22/11/2024 01:57
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A Santos Molinuevo le parecía inverosímil que esa misteriosa médium fuese capaz de adivinar no ya el futuro o el pasado sino lo que pudo haber sido su vida y no fue pero estaba persuadido de que no se trataba de una impostora. 
Por eso no vaciló ni un segundo a la hora de acudir a la cita que había concertado con ella en su chalet del elegante barrio madrileño de El Viso.
Aunque los honorarios de la pitonisa le parecieron sumamente elevados, no tenía más remedio que admitir la singularidad de su oficio. 
Además, en los últimos años, únicamente el anuncio que acababa de leer en la prensa había despertado su curiosidad:
 
Candelaria Cabeza de Vaca. 
Vidente especializada en ucronía. 
Teléfono 915 611 760.
Calle Velintonia 7.
 
Tras apearse del taxi no sin cierta dificultad apoyándose en su bastón de ébano con empuñadura de plata, Santos Molinuevo caminó por la acera con su porte señorial, pisando la hojarasca de las acacias desnudas, bajo un cielo plomizo que anunciaba tormenta y después de detenerse frente a una puerta de hierro con lanzas pulsó el botón del interfono.
 
– Sí- contestó una voz masculina, cavernosa y solemne. 
 
– Soy Santos Molinuevo. 
 
– Adelante, por favor…
 
Frente a él apareció una casa de tres plantas, flanqueada por naranjos, con los muros revestidos de yedra, las ventanas enrejadas y el tejado de pizarra, en cuyo jardín se respiraba un aroma a lavanda y solo se escuchaba el dulce murmullo de una fuente y el zureo de una paloma que había acudido a beber agua. 
Una vez recorrió un sendero empedrado, rodeado de césped cuidadosamente segado, subió tres escalones y golpeó la aldaba. 
 
– Buenas tardes- le dijo nada más abrirle la puerta un mayordomo circunspecto que le acompañó hasta el salón-. La señora estará con usted enseguida…
 
En la chimenea de mármol chisporroteaba la leña y sobre el suelo ajedrezado dormía plácidamente un gato de angora.
Entretanto, Santos Molinuevo fisgoneó los volúmenes forrados en piel que descansaban sobre los anaqueles de la librería; contempló embelesado el retrato al óleo de una enigmática muchacha de ojos negros; y se atusó el cabello níveo- más ampuloso que abundante-, frente a un espejo ovalado. 
Mucho tiempo atrás, cuando Santos era un joven, apuesto y brillante director general del Tesoro, lleno de ímpetu y ambición, su nombre sonó con insistencia en las altas esferas como ministrable.
Y, en efecto, por aquellas fechas, el Presidente del Gobierno le citó en el Palacio de la Moncloa para ofrecerle la cartera de Hacienda, acariciando así su más preciado sueño: ser Ministro. 
Sin embargo, nada más salir exultante de la Moncloa, en un audi negro conducido por su chófer, en dirección a su lujoso chalet de Pozuelo de Alarcon, arreció la lluvia y segundos después el vehículo patinó en un adelantamiento.
Tras invadir la mediana, el automóvil dio tres vueltas de campana y fue a parar  boca arriba a una hondonada. 
Pese a que el audi quedó reducido a un amasijo de hierros retorcidos, ambos salvaron milagrosamente la vida si bien corrieron una suerte desigual…
Así como el pobre Santos no tuvo más remedio que presenciar la jura de los flamantes Ministros a través de la televisión, postrado en la cama de la clínica, con la cabeza vendada, el brazo en cabestrillo, dos costillas rotas y una pierna escayolada, su chófer solo se hizo una capsulitis en el dedo gordo del pie.
Si tamaño infortunio no fuese bastante, su puesto en el Gobierno lo acabó ocupando Gregorio López Trepat, «el trepa», como todos le apodaban en el partido, por quien él sentía una particular inquina.
Ni las cantidades ingentes de analgésicos y ansiolíticos que Santos consumió aquellos días en el hospital ni la llamada del Presidente,  interesándose personalmente por su salud y prometiéndole contar con él en un futuro próximo aplacaron su cólera. 
Se había quedado con la miel en los labios…
 
-Toda una vida repleta de esfuerzos, sacrificios y  renuncias para no pasar de ministrable- se lamentaba Santos machaconamente ante su abnegada esposa, María Auxiliadora, que lo atendió con una paciencia oriental durante su convalecencia. 
 
