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Cierto día, en un país imaginario murió una escritora imaginaria, faro de la izquierda popular, comunista de pro, partidaria de la división de sus conciudadanos a través de esa doctrina del odio que no dejan de difundir las izquierdas resentidas. Y partidaria, entre diversos descarríos, de fusilar a los adversarios o de que las chusmas rojas no se inhiban de violar a toda monja que hallen a su paso, porque, según su opinión, ellas disfrutan. Y también partidaria, por supuesto, de la quema de libros, de ciertos libros, se sobrentiende, supongo que no de los propios ni los de sus colegas.
Dicha escritora imaginaria se hallaba, al parecer, en plena madurez vital y creativa, pero por su aspecto físico, revelador tal vez de sus desafectos interiores, daba la impresión de tener esa edad turbia que muestran los espíritus mortificados por su propia soberbia despreciativa hacia la excelencia del espíritu.
A la despedida de su cuerpo yacente acudieron, cómo no, el presunto presidente del presunto Gobierno de la nación, otro qué tal entre los vinculados a la cofradía del abuso, de la insidia y del rencor. Y la crema de la política del encono y de la intelectualidad áulica, todos revueltos, todos componentes de las orgías revolucionarias visa-oro, los depredadores del pueblo, los devastadores del Estado, los trincamigajas del reino.
Y como cuanto más hedionda es su sentina, más seguros se sienten en el barco, todos ellos circularon envueltos en sus hedores y sinecuras, en sus efluvios de halitosis y sobaquina morales; todos ellos fronterizos entre lo cursi y lo arrogante, para colocar sus cumplidos responsos, sus rebuscados epitafios. Obviamente, para subrayar la brillantez del acto, los medios afines se encargaron de pronunciar las halagadoras reseñas de rigor, siempre expelentes de un tufillo artificial y engañoso en boca de los criados serviles al Sistema.
La inservible canalla, dispuesta siempre a negar la realidad que retrata su vileza, no quiere admitir que degradar el alma de un pueblo, tiranizar, corromper y asesinar son crímenes que repugnan a cualquier ser humano libre de sañudas perturbaciones. Sin remordimiento alguno y con jactancioso desparpajo, estos cofrades instigadores de violencias, queman iglesias y bibliotecas, con ciudadanos dentro, si es preciso.
Quemar arte, tradición y cultura, quemar un libro, es aún peor que quemar un hombre, porque mientras que la pérdida de un individuo apenas se percibe más allá de su generación, la destrucción de una obra de mérito es desgracia y pobreza que sufren todas las generaciones futuras. Abandonar la existencia tras haberla dedicado a la animosidad y a la execración no es una etopeya envidiable.
En fin, aquella imaginaria escritora, fanal de los estorbos de la tierra, partió hacia otro mundo con la inquietante carga de ser cómplice activa de la venganza y del estrago, gracias a lo cual pudo acceder en vida a las prebendas que concede el Mal a sus lacayos, en este caso unos intelectuales incapaces de sublevarse contra la tiranía de sus desalmados jefes.
Julio Camba, con su característico humor, dijo que todas las pompas son fúnebres. Sin embargo, hay pompas, y no las de jabón, capaces de rasgar densos celajes y dejar ver, aunque sólo sea por un breve rato, un pedacito de cielo. Si alguna enseñanza tiene este relato sobre una escritora imaginaria, de un país imaginario, en el que los lobos, sabiéndose impunes, no dejaban de hacer pruebas de valor entre corderos, es que puede servirnos para contemplar con adecuada calma ese reducido espacio celeste que la contingencia a veces ofrece.
Y para recordarnos que la muerte, esa presencia que a todos convoca, no es el final.
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