21/11/2024 15:00
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Mons. Alberto José González Chaves nació en Badajoz en 1970 y fue ordenado sacerdote en Toledo en 1995. Su primer destino pastoral fueron las parroquias de Peñalsordo y Capilla, provincia pacense y archidiócesis Primada. De 2006 a 2014 trabajó en la Congregación para los Obispos, en la Santa Sede. En 2008 se doctoró en Teología Espiritual en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum, de Roma, con una tesis sobre “Santa Maravillas de Jesús, naturalidad en lo sobrenatural». En 2009 obtuvo o un Master en Bioética, en el mismo Ateneo. En 2011 Benedicto XVI le nombró Capellán de Su Santidad. De 2015 a 2021 fue Delegado Episcopal para la Vida Consagrada en Córdoba. En 2020 recibió el Galardón Alter Christus por su atención al Clero y a la Vida Consagrada. Ha dirigido numerosos Ejercicios Espirituales y dictado conferencias y cursillos en España e Hispanoamerica. Ha publicado numerosos artículos y libros de espiritualidad y liturgia, y hagiografías sobre Santa Teresa de Jesús, San Juan de Ávila, San José María Rubio, Santa Maravillas de Jesús, Santa María Micaela del Santísimo Sacramento, Santa Genoveva Torres, los Beatos Marcelo Spínola y Tiburcio Arnaiz, San Juan Pablo II, Benedicto XVI, el cardenal Rafael Merry del Val…

Es coautor de la reciente y extensa biografía de uno de los hombres de la Iglesia de España más importantes del siglo XX, el Cardenal Primado Marcelo González Martín (1918-2004), que le ordenó sacerdote. Con este motivo le entrevistamos sobre algunos aspectos del magisterio sacerdotal de Don Marcelo.

A modo de introducción general, ¿qué idea del sacerdocio tenía Don Marcelo?

En la cuaresma de 1971 Don Marcelo dijo en una conferencia en la catedral de Madrid que hay que reflexionar sobre el sacerdocio tomando como punto de referencia el misterio del sacrificio de Cristo Sacerdote tal como nos lo ofrecen la Sagrada Escritura y la Tradición apostólica de la Iglesia. Esa es su idea del sacerdocio, que nace del Corazón de Cristo en el cenáculo, inflama la predicación apostólica, se robustece en la sinaxis de las catacumbas, se empurpura con sangre martirial y, corriendo los siglos, frente a la herejía luterana cuaja en Trento su identidad inmutable con doctrina solemne. En su siglo XX, Don Marcelo asimila ese sacerdocio desde el magisterio de los Papas, y del Concilio Vaticano II, en continuidad con la enseñanza bimilenaria de la Iglesia, según la cual el sacerdote es aquel a quien Dios Padre ha predestinado en Cristo, de manera especial: además de darle la filiación divina y la redención en la Sangre del Hijo, le ha hecho ministro de esa Sangre. Por ello sería tristísimo perder la dulce certeza de esta predilección divina, dijo Don Marcelo a los ordenandos en 1988; sería convertirse en la pieza mecánica de una Iglesia puramente institucional y reducir la hermosura del sacerdocio a la condición de tecnócrata para el progreso y la paz social. Para ser tales funcionarios mejor que no existierais, diría a los ordenandos del año siguiente.

En su Pastoral “El porvenir espiritual de nuestra diócesis”, como obispo novel en Astorga, en 1963, sobre textos de Pío XII Don Marcelo enumeraba como actitudes sacerdotales de valor permanente el amor y la gratitud a Jesucristo, la humildad ante la propia indignidad y la obediencia a las disposiciones de la Iglesia, el celo, la abnegación, la caridad fraterna en el presbiterio, el desprendimiento. Insistía a sus clérigos en el cultivo de la vida sobrenatural, sin la cual el sacerdote concede más atención a la lectura de un periódico que a la oración bien hecha; a la tertulia, más que al silencio; a un viaje, más que al sacrificio; a una película, más que a una hora de estudio; a las noticias políticas, más que a la disminución del pecado; al deporte, más que a los sacramentos; a la ciencia, más que a la teología; al templo material, más que a la enseñanza profunda del catecismo; al bullicio exterior, más que a la meditación; a la asamblea y a la discusión de problemas ajenos o colectivos, más que al examen de sí mismo; a la crítica de lo que dicen otros, más que a la maduración rigurosa de lo que tiene que decir él; a lo nuevo por lo nuevo, más que a lo antiguo por serlo; a lo mundano, más que a lo eclesiástico; a lo fugaz y cambiante, más que a lo permanente y eterno; a lo confortable y grato, más que a lo difícil y abnegado; a la cultura, más que a la gracia; a lo profano, más que a lo sagrado; al hombre, más que a Dios; a los filósofos, más que a los santos; a los amigos, más que a Jesucristo. Es decir, nos encontramos con el sacerdote que va destrozando poco a poco su propio sacerdocio.