Lo peor de todo no fueron las secuelas físicas del siniestro sino las psicológicas…
A Santos se le agrió el carácter, tornándose hosco y taciturno, casi un misántropo. 
Le atormentaba haberse quedado a las puertas del triunfo, en el umbral de la gloria…
Entre sus amigos se comentaba que había perdido el juicio y que padecía insomnio. 
Al parecer su mujer le  sorprendió más de una vez cuando clareaba el día arrellanado en un butacón de su casa hablando sólo. 
En sus soliloquios fantaseaba con que era un exitoso Ministro de Hacienda y respondía con voz campanuda a las cuestiones que le formulaba una popular  periodista de la primera cadena de televisión. 
 
– Me alegro de que me haga usted esa pregunta- era la recurrente frase con la que arrancaba sus abstrusas disertaciones, salpicadas de cifras y datos macroeconómicos.
 
De repente, Santos oyó pasos en el piso de arriba y, tras rechinar el gozne de una puerta, se volvió. 
 
Candelaria Cabeza de Vaca y Fernández de Osuna apareció apoyada en la balaustrada de caoba. 
Era alta, flaca y arrogante.
Llevaba un parche en un ojo y el cabello entrecano recogido en un moño.
Fumaba con boquilla, vestía una túnica de algodón impoluta y sobre el pecho le colgaba un collar de lapislázuli. 
Candelaria descendió risueña la escalera, con una lentitud majestuosa, acariciando el pasamanos.
Tras saludarle amablemente, ambos tomaron asiento en un confortable sofá y para romper el hielo charlaron un rato de cosas intrascendentes y livianas. 
A Santos enseguida le cautivaron los exquisitos modales y el agudo ingenio de esa extravagante dama, oveja negra de una familia linajuda.
Más tarde ella le miró fijamente a los ojos y, con su voz rasposa, entró en materia:
 
– Quiero advertirle que no le ocultaré nada de cuanto vea. Del mismo modo que un médico no pretende complacer a su paciente, sino diagnosticar su enfermedad, yo procuraré alumbrar el reverso de su existencia a partir del «instante crucial», independientemente de que le satisfaga o no su «otra vida», en la cual tal vez le cueste reconocerse. 
 
Santos tragó saliva y movió afirmativamente la cabeza. Su corazón latía con fuerza.
Acto seguido los dos se pusieron en pie, atravesaron un largo y angosto pasillo, decorado con grabados, y se adentraron en un habitáculo oscuro. 
Después la vidente cerró la puerta de cristal esmerilado con pestillo. 
Estaba anocheciendo y apenas se distinguían sus siluetas, de modo que se sentaron, casi a tientas, en torno a una mesa camilla.
A continuación Candelaria encendió una vela con un fósforo de cocina y la llamarada iluminó sus rostros y la bola de cristal. 
 
– Y bien…-murmuró ella. 
 
– Quiero saber como hubiera sido mi vida de no haber sufrido hace veinticinco años un accidente de coche- dijo Santos Molinuevo con la voz entrecortada. 
 
– Necesito conocer la fecha exacta del suceso- musitó la médium a la vez que frotaba la esfera de vidrio. 
 
– Fue el 23 de abril de 1980- repuso él evocando aquella lluviosa y aciaga noche mientras se aflojaba el nudo de la corbata. 
 
Entonces la médium tuerta entornó el ojo y se abismó en la bola de cristal, produciéndose un silencio espeso y prolongado, solo roto por la algarabía de unos niños que se columpiaban en un parque cercano. 
Al cabo de un rato, la vidente alzó la mirada con el rostro bañado en sudor y, tras carraspear, comenzó a desgranar, con su prodigiosa memoria, cuanto había presenciado, algo así como fotogramas sueltos de una película…
 
– Todo quedó en un pequeño susto. Su chófer dio un oportuno volantazo y logró controlar el vehículo. 
 
Santos Molinuevo se mordía las uñas…
 
– Unos minutos más tarde- continuó ella- llegó ileso a su residencia de Pozuelo de Alarcón; trepó los peldaños de la escalera de tres en tres y se fundió en un efusivo abrazo con su mujer. 
Justo una semana después, el Presidente del Gobierno cumplió su palabra y le nombró Ministro de Hacienda. Fue el día más feliz de su vida. 
 
