Durante el verano de 2023 hemos soportado la habitual ofensiva mediática sobre el calentamiento global que, como en años anteriores, ha llegado puntualmente con los primeros calores, acompañada como siempre de las alarmas sobre la sequía y la escasez de recursos hídricos. Se nos informa de manera alarmante (la terminología se va endureciendo progresivamente y en lugar de una crisis climática ya hemos llegado a la ebullición climática y a abrir las puertas del infierno, según ANTONIO GUTERRES, Secretario General de la ONU), que estamos consumiendo más agua de la que podemos permitirnos. También se nos informa de que el cambio climático está acentuando los problemas, porque al aumentar la temperatura están disminuyendo las precipitaciones. Pero, ¿y si estas dos premisas no fuesen ciertas y las causas de la escasez de agua fuesen otras?
Los registros disponibles de pluviosidad anual (valor total de litros/m2 acumulados en un año) en los observatorios más antiguos de España, como por ejemplo el de El Retiro en Madrid, operativo desde 1854 y que puede considerarse como representativo de la denominada España seca, indican claramente que estamos atravesando un periodo de sequía, ya que está lloviendo por debajo de la media. Sin embargo, no se trata de una situación extrema, excepcional y sin antecedentes. Hubo una sequía más severa en el entorno de 2010, que a su vez fue bastante similar a la registrada durante los años duros de la Guerra Civil. Y también, parecida a la que tuvo lugar a mediados del siglo XIX durante el reinado de Isabel II, cuando la merma de agua afectó a las cosechas, llegándose a multiplicar por seis el precio del pan como consecuencia de la escasez de trigo.
Por otra parte, aunque es innegable que la Tierra se ha calentado durante el pasado siglo y sigue haciéndolo en la actualidad, se trata de un aumento de temperatura que (con notables oscilaciones, no de una forma linear y continua) viene acaeciendo desde hace 20.000 años, desde que se alcanzó el clímax frío de la última glaciación. Y ese aumento de temperatura, además de oscilante, es mucho más lento de lo que quieren hacernos creer. De acuerdo con los datos de la prestigiosa organización californiana Berkeley Earth, la temperatura del planeta se ha elevado 1,24ºC respecto al promedio registrado entre 1850 y 1900, a un ritmo de 0,01ºC/año. Es decir, por debajo de los ritmos de ascenso con los que sistemáticamente nos intimida el IPCC, el grupo de expertos climáticos promovido por la ONU. Esta información debiera ser suficiente para que no se alarme a la población con aceleraciones de calentamiento que no se están produciendo, sino que está siguiendo el ritmo habitual que han impuesto los ciclos naturales desde el principio de los tiempos.
Sin embargo, contradictoriamente, se nos asegura que como consecuencia del aumento de temperatura, la atmósfera absorbe más cantidad de agua y se están produciendo más sequías, desmintiendo los datos meteorológicos registrados. Entonces, ¿a qué se debe la indudable escasez de agua que estamos experimentando? En realidad, la respuesta es bastante sencilla y no tiene nada que ver con el cambio climático ni el calentamiento global, se debe simplemente a que estamos consumiendo más agua de la que podemos permitirnos. Pero ese exceso no es debido a ningún cambio significativo que se haya producido en la naturaleza, si no al radical aumento en la demanda de agua, especialmente durante el último medio siglo.
Actualmente, la inmensa mayoría del agua que se consume en España (80,4%), se destina a regadíos y usos agrarios, un 15,6% al uso urbano, y el 4% restante a usos diversos, incluyendo los industriales. Es decir, que es en el abastecimiento doméstico y agropecuario donde se centran los principales problemas de suministro. Y, ¿ cómo ha evolucionado el consumo durante las últimas décadas respecto de esas necesidades?
La población española ha crecido desde los 10.000.000 de habitantes a finales del siglo XVIII, con un despegue considerable a partir de 1940 (24.000.000 habitantes), hasta los 47.000.000 actuales. Pero además de los estrictos datos poblacionales, hay que considerar también los cambios en los hábitos y la evolución social que se produjeron en paralelo. El desarrollo económico que permitió la modernización de las viviendas, introduciendo el uso generalizado de sanitarios y cuartos de baño, especialmente en zonas rurales. También, un sector significativo de la población pudo acceder a una segunda vivienda, al mismo tiempo que cambiaba el estilo urbanístico de las ciudades, desarrollándose áreas de viviendas unifamiliares en su entorno. Ambas circunstancias trajeron consigo un incremento considerable en demandas de agua para piscinas y riego de jardines. Y por último, la avalancha de turistas extranjeros, que en algunas localidades costeras durante el verano suelen multiplicar por diez la población habitual. En el cómputo anual de 2019, antes de la pandemia, el número total de turistas alcanzó los 83 millones, casi el doble de la población española. No es fácil cuantificar de forma precisa el impacto que, de forma combinada, han tenido los factores descritos en el consumo de agua. Pero, de forma intuitiva, se puede estimar que a lo largo de las últimas décadas, el gasto total de agua en áreas urbanas se ha multiplicado por un factor muy considerable.