¿Cómo enseñaba al sacerdote a ser santo y santificador?

En Toledo exhortaba a los neopresbíteros de 1980 a revestirse de un armadura espiritual: De lo contrario, seréis pronto víctimas del secularismo de los criterios y de las costumbres, que todo lo invade; y pronto llegará a pareceros lo más natural del mundo el contemporizar con todo, el aceptar todo con una sonrisa de aprobación, el decir que no queréis ser retrógrados, sin daros cuenta de que al decir eso estáis retrocediendo a la oscuridad del pecado o a lo que lleva al pecado. En tiempos de secularismo agresivo, ante lo que dice el mundo de Cristo y de sus ministros, éstos deben ser fuertes para mirar a ese mundo con una sonrisa benévola y… para esperar compasivamente a que ese mundo se deje acercar por vosotros para que le digáis bien lo que sois… El secreto es la unión con Jesucristo: No aceptéis tareas que invadan vuestra vida hasta el punto de impediros el trato con Dios. Dondequiera que estéis… siempre hay tiempo para orar, mirando y ofreciendo al mundo el crucifijo, dijo a su última promoción de sacerdotes, entre los que me encontraba yo, el 25 de junio de 1995. Si el sacerdote es el hombre enamorado de Jesucristo, experimentará la belleza de su amistad. ¿Por qué no cultivamos esto los sacerdotes y obispos?, preguntaba, ya jubilado, tres años después, a esos mismos sacerdotes, en el aniversario de la ordenación de estos.

En medio de las crisis de la Iglesia, para el sacerdote la solución ha estado siempre en vivir la unión con Cristo, dijo a los ordenandos en 1984. El sacerdote es el hombre de una Iglesia que (dirá gráficamente) “ha entrado en él” por el sacramento del Orden; por eso no debe cometer la torpeza de descargar sus frustraciones en el rostro de la Esposa purísima del Cordero. Si Cristo vino al mundo a santificarnos con la gracia de su Redención, de su Palabra y de su Vida, el munus sanctificandi es el primer deber sacerdotal: la Iglesia ordena a sus ministros principalmente para santificar a sus fieles, dirá a los ordenandos de 1989. La clave honda de vuestras vidas – exhortaría en 1987 a los que llamó “sacerdotes del Año Mariano” – está en alcanzar la santidad sacerdotal, porque lo que tenéis que hacer es santificar al Pueblo cristiano. Todo lo demás, pastorear, amar, regir, conducir, dar testimonio… tiende a la santificación del pueblo. Eso debe ser la raíz de vuestra alegría.

¿Qué cualidades mostraba para ser nombrado obispo de Astorga con solo 43 años y qué realizaciones llevó a cabo?