Santos le escuchaba con brillo en los ojos…
 
– Según he podido leer en la portada de algún diario- prosiguió la médium-, con su atinada política económica logró disminuir la tasa de paro, reducir el déficit público y nivelar la balanza de pagos. El país vivió un lustro de bonanza. 
 
Santos no cabía en sí de gozo…
 
– Le he visto también por la televisión: En la tribuna del Congreso de los Diputados, defendiendo con firmeza los Presupuestos Generales del Estado; en el banco azul, replicando con vehemencia las interpelaciones del portavoz de la Oposición; y en una rueda de prensa, respondiendo con aplomo a las cuestiones que le planteaba un incisivo periodista. 
 
Santos estuvo a punto de levitar…
 
Asimismo he podido contemplarlo en una montería, abatiendo con su rifle a un corzo; en un restaurante de cinco tenedores, degustando una cazuela de angulas; y vestido de etiqueta en una cena de gala en el Palacio Real.- Luego Candelaria hizo una pausa, arqueó las cejas y añadió- : Eso sí, aparece usted repetidas veces en la cama de una suite de lujo retozando con una señorita que no es su esposa…
 
– ¡Cómo!- exclamó él con los ojos como platos. 
 
– Lo que oye -contestó  ella sin inmutarse. 
 
– Me está usted ofendiendo- bramó Santos Molinuevo-.Yo le he sido siempre fiel a María Auxiliadora. Desde que nos hicimos novios jamás la he faltado. Precisamente el año pasado celebramos nuestras bodas de oro y disfrutamos de una semana inolvidable en Venecia…
 
La médium permaneció unos instantes en silencio, tamborileando con sus uñas sobre la mesa, y luego preguntó:
 
-¿Desea que continúe?
 
– Está bien, está bien…Por cierto, ¿cómo era ella?
 
– ¡Despampanante!- sentenció Candelaria.- Y,  ayudándose de las manos para describirla, añadió-: El cabello ensortijado, los ojos almendrados y la piel tostada; las mejillas tersas, los labios carnosos y las piernas torneadas; los senos protuberantes y el trasero respingón.
 
Santos Molinuevo se humedeció los labios antes de extraer del bolsillo del pantalón un pañuelo para enjugar el sudor que perlaba su frente. 
 
– Sin embargo -continuó  Candelaria-, le costó Dios y ayuda satisfacer los caprichos de aquel insaciable pendón: abrigos de ocelote, pulseras de oro blanco, sortijas de brillantes, viajes a Acapulco, un crucero por los fiordos noruegos…todo le parecía poco. En realidad, su sueldo de funcionario, por muy ilustre que fuera, no le permitía llevar ese tren de vida…
 
-¿Qué está usted insinuando?- preguntó Santos dando una palmada en la mesa que hizo temblar la bola de cristal. 
 
– Estoy afirmando- enfatizó Candelaria- que el señor Ministro no podía colmar todos los antojos de su amante y ella adoraba el lujo tanto como comer con los dedos. Se lo digo sin ambages, querido Santos, usted se vio involucrado, junto a alguno de sus más estrechos colaboradores, en una trama de corrupción fiscal. 
 
– ¡Cómo se atreve!- atronó Santos al tiempo que golpeaba el suelo con la contera del bastón-. Esto es una broma de mal gusto.¿Quién demonios es usted?
 
Entonces la médium, con un tono enérgico y sin pestañear, afirmó:
 
– Yo soy Candelaria Cabeza de Vaca y Fernández de Osuna, Marquesa de los Monteros de Espinosa. ¡Grande de España! Y no estoy dispuesta a consentirle ni una impertinencia más, señor…ministrable. Ya se lo advertí. No es la primera persona que pasa por esta consulta sin reconocerse en su «otra vida» y mucho me temo que tampoco será la última…Por si no lo sabía, se lo digo yo: El poder corrompe. ¿Quiere que siga?
 
– Continúe, por favor- farfulló Santos. 
 