Una evolución similar, pero aún más importante desde el punto de vista cuantitativo, se ha producido con la agricultura. Desde la década de los años 50, cuando se inicia el despegue demográfico, la superficie de regadíos en España se ha multiplicado por tres, y en el momento actual, un tercio de la superficie total de regadío de Europa la tenemos en España. Resulta pues evidente que si hay déficit de agua, no es como consecuencia del calentamiento global, sino porque el consumo ha aumentado drásticamente y no se han actualizado las infraestructuras para aumentar la capacidad de suministro proporcionalmente a dicho consumo.
El imparable aumento en la demanda de agua, asociado al crecimiento de la población, que se viene registrando desde el siglo XVIII, ha necesitado de la construcción de infraestructuras que proporcionasen soluciones a las necesidades existentes. Ya a mediados del siglo XVIII, se abordó la construcción de grandes obras hidráulicas, como el Canal de Castilla y el Canal Imperial de Aragón, que aunque inicialmente tuviesen como objetivo facilitar el transporte, a la postre sirvieron para aumentar la superficie de regadíos. Un siglo más tarde, se inició la construcción del Canal de Isabel II, todavía hoy responsable del abastecimiento hídrico de la ciudad de Madrid.
La construcción sistemática de embalses se inició a principios del siglo XX, teniendo un impulso definitivo a partir de los años 50, aunque algunos de ellos representaron la ejecución de proyectos más antiguos. Así, por ejemplo, el Plan Badajoz, fue ya planteado a principios del siglo XX, bajo el nombre de Plan Gasset. Pudo haber sido llevado a término por la II República, pero no fue aprobado por las Cortes y su ejecución se inició mucho más tarde, a partir de los años 50, siendo culminado por los primeros gobiernos de la Transición, dos décadas más tarde. En conjunto, el denominado Plan de Transformación y Colonización durante la segunda mitad del siglo XX, supuso la construcción de 615 embalses. La presa de La Serena, en Badajoz, culminada en 1990, representó la última gran obra hidráulica de aquel programa que no ha tenido continuidad hasta el presente; nada se ha hecho desde entonces, a pesar de que las demandas de agua han seguido creciendo.
Por lo tanto, independientemente de una evolución climática que está muy lejos de ser tan rápida y crítica como algunos quieren hacer creer, ahora no disponemos de la infraestructura necesaria para garantizar a largo plazo el abastecimiento de agua que requerimos, y el problema que se le plantea a las próximas generaciones no es baladí. No existen expectativas realistas que auspicien un aumento significativo de la pluviosidad para el futuro a medio o corto plazo. Tampoco es factible reducir de forma drástica el consumo de agua, mediante la disminución de la producción agrícola o la rebaja de la actividad turística, ya que ambas actividades son auténticos pilares de nuestra economía.
Puede concluirse entonces que, dada la situación actual y las perspectivas de futuro, si no cambia radicalmente nuestra estructura productiva y la tendencia socio–económica de la población, los problemas de escasez de agua no sólo persistirán, sino que se irán agravando con el tiempo. Las medidas de ahorro y optimización son necesarias pero no son suficientes, y las únicas soluciones reales pasan por acometer la ampliación y modernización de las infraestructuras requeridas, bien para almacenar agua, bien para hacerla llegar a donde se necesita desde las zonas donde existen excedentes, y sin que existan fugas por el camino.
Sin embargo, la realidad política actual, hace muy difícil que los argumentos técnicos, por evidentes y contundentes que sean, se impongan a los imperantes criterios ideológicos, regionalistas, sectoriales y partidistas. De hecho, hace ya más de dos décadas que el proyecto de trasvasar agua desde el Ebro hasta el Segura, fue bloqueado por los criterios antes mencionados, aduciendo dudosas razones ecológicas. Incluso, no sólo no se actualizan y amplían las infraestructuras hidráulicas, sino que se destruyen algunas de las existentes. Sólo en 2021 fueron demolidas en España 108 barreras fluviales, incluyendo presas y azudes, casi la mitad del total de 239 que se han desmantelado en toda Europa.
Las razones que se aducen para su justificar la inutilidad de las presas, están asociadas al cambio climático. Se dice que al aumentar la evaporación, los embalses no pueden guardar las reservas de un año para otro y no es posible acumular agua en periodos lluviosos para utilizarla en periodos secos. Si tenemos en cuenta que, desde su construcción, en la segunda mitad del pasado siglo, las presas y embalses han venido prestando un excelente servicio, cuesta creer que una elevación de 0,3ºC en la temperatura planetaria, el que se ha registrado a lo largo de los últimos 40 años, sea razón suficiente para que el aumento de evaporación convierta a los embalses en infraestructuras inútiles. Ni tan siquiera aplicando la ley del embudo, se puede justificar la cuadratura del círculo.
(Una versión más extensa de este artículo puede leerse en https://entrevisttas.com/2023/08/22/el-cambio-climatico-comodin-y-cortina-de-humo-para-justificar-la-escasez-de-agua-en-espana/)
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Qué forma más trapacera de aludir a todos los periodos con nombres por doquier… excepto a uno, la época innombrable, en la cual, por lo visto lo único que se hizo fue culminar lo ya empezado o planeado en tiempos más «gloriosos» o empezar lo que se terminó en tiempos ya más «respetables».