A sus 23 años, tras doce de preparación, en Valladolid y en Comillas, fue ordenado presbítero por el Arzobispo Antonio García y García, en el Santuario vallisoletano de la Gran Promesa. Además de encargarse durante dos años de una parroquia rural, comienza a trabajar en la capital castellana: profesor de Religión en las Facultades de Medicina y Derecho, capellán del convento de Santa Catalina y después de las Teresianas, consiliario de Acción Católica y de Caritas, y canónigo, como lo eran entonces, por el mérito imparcial de una brillante oposición. Por aquellos años, a requerimiento de las Teresianas, Don Marcelo escribiría la biografía del entonces venerable Enrique de Ossó, que tituló “La fuerza del sacerdocio”. En los años 40 y 50, trascendía los límites de la Vieja Castilla la figura del joven canónigo vallisoletano que había construido el Barrio de San Pedro Regalado, con más de 500 viviendas, templo parroquial, escuelas, talleres e instalaciones deportivas. Su nítido perfil sacerdotal, su celo apostólico, su imponente formación, su clara inteligencia, su don de gentes, su asombrosa oratoria, sus dotes literarias, su capacidad organizativa…, todo ello haría que en 1961 Juan XXIII le nombrara obispo de Astorga, diócesis entonces de casi medio millón de habitantes. El 5 de marzo, Don Marcelo es consagrado obispo en la Catedral vallisoletana por el Nuncio Antoniutti. Además de los anagramas de Cáritas y de Acción Católica, pone en su escudo un mote evangélico: Pauperes evangelizantur. En Astorga puso en marcha el Instituto de Formación y Acción Pastoral, el Seminario Menor, la Casa de Ejercicios, la Casa Sacerdotal, el Centro de Apostolado Seglar, tres Colegios, la Radio Popular de Astorga, el Museo de los Caminos, la construcción de viviendas para familias obreras… Pero su primacía fue elevar la formación del clero y de los seminaristas: acariciaba la cifra de mil, para enviar al menos la mitad por las rutas de la Iglesia universal.

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¿Qué resaltaría de su participación como padre conciliar en el Vaticano II?

Joven obispo, en la sesión conciliar del 25 de octubre de 1963 lamentó que se estaba hablando poco de la santidad episcopal: Si el Concilio se propone realmente dar al mundo una figura más clara de la misión del Obispo en la Iglesia, no puede contentarse con presentarle sólo como catedrático y rector, olvidándose de su faceta de santificador, que es la fundamental… La idea de la Iglesia sólo aparecerá clara al hombre de la calle cuando le demostremos en la práctica su poder santificador en la santidad concreta y real de los que ‘rigen’ la Iglesia. Si apenas hablamos de la santidad de los Obispos dará la impresión de que preferimos aparecer como ‘doctores’ y ‘rectores’, aparte de que éstas mismas funciones de enseñanza y de gobierno están en servicio de su misión santificadora… ¿Cómo queremos renovar la Iglesia si no nos renovamos nosotros mismos con una vida más santa?

Y termina con esta consideración maximi momenti: misión gravísima del Obispo es velar para que sus sacerdotes sean santos y puedan santificar así a las almas que se les encomiendan, pero para ello es necesario que nosotros seamos ejemplo vivo de santidad. Parece que estas palabras suyas hubieran hallado eco en la constitución conciliar sobre la Iglesia, Lumen Gentium, 26: “Episcopi, orando pro populo et laborando, de plenitudine sanctitatis Christi, multiformiter et abundanter effundunt”. Pablo VI citó con elogio al prelado asturicense el día siguiente ante un grupo de obispos hispanoamericanos. Tres semanas más tarde tendrá resonancia otra intervención de Don Marcelo; hablando de la desigual distribución de los bienes, incluso dentro de una misma diócesis, no le temblaría la voz al afirmar: Hoc est scandalosum pro fidelibus, contradictorium cum iis quæ prædicamus.

Y después, en Barcelona, ¿fue un obispo en tiempo de crisis?

Enviado allí como arzobispo coadjutor por voluntad expresa de Pablo VI, él sabía que no sería nada fácil y así lo hizo presente al Nuncio. Fue turbulenta ya su entrada, el 19 de mayo de 1966. Sufrió mucho en una Barcelona a la que siempre amó. El volem bisbes catalans era un grito que amalgamaba antifranquismo, nacionalismo, progresismo y… gregarismo mimético. Don Marcelo no se arredró: reestructuró la inmensa archidiócesis, reorganizó los Seminarios, fundó la Facultad de Teología San Paciano, ordenó cuatro obispos auxiliares, puso en marcha cincuenta parroquias, predicó incesantemente. Todo ello, en medio de una crisis provocada, según diría, por un revisionismo sistemático que con sus gritos y gestos desmesurados ha apagado las voces de la serenidad y el equilibrio…; por la petulancia de tantos nuevos doctores que abominan de toda enseñanza recibida, mientras quieren imponer dictatorialmente las suyas…; por una actitud de culpable desconocimiento de lo que la tradición de veinte siglos nos ha enseñado sobre el sacerdocio católico. Años más tarde confesaría haberse esforzado cuanto pudo en ser un Obispo de todos, ministro de la concordia y del diálogo, pero me vi engañado y traicionado por una insaciable progresía que cuanto más le daba, más me pedía, y así hasta los bordes mismos de mi conciencia episcopal.

