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Edite et potum, post mortem nulla voluptas
El salón central del Gran Casino militar reunía aquella noche a la flor y nata de la sociedad de la comarca. Por todos sus rincones se respiraba lujo y ostentación. Y allí estaba sentado él, Macías Itúrbide, sin lugar a dudas el hombre del año, flanqueado por el alcalde de la capital y un general de mediana edad. Lo que había conseguido, y por lo que la gente le tenía en consideración y tan alta estima, se debía a haber logrado llevar el nombre de su ciudad por medio mundo, que se le reconociera su trabajo de aquella manera, y hubiera conseguido codearse con personajes de renombre mundial. Ahora era portada de las más reputadas publicaciones, y verle en televisión a todas horas era la tónica, y todo, por revolucionar el universo de la cocina.
Después de haber viajado por todo el planeta volvía a casa.
Pronunció un breve discurso agradeciendo a sus paisanos el homenaje recibido, confesando que después de aquello abandonaría para siempre su interés por la gastronomía y se retiraría en el pueblo que le había visto nacer.
– Quien inicie el camino en la búsqueda del placer tiene dos opciones, bien abandonar esa senda lo más rápidamente posible, bien enrolarse en un periplo infinito e insaciable de sinsabores e infortunios (infirió Macías a media voz a quien tenía a su diestra).
– Tal vez sea cierto eso que dice. Ahora que… no me negará que por el camino uno se entretiene, además, en el placer no creo que tenga que existir obligatoriamente tal búsqueda, quizá se ansíe por el placer mismo… (respondió su interlocutor).
– ¿Y eso vale de algo?
– ¿Y algo lo vale?
– Es usted un escéptico, siempre lo ha sido.
– ¿Escéptico llama a quien no espera ya nada? Acaso sería tal cosa y aceptaría dicha etiqueta si dudase entre algo, si soñase con alguna cosa, pero cuando se tiene el convencimiento absoluto de que nada merece la pena…
– Eso no me sirve.
– ¿No le sirve? ¡Qué inseguro le veo!
La noche transcurría como era esperable, calmada, apacible, según lo calculado y previamente establecido, sin grandes sorpresas. Macías sintió una gran satisfacción en su interior al contemplar el espectáculo que para él se representaba, al ver la cara de complacencia de sus comensales. Sus rostros irradiaban ahítos, felicidad, y eso le embargaba. Comenzó a sentirse cansado y solamente pensaba en dar por finalizada la noche, salir de allí y quedarse a solas para relamerse en su victoria.
– Creo que nuestra conversación quedó a media cuando antes nos interrumpieron (le fue susurrado al anfitrión).
– Seguro que sí, pero perdóneme que ahora no lo recuerde (respondió de un modo casi mecánico).
– Pensaba que bien pudiera ser interesante proseguir con usted lo iniciado y…
– ¿Lo cree necesario? (le espetó sin dejarle terminar).
-Bueno…
– Le aseguro que un día de estos lo haremos.
– Le tomo la palabra. Algunas cosas que ha dicho acerca del placer, las tentaciones, la voluntad, me ha dado que pensar.
– Eso nunca está de más. Ahí le dejo otra para que vaya cavilando: el que cae en las tentaciones de la gula no sólo quiere consumir comida desea, además de alguna manera, ingerir el universo. En este sentido la gula se mimetiza estrechamente con la lujuria.
– Bien mirado… Interesante punto de vista. Espero verle mañana.
– No lo creo, quisiera pasar unos días sin recibir a nadie.
– Pues hasta la próxima entonces.
– Buenas noches.
Dieron las doce en el reloj del salón principal cuando la gente comenzó a salir del casino para dar por finalizada la velada. Los invitados se iban con una expresión plena de embriaguez interior, después de comprobar en sí mismos los manjares degustados y que tanto había dado que hablar. Nunca les fue revelado que el secreto del menú era la carne humana.
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