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“Esta vida es un hospital en el que cada enfermo está poseído por el deseo de cambiar de cama”.
Charles Baudelaire
Michel Houellebecq parece expresar el fenotipo de aquellas almas siempre prestas a cruzar la línea de la cordura. La mirada profunda, aunque extraviada, el desaliño como estilo, siempre reñido con el peine y un cigarrillo que se consume entre los dedos, cumpliendo el ritual de la ceniza corva. Lleva la traza de un enfant terrible. Alguna vez afirmó que hasta su muerte será siempre un niño abandonado, aullando de miedo y de frío, hambriento de caricias. Envuelto en un sobretodo raído o vistiendo con desparpajo un chaleco de pescador, Houellebecq parece un ícono carnal de los tantos que juegan con las palomas en los patios de los hospicios. Controvertido, polémico e irónico es el escritor más leído de Francia y sus libros provocan a la par el regocijo de los desencantados de este mundo y el alarido de los biempensantes. Houellebecq integra ese extenso elenco de los escritores excéntricos, pero siempre ha asumido su vocación: para él, la literatura es algo sumamente serio. Sus novelas son aguijones, y aunque a nuestro modo de ver, si bien es una pluma interesante para elucidar nuestro presente, ocupa una segunda línea entre los grandes escritores contemporáneos. No obstante, no nos demoraremos en sus novelas, sino que nos proponemos meditar en torno a un texto sugerente que toma por momentos la forma del ensayo, del monólogo acusativo y de la crítica lúcida: nos referimos a su libro titulado El mundo como supermercado (2000).
El escritor francés remueve las entrañas del pensamiento schopenhaueriano para observar sus alcances en el mundo que nos toca vivir. Su tesis es la siguiente: Schopenhauer no creía en la historia, su aseveración acerca del fondo metafísico del mundo como voluntad y representación, que él juzgaba definitiva y omnipresente, si bien se cumple en el férreo orden del instinto animal, no se da del mismo modo entre los hombres. En este punto, Houellebecq introduce el núcleo de su planteo:
“La lógica del supermercado induce forzosamente a la dispersión de los sentidos: el hombre de supermercado no puede ser, orgánicamente, un hombre de voluntad única, de un solo deseo”.[1]
El hombre contemporáneo se caracteriza por cierta depresión del querer, dice Houellebecq: no es que el individuo hoy desee menos, desean cada vez más, porque son en gran parte, producto de decisiones externas que el escritor francés llama publicitarias. En tales deseos, la fuerza orgánica y total que evoca la palabra “voluntad” está ausente.
Otro tanto ocurre con la representación. Ésta, infectada por el sentido, ha perdido su prístina inocencia. Sobre este punto y en su lúcido trabajo titulado La época de la imagen del mundo, Martin Heidegger observa que lo ente es aquello que surge y se abre ante el hombre. Lo ente no accede al ser por el hecho de que el hombre lo haya contemplado primero, es más bien el hombre el que es contemplado por lo ente y por ello puede abrirse a la presencia reunida en torno a él. Esa era la esencia del hombre durante la gran época griega. El hombre griego es en tanto que se abre a lo ente y por ello en Grecia, el mundo no podía convertirse en imagen. Heidegger insiste en que a partir de Platón (que no poca influencia posee en el pensamiento de Schopenhauer), el hecho que la entidad de lo ente se determine como eidos (visión), es el presupuesto, el principio determinante que, aunque oculto largo tiempo, posibilitó que el mundo pudiera convertirse en imagen. Allí radica para el mago de Friburgo el germen y el despliegue de la metafísica. El hombre moderno trae ante sí aquello que está frente a él, lo pone en relación consigo, se lo representa y le impone normas. La sentencia de Heidegger es definitiva: el hombre se convierte en el representante de lo ente en el sentido de lo objetivo.[2]
Esta es la pérdida de la inocencia que Houellebecq denuncia en su visión del mundo como supermercado. La representación provoca la dispersión y, por tanto, la contemplación se transforma en humor, burla o doble sentido. Esta mutación inunda la vida y en ella, el arte y la filosofía no pueden salir indemnes. La ausencia de logos torna imposible la conversación y provoca el desmoronamiento de la creatividad. Al respecto, escribe Houellebecq:
“Todo tiene que pasar por el filtro deformante del humor, un humor que termina girando en el vacío y convirtiéndose en trágica mudez”[3].