¿Qué supuso para Don Marcelo tomar posesión de la sede episcopal de Toledo y convertirse en el Cardenal Primado de España?

En el año 1088 el Papa Urbano II otorgó a Toledo el título de Sede Primada. Después del último concilio, con la opinable constitución de las conferencias episcopales (antes, menos asambleística, mediática y burocráticamente, de metropolitanos), la condición primacial perdió sus prerrogativas y su peso jurídico. En ese momento, Don Marcelo, para compensar, dio a la figura del Primado un aumento de autoridad moral, convirtiéndose en el referente eclesial para tantos católicos españoles perplejos que, en medio de las tinieblas de una confusión súbita, veían brillar una antorcha. EN mayo de 1972, a los pocos meses de Estar en Toledo, le dijo Pablo VI en Roma que, desde el corazón de España, actuase como Primado, dirigiendo y defendiendo la doctrina con firmeza. Al mismo tiempo, con sumo equilibrio, Don Marcelo supo no dejarse utilizar por quienes hubieran neutralizado su magisterio. En la carta que le dirigió Juan Pablo II por su 25° aniversario episcopal le decía: “Bien sabemos que no has navegado por mares tranquilos… Sigue por el camino emprendido”.

Don Marcelo fue un gran predicador. ¿Cuáles fueron sus dotes como orador sagrado?

Según el Aquinate, explicar el Evangelio pertenece propiamente al Obispo. La incansable predicación de Don Marcelo era catequética, sencilla y honda, con una belleza inteligible que envolvía al oyente, iluminando su fe mientras caldeaba sus afectos. Fue un eminente orador sagrado, por sus dotes naturales, su inmensa formación, su sentido de la época y del auditorio. Por eso, en horas confusas, su voz de cultor de la verdad fue faro de luz. A los sacerdotes barceloneses les diría en 1967 que la predicación ha de huir tanto de generalidades vagas y abstractas, como del defecto contrario, hablando, en primer término, de la Eucaristía, de los sacramentos, de la gracia, de la cruz, del cielo, de la esperanza.

En 1986 exhortaba a los ordenados en Toledo a predicar el Evangelio desenmascarando el error y el sectarismo, estén donde estén; siempre con dignidad, siempre humildes, siempre con respeto al hombre, que puede equivocarse, pero con valentía frente al error que les equivoca. Sin dejar de ceñirse al marco litúrgico, y sin concesiones inelegantes al coloquialismo, introducía anécdotas o giros cuyo tono familiar interpelaba al auditorio. En un sermón, en la meditación de un retiro espiritual o explanando el Evangelio de la Misa, su palabra tomaba siempre forma de homilía en sentido etimológico: era una amistosa conversación. Así, en mil escenarios: la cátedra universitaria, el paraninfo, la presidencia del Congreso, la Plaza de Oriente, los pueblos maragatos y ponferradinos, las industriales ciudades catalanas, las parroquias rurales de la Mancha, la Sagra, la Jara o la Siberia extremeña, el Santuario de Guadalupe (adonde peregrinó más de 50 veces), sus “cuatro” Catedrales, desde la de Valladolid, abarrotada en la Misa del joven canónigo de Villanubla, hasta la Primada, adonde afluían católicos de toda España a oír predicar a Don Marcelo en Semana Santa.

Y, en su querido Seminario toledano, las homilías programáticas de apertura de curso, la plática final de ejercicios espirituales, o los frecuentes actos académicos en que la docta exposición del ponente palidecía ante la improvisación conclusiva del cardenal, que era lo más esperado por el auditorio. Ya muy anciano, Don Marcelo dirigió los Ejercicios a los ordenandos del año 2001. En una instrucción sobre la predicación sagrada les dio las siguientes recetas: oración larga y serena sobre lo que se ha de predicar; elaboración de un sucinto guion; brevedad y agilidad; benignidad y mansedumbre al censurar los vicios; uso de la Biblia y del Catecismo; alusión al Papa y, oportunamente, al Obispo diocesano; y, por fin, decir algo de la Virgen, con cariño.

