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Entrevista con Fernando Martínez Laínez, ensayista, periodista, escritor y doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Martínez Laínez ha sido delegado de la Agencia EFE en Cuba, Argentina y la Unión Soviética, además de corresponsal en Gran Bretaña. También ha sido director de programas de RNE y guionista de TVE. Colabora en diversos periódicos y revistas, como ABC, y es presidente de la Asociación Española de Escritores Policiacos. Acaba de publicar “Espías del Imperio» (Espasa), la historia de los servicios secretos españoles en la época de los Austrias.
Todo buen Imperio necesita un buen servicio de inteligencia.
Un imperio sin inteligencia es como una fuerza ciega y sorda. No puede durar. Pero la inteligencia por si sola no basta. Necesita además de la diplomacia, la fuerza militar, una economía próspera y una población identificada con la idea imperial, sin olvidar la influencia cultural, cada vez más importante.
Sin embargo, como casi todo lo que hace España en esta época también es víctima de la Leyenda Negra.
La Leyenda Negra nace como un arma de guerra, basada en la propaganda, contra la potencia dominante en ese momento, que es España. Las potencias enemigas en ese tiempo, como Francia, Inglaterra, algunos Estados de Italia o los Países Bajos, y más modernamente Estados Unidos, en la Guerra del 98, supieron utilizarla muy bien, apoyándose incluso en visiones críticas, en parte justificadas, de algunos españoles de aquel tiempo, como el padre Las Casas. El problema es que España no ha tenido una política coherente para contrarrestar esos ataques, y la intelectualidad hispana a partir del siglo XVIII, bajo influencia francesa sobre todo, se identifica con la visión de nuestra historia procedente del exterior, y se la cree a pie juntillas. Tendría que haberse producido una revolución cultural patriótica y profunda, que por razones largas de explicar no se llevó a cabo.
¿Cuáles son los antecedentes de este servicio de inteligencia?
Como explico en mi libro “Espías del Imperio”, el antecedente más inmediato está en los Reyes Católicos, y sobre todo con Fernando el Católico. Ellos son los verdaderos iniciadores de un servicio de inteligencia organizado, a través de una serie de enviados y representantes diplomáticos muy leales que extienden la influencia de los intereses españoles por toda Europa y el Mediterráneo, y más tarde en el resto del mundo.
¿Cómo estaba estructurado? ¿Había alguna figura responsable del trabajo de espionaje?
La maquinaria de la inteligencia hispana, ya en tiempo de los Austrias, tenía una estructura piramidal, cuyo vértice supremo era el rey o su valido (jefe de gobierno, que diríamos hoy). Como máximos organismos asesores estaban el Consejo de Estado y el Consejo de Guerra, coordinados por los secretarios de Estado. Todos ellos participaban y daban cuenta de las actividades secretas a través de una amplia red de virreyes, embajadores, capitanes generales, gobernadores y jefes militares, que recogían la información de los confidentes y espías. Era un sistema bastante eficiente que aportó muchos éxitos, aunque también hubo traiciones y fracasos; y sus responsables solían ser los presidentes de los Consejos citados o los secretarios de Estado.
Los embajadores son los primeros espías. ¿Qué importancia tiene el espionaje en las misiones diplomáticas?
Todo diplomático en ese tiempo tenía la misión de proporcionar información secreta a través de los mecanismos antes mencionados, al mismo tiempo que desempeñaba su tarea en el mantenimiento de relaciones con otros países.
Para proteger las comunicaciones diplomáticas se utilizó un sistema de cifrado. ¿En que consistía y cómo evolucionó? ¿Se vio comprometido en alguna ocasión?
El cifrado tenía muchas variantes, pero básicamente se utilizaban dos: la llamada “cifra general” y la “cifra particular”. Por la primera llegaban todas las comunicaciones oficiales, hasta el monarca y los secretarios de Estado. La segunda tenía un carácter privado y exclusivo que se otorgaba a personajes muy importantes en circunstancias excepcionales, y era muy difícil de romper. No ocurría así con la cifra general, que podía ser rota más fácilmente, y por eso se solía cambiar cada seis meses.
Entre los espías hay personajes famosos, como Quevedo o Cervantes, ¿qué servicio prestaron a la Corona?
En el caso de Quevedo sus servicios a la Corona se centraron sobre todo en Italia, base del poder hispano en Europa, en apoyo de la política que llevó a cabo como asesor del duque de Osuna. La actuación secreta de Cervantes, en cambio, estuvo marcada en el norte de África, y en concreto en la zona de Argel, Orán y Mostaganem, relacionada con el expansionismo otomano en el Mediterráneo occidental y la piratería berberisca. Ambos fueron buenos agentes y realizaron misiones muy peligrosas.
Si tuviera que elegir a un espía del Imperio, ¿quién sería y por qué?
Elegiría a Juan de Idiáquez, que fue hombre de confianza de Felipe II y Felipe III durante muchos años y un auténtico maestro de espías. Por sus manos pasaron todos los secretos de Estado de ese tiempo, y algunos se los llevó para siempre a la tumba.
¿Hasta qué punto fue importante la labor de estos espías para que el Imperio pudiera hacer frente a sus numerosos enemigos?
Su labor fue esencial. Como decía Baltasar Gracián, y recojo en Espías del Imperio: “Hombre sin noticias, mundo a oscuras. Consejo y fuerza, ojos y manos; sin valor es estéril la sabiduría”. Mantener el secreto, conocer las intenciones del adversario y ocultar las propias, es parte esencial del poder desde que el mundo es mundo. Sin inteligencia, cualquier Imperio, lo mismo que cualquier país, está perdido.
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