, y la lectura en voz alta era un auténtico suplicio para el docente y para los alumnos. Los profesores acababan encomendando leer siempre a los cuatro que lo hacían con cierta fluidez, pero al final se veían obligados a leer ellos mismos. Por un lado, debido a la desconexión generalizada de los que no sabían leer, no querían atender, o no entendían nada… y para evitar el señalamiento de los “elegidos” con el estigma de “empollones”. A menudo, por pura supervivencia, los alumnos más inteligentes aprendían a mimetizarse y hacerse los “malotes”.

Los contenidos se adaptaban a los conocimientos y capacidad media de los alumnos, y las notas, igualmente, se adaptaban al nivel, menguante de año en año. Los resultados académicos lo evidenciaban, a pesar del maquillaje estadístico, y todo el mundo sabía que el título de Graduado –otorgado al finalizar cuarto curso de Enseñanza Secundaria Obligatoria, con 16 años– no valía nada. Una titulación inútil que ni siquiera garantizaba saber leer y escribir correctamente tras ¡seis años de primaria y cuatro de secundaria! A todo ello contribuía el falseamiento generalizado de las notas para “mejorar” las estadísticas y evitar a la inspección, porque a ésta sólo le interesaban los números y sólo intervenía cuando un profesor suspendía a más del 50% de su alumnado.

Algo que también llamaba la atención de Miguel era que en el instituto no se encomendaban deberes para casa y disponía de toda la tarde para jugar. Aunque muchos de los trabajos y “dinámicas” de clase –como decía su profesora de Ciencias Naturales– también fuesen juegos; “gamificación” lo llamaban.

Filípides 23-02-2024

1 Asignatura creada para que los alumnos no eligieran “Religión”. Primero fue “Ética”, más tarde “Valores Éticos”; luego “Educación para la Ciudadanía” y actualmente “Atención Educativa”.

2 Sin ir más lejos, el día 13 del presente mes de febrero, en Múnich, un yihadista asesinó a una madre y a su hija de dos años. Dos días después, en Villach (Austria), otro terrorista mató a un chico de catorce años llamado Alex.

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