Dentro de su riquísima enseñanza, ¿qué importancia dio a la unidad entre los sacerdotes?

Don Marcelo luchó siempre por lograr un clero unido, aun en medio de matices y colores distintos. En la homilía de la última ordenación que presidió en Toledo, el 25 de junio de 1995, glosaba así la epístola de San Pablo a los Gálatas: Ya no hay griegos ni judíos; ya no hay esclavos ni libres; ya no hay ricos ni pobres. Todos somos uno en Cristo Jesús. ¡Vaya un lema que podría ponerse en la puerta de los Seminarios, en la Sala de los Presbiterios y de los Consejos presbiterales! Y en los salones de las conferencias episcopales. “Todos somos uno en Cristo Jesús”. No hay nada que pueda superar el significado de la fuerza de esa frase, si se quiere ser coherente con lo que la fe nos hace sentir y profesar… ¿Quiénes sois vosotros, jóvenes sacerdotes y diáconos? ¿Quiénes sois? Ni lo sé ni me importa. ¡Sois uno en Cristo Jesús! Tres años después, insistía a aquellos que había ordenado: Más unión de los sacerdotes, la ‘communio presbyteralis’, esto que habéis hecho: celebrad el aniversario de la ordenación y reuníos, por ejemplo, cada dos meses: un rato de espiritualidad y otro de coloquio sobre algún tema, y charla amistosa… Llenos de cariño y atención para poder seguir haciendo una labor y rectificándonos también… Y cuando no hay por qué rectificar, alabar… Los sacerdotes somos muy mezquinos muchas veces. No nos alabamos nada por hechos que merecen aplauso… Hay que trazar muchos lazos de unión, y de alabanza, y de cariño, y de reconocimiento de unos a otros. Ser hombres limpios de corazón es no tener envidias, no tener reparos unos con otros; ayudarnos.

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Háblenos de Don Marcelo y la Liturgia. ¿Qué nos enseña sobre el sacerdote como celebrante?

Trazando una semblanza del hoy San José María Escrivá en ABC, el 2 de agosto de 1975, señalaba Don Marcelo: Toda su vida fue como la prolongación de una Misa que glorificaba al Padre. Tal es el secreto de un sacerdote santo y santificador. Y, a fortiori, del obispo. Si, como recuerda el Concilio Vaticano II en su Constitución Sacrosanctum Concilium, n.7, la Liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Cristo, el obispo, presencia de Cristo en la Iglesia, es el hombre del culto, el sacrificador, el santificador. Es sobre todo presidiendo en nombre de Cristo la oración de la Iglesia y la acción sacramental como el obispo realiza su oficio de santificar. Por eso Don Marcelo no fungió de liturgo, y, menos aún, se las echó de liturgista, sino que, en cuanto sacerdote, concibió su existencia litúrgicamente. Más que ser amante de la estética celebrativa o, lo que es más, celoso del decoro del culto divino, él entendió y vivió su sacerdocio como una permanente glorificación del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. Cuando (por usar la revisable nomenclatura al uso) él ‘presidía’ una función litúrgica, nada más lejos de su actitud que atraer hacia sí el protagonismo que sólo corresponde a Jesucristo, verdadero Præsidens de la asamblea eclesial. En este sentido se percibía, no sólo desde la fe sino también de modo sensible, que actuaba in Persona Christi Capitis. En el altar, Don Marcelo aparecía como Pontifex. Su misterioso recogimiento al orar, su unción suave y viril al consagrar, su delicadeza exquisita al incensar, la desafectada majestuosidad de su porte al bendecir, evidenciaban un hieratismo no impostado que transportaba a la atmósfera del sacrum, despojada del cual la Liturgia puede convertirse – ¿aducimos tristísimos ejemplos? – en una mascarada grotesca. Celebrando, Don Marcelo enseñaba la primacía absoluta de Dios y la necesidad de adoración por parte del hombre.