– El «affaire» lo destapó la prensa y en poco tiempo  le convirtió en un muñeco del pim para pum. Sus amigos le retiraron el saludo, sus colegas le miraban como un apestado y el Presidente no tuvo más remedio que cesarlo fulminantemente. Le relevó en el cargo Gregorio López Trepat, «el trepa», como ustedes le llamaban. 
 
– Lo sabía…- masculló Santos. 
 
 – Aquella barragana se fugó sin dejar rastro y años más tarde se amancebó con un magnate de la televisión venezolana. Hoy es una alcohólica obesa que regenta un lupanar en Caracas. Usted fue procesado y condenado a trece años de cárcel por el Tribunal Supremo. 
 
– ¡Qué pesadilla!- exclamó Santos antes de hundir el rostro entre sus manos. -Unos instantes después, levantó la vista e inquirió con un hilo de voz- : ¿Todavía estaría vivo?
 
– Sí- respondió ella rotundamente-. Comparte celda en la prisión de Soto del Real. Ahora mismo se halla tendido en un jergón, sin afeitar, cubierto por una manta de cuadros y hojeando una revista sicalíptica.
Dentro de un rato acudirá a visitarlo, como cada jueves, su mujer. Ella nunca le ha fallado, ni en esta vida ni en la «otra».
 
Santos Molinuevo, aturdido y avergonzado, resopló. Luego extrajo del bolsillo de su chaqueta la cartera de cocodrilo, cogió un fajo de billetes y lo depositó sobre la mesa camilla. Cuando hizo un amago de marcharse, Candelaria le puso la mano sobre el antebrazo, lo miró con una mezcla de indulgencia y ternura, y barboteó:
 
– Espere un momento…
 
Después ella se recostó en la silla y, tras encender un cigarrillo, habló pausadamente:
 
– Yo era una muchacha hermosa y feliz. La envidia de todas mis amigas. Me faltaban apenas unos meses para contraer matrimonio con uno de los jóvenes más apuestos de Madrid, miembro de una acaudalada saga de banqueros…Una radiante mañana de verano,  disputando un partido de tenis con mi padre en nuestra masía de la Costa Brava, golpeé la pelota con el canto de la raqueta y la bola salió despedida de la pista. Fue un revés. Corrí a buscarla entre las plantas del jardín y, al agacharme para recogerla, la punta de una yuca se me clavó en un ojo. Sangré tanto que perdí el conocimiento. Desde entonces soy tuerta. Mi novio acabó casándose con una prima mía y yo permanecí cinco años encerrada en mi casa, sin querer ver a nadie y, sobre todo, sin desear que nadie me viera a mí. Me sentía el ser más desgraciado de la tierra, hasta que un día descubrí mis poderes paranormales y pude comprobar que junto a aquel hombre, mi vida hubiera sido un infierno…La felicidad rara vez se encuentra donde creemos o nos hacen creer. Como la mariposa, buscamos afanosamente la llama, sin advertir que al aproximarnos se nos quemaran las alas. A usted, amigo Santos,  siempre le cegó el oropel del poder y el relumbrón de la vanidad, ignorando que hubieran sido su perdición, como le sucedió a Matilde Loisel, la protagonista de «El collar», el cuento de Guy de Maupassant. Sólo tiene una vida, vívala. Ahora dese prisa, se ha hecho tarde y su mujer le estará esperando…
 
La vela se había consumido y en la habitación solo brillaba el ascua del cigarrillo de la médium. Después de que ella aplastara la colilla en el fondo del cenicero, los dos se pusieron en pie, recorrieron el pasillo en silencio y se despidieron en el recibidor, estrechándose largo rato las manos, como si un vínculo secreto los retuviese y no pudieran desprenderse…
Luego Candelaria cerró la puerta y subió parsimoniosamente la escalera, seguida con paso afelpado y cansino por su gato de angora…
 
Nada más salir Santos a la calle empezó a lloviznar. Encontró un taxi libre enseguida, se acomodó con agilidad en el asiento de atrás y, cuando el vehículo estaba a punto de arrancar, oyó que alguien le gritaba a su espalda…
 
– ¡Señor!- exclamó él mayordomo jadeando al tiempo que blandía el bastón-. Lo ha olvidado…
 
Entonces Santos Molinuevo bajó la ventanilla, asomó la cabeza y, tras sonreir, murmuró:
 
– No se preocupe.Ya no lo necesito. 

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