El escritor francés observa lúcidamente en medio de su propio diagnóstico que lo trágico irrumpe en el momento en que lo superficial, “lo irrisorio” en términos de Houellebecq, ya no consigue parecer divertido y alborea una inversión psicológica en el individuo que se traduce en un deseo de eternidad, aquello que Pieter Van der Meer llamó alguna vez, una “nostalgia de Dios”.
Houellebecq, desvelado por la literatura ausculta ahora el corazón de ésta y sopesa hasta qué punto las letras pueden experimentar los coletazos de la crisis que él mismo denuncia. La literatura es un arte fuertemente conceptual y el escritor francés ve en ello su robustez. La actividad literaria resiste a los abismos y a las deconstrucciones, como el perro que se sacude al salir de un estanque. La literatura, diferente en esencia al cine o a la pintura exige una parada, porque su instrumento es el libro y no hay lectura sin demora. Ahora bien, la lógica del hipermercado si bien no puede desterrar al libro (la experiencia palpable, visual y hasta olfativa de un libro es inigualable), si atenta contra los lectores. Apunta Houellebecq:
“Los libros piden lectores, pero estos lectores deben tener una existencia individual y estable: no pueden ser meros consumidores, meros fantasmas; deben ser también, de alguna manera, sujetos”.[4]
En la “espantosa soledad” del hombre contemporáneo, tal como la concibe nuestro autor, cada sujeto, cautivo de una dolorosa nostalgia de ser, le pide al otro sujeto aquello que él ya no puede ser, aquello que no encuentra en sí mismo: pide profundidad y permanencia.
Con mixtura de lucidez e ironía, Houellebecq expresa que la muerte de Dios sentenciada por Nietzsche, se erigió como el preludio de un largo folletín metafísico que aún perdura e insite. El escritor francés reconoce que el cristianismo ha sido el único intento profundo de religar al hombre con el Ser absoluto. La publicidad es para Houellebecq el último intento, la última tentativa para prometerle al individuo un mínimo de ser:
“La publicidad es la última tentativa hasta la fecha. Aunque su objetivo es suscitar, provocar, ser el deseo, sus métodos son en el fondo bastante semejantes a los que caracterizaban a la antigua moral. La publicidad instaura un superyó duro y terrorífico, mucho más implacable que cualquier otro imperativo antes inventado, que se pega a la piel del individuo y repite sin parar: Tienes que desear. Tienes que ser deseable. Tiene que participar en la competición, en la lucha, en la vida del mundo. Si te detienes, dejas de existir. Si te quedas atrás, estás muerto”. [5]
La publicidad, lejos de obsequiar el anhelado sosiego, hace que el hombre se volatilice y se transforme en un fantasma del devenir. Heidegger caracterizó este tipo de vida inauténtica con una nota definitoria: carencia de morada.
Entre las góndolas del mundo, el hombre contemporáneo goza de la concupiscencia de los ojos, pero mientras llena el carrito, vacía su alma.
¿Esto lo dice Houellebecq? Sí señor, a veces las sentencias de los locos son más profundas que algunas homilías de los domingos.
[1] M. Houellebecq. El mundo como supermercado. Ed. La Página, Buenos Aires, 2011: p. 63.
[2] Ver: M. Heidegger. “La época de la imagen del mundo” en Caminos de bosque. Ed. Alianza, Madrid, 1995.
[3] M. Houellebecq. El mundo como supermercado. Ed. La Página, Buenos Aires, 2011: p. 64.
[4] Ibídem: p. 66.
[5] Ibídem: p. 67-68.