No pocos fueron sus logros en pro de la liturgia durante sus nueve años como presidente de la comisión episcopal respectiva, implementando la reforma litúrgica en España e Hispanoamérica desde la letra y el espíritu de la Sacrosanctum Concilium y no desde las originales innovaciones que en nombre de un Concilio fantasma se proponían por doquier. Cómo no aludir a la reforma y revitalización del Misal mozárabe, secundando las orientaciones del Concilio para recuperar las venerables formas de expresión litúrgica que han enriquecido el acervo teológico. En este sentido, no sería aventurado conjeturar que, junto al Rito Hispano, tras el prudente e inclusivo Motu proprio Summorum Pontificum, de Benedicto XVI, Don Marcelo hubiera deseado también para sus sacerdotes y para sus diocesanos el conocimiento y la participación en la Forma extraordinaria del Rito Romano, vivida con toda naturalidad como un cauce más de enriquecimiento a nivel histórico, teológico y oracional.

¿Qué nos puede decir acerca de su Seminario toledano?

Tras alabar los muchos méritos de Don Marcelo como “Pastor bueno, amigo constante y maestro fiel”, el Papa Juan Pablo II le escribió expresivamente, con motivo de su 50° Jubileo Sacerdotal: “Al considerar tu acción pastoral, Nos agrada destacar el solícito cuidado que has puesto en la atención a los sacerdotes… y a fe que con extraordinario acierto, como lo atestiguan los florecientes Seminarios de tu diócesis. Sabemos además que vas a celebrar el fausto Jubileo de tu sacerdocio rodeado de una floreciente corona de presbíteros nuevos; esto llena en verdad de gozo Nuestro corazón”.

Sacudido por la crisis postconciliar y por el efecto deletéreo de las secularizaciones sacerdotales, el Toledo de 1972 no ofrece a Don Marcelo más que un exiguo puñado de seminaristas. Él reza, reflexiona, consulta, y el año siguiente propone soluciones operativas en una Pastoral de la que se conoce sólo la primera parte del título, que es como un guiño al lenguaje en boga: “Un Seminario nuevo y libre”. La segunda es sintomática: “¿Más sacerdotes o más seglares?”, porque contrapone implícitamente, a la visión protestante, la católica, de Trento y del Vaticano II, indicando que la promoción del laicado, antes que sustituir la función del sacerdote, la reclama con mayor urgencia. Clarividente, lúcido y profético, es un documento histórico por lo que tiene de certero análisis de la situación (en muchas diócesis, aun vigente hoy) y de atinado programa de acción pastoral, como demostrarían, no tardando mucho, los resultados obtenidos. Pero, aunque la difundió L’Osservatore Romano, aquella Carta fue entonces vox clamantis in deserto, no exenta de incomprensiones, incluso en ambientes eclesiásticos. Mas no buscó nunca Don Marcelo el aplauso del mundo: siguió adelante, sin temblarle el pulso.

Y cuando, a la vuelta de 23 años y medio, se despidió de Toledo, había ordenado para la Iglesia universal 414 presbíteros, de los que me cabe la honra de ser el número 405. Pocos casos, si es que hay alguno, se habrán dado en el mundo occidental mientras la crisis vocacional tocaba fondo por los reformismos atrozmente devastadores que denunciaba Don Marcelo en la Catedral Primada el día de San Juan de Ávila, 10 de mayo de 1975. Sirva esta entrevista que tan amablemente me hace Infocatólica para suscitar el deseo de leer aquella Pastoral (www.cardenaldonmarcelo.es) para saber cómo Don Marcelo deseó y logró “un Seminario nuevo y libre” que dio a la Iglesia 414 sacerdotes formados en la fe católica. La de San Ildefonso, Cisneros y Don Marcelo.

Por Javier Navascués

Autor

Javier Navascués
Javier Navascués
Subdirector de Ñ TV España. Presentador de radio y TV, speaker y guionista.

Ha sido redactor deportivo de El Periódico de Aragón y Canal 44. Ha colaborado en medios como EWTN, Radio María, NSE, y Canal Sant Josep y Agnus Dei Prod. Actor en el documental del Cura de Ars y en otro trabajo contra el marxismo cultural, John Navasco. Tiene vídeos virales como El Master Plan o El Valle no se toca.

Tiene un blog en InfoCatólica y participa en medios como Somatemps, Tradición Viva, Ahora Información, Gloria TV, Español Digital y Radio Reconquista en Dallas, Texas. Colaboró con Javier Cárdenas en su podcast de OKDIARIO.
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