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Es sabido que tanto como la potencia militar contribuye la diplomacia a mantener el prestigio de una nación en las cortes extranjeras. Por eso conviene que entre los diplomáticos sea frecuente la aptitud para las negociaciones y el rigor profesional respecto a este difícil género de asuntos. No vamos a soñar con unos embajadores tan prestigiosos como algunos de los que disfrutó el reinado de Felipe III, edad de oro de la diplomacia española, o como los que se sucedieron tras la ejemplar reorganización administrativa del Estado efectuada por los Reyes Católicos, pero tampoco podemos conformarnos con unos representantes desleales, sin peso ninguno en la política interior de las grandes potencias de la época.
O lo que es peor, con la gravísima existencia de topos en nuestra sede de Asuntos Exteriores. Porque haberlos los ha habido y según los rumores y las actitudes prepotentes de nuestros competidores y amigos extranjeros, también los hay actualmente. Las actividades de espionaje de las representaciones diplomáticas de éstos se han mantenido en plena efervescencia durante el postfranquismo, gracias, por supuesto a la inestimable colaboración de los nuestros, esa serie de traidores, muchos de ellos confesos, que consideran buena cualquier ocasión para denigrar a su patria o pasar a nuestros aliados información susceptible de afectar a aspectos relacionados con la seguridad nacional.
De ahí que moros, atlantistas y demás pelajes estén permanentemente con las orejas tiesas y tomando nota de cualquier coyuntura favorable facilitada por sus servicios secretos o por las negligencias y deslealtades de los propios políticos o funcionarios españoles. Frecuentes casos y reiterados rumores nos anuncian la existencia de madrigueras en los sótanos de la diplomacia española. ¿Cuántos documentos confidenciales o cuantos testimonios verbales han pasado a disposición de otros países durante los últimos cuarenta y cinco años?
Porque lo evidente es que, durante la Transición socialista, es decir, democrática, la diplomacia española no ha dejado de jugar un papel decorativo o al servicio de los enemigos de España. Todas las negociaciones habidas, todos los acuerdos o convenciones preparadas se han desenvuelto bajo la inspección, las reglas y las directrices de las potencias o de los Estados con ascendiente sobre los venales y traidores gobernantes patrios. Los embajadores españoles, orientados por sus superiores políticos, han observado, escuchado, tomado nota y enviado despachos en los que se subrayaba la postura infiel y genuflexa de nuestra diplomacia.
Nuestros diplomáticos están lejos de ser espías privilegiados que disponen de toda una red de informadores; lejos de actuar como agentes políticos relacionados con todos los traidores extranjeros en potencia; lejos de distribuir secretamente mercedes y pensiones, o de maniobrar con todas las personalidades influyentes del país en que ejercen su cargo. Nada de eso. Sin embargo, sí que han visto como tancredillos, cómo todo ello ocurría en sentido contrario. En consecuencia, España ha sido la espiada, la humillada, la depredada, la atacada mediante atentados y la, en definitiva, ninguneada y debilitada.
Por nuestra patria se han paseado libremente no sólo embajadores dañinos, también una multitud de agentes secretos, aventureros y aventureras idóneas para las negociaciones reservadas, personajes de ideología antiespañola, incluso supuestos intelectuales, más o menos hábiles o mediocres que podían ser autorizados por sus mandatarios y que sabían utilizar a la perfección las relaciones equívocas, los secretos sexuales o de cama, las argucias dialécticas, las historiografías dañinas o los discursos a la carta.
Ciertamente, el método de la diplomacia es positivo. La diplomacia es un ayudante imprescindible de la política. Y puede proclamarse como dogma que para la capaz y competente diplomacia sólo cuenta el resultado. La política se funda, ante todo, en el cálculo de una relación de fuerzas. La ley suprema es el interés bien entendido, y el criterio primordial el de la eficacia. Diplomáticamente, Dios, la moral, la verdad, aunque a veces se mencionan, siempre se olvidan. Las preocupaciones morales se subordinan al cálculo de dichas relaciones de fuerza.
Y todos sabemos la fuerza que tiene España internacionalmente desde que la okuparon los socialistas, sus feroces enemigos. La diplomacia es la guerra en otro terreno. En ese terreno el incumplimiento de los compromisos es algo normal. Poseyendo la opción de unir o desunir, cada compromisario puede hacer lo que le place, según su fuerza. Los más fuertes jamás se consideran rigurosamente obligados por lo que han firmado.
Las armas habituales son la mentira y la astucia, algo en lo que brillan con fulgor propio los socialistas, pero las ponen no al servicio de su país, sino para su destrucción. Empeñados en derribar a la patria es difícil que puedan mantener la fe, generatriz del honor; al contrario, no dejan de minar la moral y la esperanza de la ciudadanía, reanudando la época de los pasados años 30, en los que fue preciso apelar para la salvación de España al espíritu de Cruzada. Espíritu que hoy, infortunadamente, no se ve por parte alguna.
Los embajadores, los diplomáticos, deben conocer la historia, maestra no sólo de todas las noblezas y excelencias, también de todos los fraudes, engaños y perjurios. Deben mostrarse leales y francos para captarse la confianza de sus interlocutores y, llegada la ocasión, como quería Maquiavelo, poderles engañar. Los diplomáticos deben asegurar sin inmutarse que quieren hacer una cosa para verificar en seguida lo contrario.
En estos procedimientos, insisto, son hábiles los socialistas y el conjunto del frentepopulismo. Lo único admirable del caso es que, en el desarrollo de tales habilidades, que forman el utillaje del oficio, se han equivocado de destinatario y las han puesto a favor de los enemigos de la patria y para la destrucción de ésta.
Gobernados como estamos por el enemigo interior, por los valedores de un Gibraltar colonizado o de un Marruecos, enemigo potencial de España, ¿quién garantiza que cuestiones de la más alta confidencialidad no se hayan filtrado en mor del enriquecimiento personal y de la anhelada destrucción de la propia patria que tanto odian? Jamás puede haber absolución para los delitos cometidos por la entrega al extranjero de secretos de Estado. Pero como la ciudadanía no quiere enterarse de nada relativo a la responsabilidad del Estado, y como estos socialcomunistas disfrutan de la bula que les concede la justicia, tampoco sus delitos diplomáticos les abrirán las puertas de la cárcel.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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Pensar que esa rata con chepa ha sido vicepresidente del Gobierno de España y que en la actualidad es el que mangonea el gobierno mientras destroza todo da que pensar sobre el nivel moral y cultural que ha conseguido la sociedad española