20/09/2024 20:32
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El cielo se deslucía con un resplandor cálido y doliente por donde el sol se pone. Desde el orto hasta el ocaso había brillado con devoción en toda la jornada, y ya no estaba. Se había ido con este otoño plácido y colorido que ya lo diagnostican en estado de coma, porque ni San Miguel ni San Martín pueden dar más de sí. Un servidor había quedado de entregar a un amigo un ejemplar de mi último libro, «Crónicas de la cueva», también en estado de coma por la pandemia al haber salido el pasado año y estar sin presentar en sociedad. Se lo daba a mi amigo poeta aprovechando que venía a una misa funeral cerca de donde vivo. Llegué a la explanada ante la iglesia adonde había una veintena de hombres, y alguna mujer en compás de espera y sosegada conversación para asistir a la misa tras entrar a la iglesia a la hora prevista. Noté su mansedumbre. Con estas cosas de la muerte siempre estamos mansos igual que el agua mansa de la cual se dice nos libre Dios. Pero mi misión era ver primero a mi amigo entre el grupo. Hice la investigación ocular y quedé frustrado: o este hombre no está aquí adonde me dijo que estaba o yo ya no veo a tres en un burro. Lo llamé por el teléfono móvil y me confirmó su estancia allí y en aquel mismo momento. Hice cruces y nada mejor para hacerlas que en el lugar sagrado donde me encontraba. Aunque para hacer cruces no se necesita lo sagrado: uno ya las lleva puestas encima por donde quiera que vaya.

Punto y aparte que es lo que mejor se debe hacer en estos casos, que es como salirse fuera de los árboles que le impiden ver el bosque. Me alejé del grupo, de cuyos individuos todos embozados no conocía ni al apuntador; y menos veía al que buscaba. Al llamarle le dije: parece que le habrá tragado la tierra. No lo veo por ninguna parte y sólo oigo a estos señores decir su nombre y apellidos, repetidas veces: Juan Carlos Rodríguez Búrdalo, sin saber a qué viene esta aclamación popular. Yo estoy aquí sólo alejado de todos para que se me vea. Mi amigo me vio, salió del grupo y vino hacia mí y fue la única forma de encontrarme frente a él sin obstáculos.

Hablamos unos minutos y, llegada la hora del inicio eucarístico me despedí de él sin entrar en la iglesia. Debía ir a casa para enviar mi artículo al periódico como todos los días antes de las nueve de la noche. Eso sí, me despedí, diciéndole: rece por mí. Marché pensando en el tópico de la frase que lo mismo vale para un roto que para un descosido. Qué tres palabras más ambiguas, colocadas así. Puede ser que rece en mi lugar por quien haya que rezar, en este caso por los compañeros de promoción de mi amigo idos de este mundo y que motivaban el encuentro. O que rece por mí, por lo poco que me queda para irme y apuntarme a la lista. Por lo poco que falta para que te nombre el respetable, como «el pobre hombre», señal inequívoca que estás más para allá que para acá, o entre Pinto y Valdemoro. El contexto despeja toda ambigüedad del lenguaje. Si él entra a la iglesia y yo no, porque me voy sin asistir a la misa funeral, es que rece en mi lugar por los mismos compañeros idos que ha de rezar él. O sea, que rece por mí, para ellos. Luego pensé si no sería mejor que aparte de rezar en mi lugar por los demás, yo me llevara también mi parte de indulgencias. Pues, a ver si no estoy perdiendo igualmente el sentido de la vista. La poesía es una religión y seguro que el rezo de un poeta tiene más valor. También ocurre que muy fastidiados debemos estar cuando tanto rezamos, y necesitamos intercesión. De lo contrario, ni nos acordaríamos. Reflexioné sobre tanta locura y no por rezar, si no por todo lo que me pasaba, no fuera a ser la evidencia de vivir en un mundo al revés, o que era yo el que vivía cabeza abajo, sin darme cuenta. En una sociedad de ceguera voluntaria donde también hago cruces cada día por el engaño bajo el que vive tanta gente. De pronto me di cuenta en mi favor, que las condiciones de luz en el lugar eran inexistentes a esa hora bruja que iniciaba la noche. Allí no se veía ni a jurar que dicen en los pueblos. Sólo llegaban unos rayos luminosos amarillentos en diagonal de unas luces a baja altura que hacían de los hombres escorzos irreconocibles. Era muy difícil identificarles, por la oblicuidad de la luz, y máxime sólo conociendo a uno,  que también embozado no me garantizaba mucho éxito.

La creencia de que si se pisa la calle nos da toda la información de la realidad, es absolutamente falsa. Si es de noche y todos los gatos son pardos… Ni a plena luz del día se va a percibir cuanto transcurre por la vía pública. Se entera uno mucho más que confinado en casa, cierto, pero eso no es la panacea que se creen algunos candongos que se les cae la casa encima. En la calle no se entera uno de casi nada, de cuanto ocurre, a menos de cincuenta metros. Y eso que no haya una casa de por medio.

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Esto de las pequeñas cosas que pasan y que uno ni las observa o no les da ni la menor importancia, es algo desafortunado; a veces son de una trascendencia incalculable. No percibimos lo más importante por su pequeñez y pasamos de largo. Lo dijo mi amigo en la presentación de su libro Latitudes el día a anterior. Fue a propósito de de su poema Usman, nombre de un vendedor de baratijas de niño y abalorios que plantaba su carrito en un rincón desapercibido de una calle del Bronx de la ciudad neoyorquina. Parece que sólo era visto por los más pequeños que eran sus clientes. Un poema que es una etopeya, al descubrir las cualidades morales del personaje, a la sazón, un emigrante humilde, «Usman, soberano de Manhattan», entre «un bosque de de nocturnas avenidas», nos dice. En este hombre de buenas cualidades se reflejaba toda la vida de aquellas tierras que eran el Nuevo Mundo. «¡Que nunca está ciudad te niegue, / nunca sus torres sobrepasen tu verdad; / no pueda su oropel con tu nobleza, / ni el peso de sus dólares tu luz!»

Sin darse cuenta nos hacemos viejos, y sin creerlo. Esto de cumplir años, aunque mengua la vista, el oído y las fuerzas físicas, ha de tener alguna ventaja, como ley de compensación. Aumenta la vulnerabilidad, pero algo hace a uno más sensible, más frágil; pensemos que más humano. Algo que permite ver la vida desde fuera, con la perspectiva de la serenidad, lo que antes fue imposible. Recientemente conté aquí, reeditada, la historia del sapo fascista al empezar la guerra en mi pueblo. Llamó la atención de los lectores. Detalles a los que nadie da importancia por su apariencia nimia. Nadie se para a analizar nada y tira para adelante a la buena de Dios aunque sea el diablo quien le lleva de la mano. Esto ocurre demasiado; así pues… ¿Para qué vamos a pararnos en la vanidad de los grandes hechos propagandísticos si la realidad la tenemos al lado desnuda en los detalles más pequeños?

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