20/09/2024 07:48
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En algún momento de El árbol de los sueños se dice que el escritor es aquel que permanece un paso atrás de la acción y hasta de la vida para poder narrarlo todo desde una perspectiva más amplia después. Leyendo el último libro de Gustavo Martín Garzo, sin embargo, resulta difícil no constatar que el escritor vallisoletano nacido en 1948 se encuentra un paso por delante de la mayoría de los autores españoles contemporáneos. Habría que remontarse hasta 2014 para encontrar, en otro libro curiosamente editado también por Galaxia de Gutenberg, un libro tan ambicioso como pleno de historias: me estoy refiriendo, claro está, a Andrés Ibáñez y su genial novela Brilla, mar del Edén. Ambos libros, antes el de Ibáñez y ahora el de Martín Garzo, sin duda alguna van a quedar entre las obras de importancia de la literatura española de este tiempo.

Gustavo Martín Garzo ha escrito un libro inolvidable y con vocación de eterno que se propone celebrar, según sus propias declaraciones, “toda la belleza y toda la locura del mundo”. Se trata de una novela sembrada de intertextualidad, de citas entreveradas y de referencias más o menos explícitas; de historias reescritas y previamente tomadas de otros libros; y de personajes reformulados que componen y pueblan el imaginario popular porque, para Martín Garzo, “escribir consiste en recoger las historias perdidas del mundo”. Frente a la idea romántica que defiende al autor genuino y al genio individualista, El árbol de los sueños reivindica a esos narradores itinerantes que coleccionaban historias de forma constante y que vivían en el camino para ir transmitiéndolas después con un lenguaje sencillo y penetrante, de manera oral, al mayor número de escuchantes posibles.

El árbol de los sueños, como sucede con otros modelos al estilo de Las Mil y Una Noches o el Decamerón, parte de un marco sencillo para proceder a contarlo todo: la historia de cuantos hombres han existido a través de sus mejores relatos de amor. En este caso, se trata de una madre que hereda una gran fortuna de su padre, un peregrino incansable, cuyo legado continúa viajando por todo el mundo hasta arribar en la India para encontrar la respuesta a lo trascendente en el budismo, y que después se casa con el propietario de un hotel en León al que le pide conservar para siempre la intimidad en una habitación propia. Consumidora contumaz de opio y narradora lujuriosa de historias interminables   que ha recogido pacientemente de su periplo, todas las noches les cuenta un cuento a sus hijos antes de dormir, que serán los mismos —más de un centenar en total— que recibamos los lectores por mediación de la pluma del narrador, un hombre ya adulto y desencantado que recuerda con inevitable nostalgia esas horas plagadas de relatos compartidas con una madre y con una hermana que no lograron sobrevivir, como pronto descubrimos, al implacable paso del tiempo. Del dolor de esa ausencia presente nacerá el consuelo del sueño incesante: esa es la gran lección vital del libro, que nos permite entender de qué manera el acto de narrar le otorga sentido a nuestras absurdas malandanzas por esta tierra baldía.

En eso consiste vivir cuando el dolor de la vida nos agota y consume hasta quedar varados en el más profundo de los desasosiegos: en un torrente sin fin de palabras; un mar proceloso de historias eternas condenadas a ser reformuladas porque, como se puede leer en el libro, «contar era liberar la vida de cuantos se empeñaban en ultrajarla con la negrura de sus corazones«. El árbol de los sueños consigue trascender todo el dolor de la muerte, del fracaso y del recuerdo punzante a través del acto de contar del que el propio libro es un testimonio irrefutable que contiene todos los grandes relatos de la historia: de las leyendas orales al Antiguo Testamento; de los mitos atemporales a las obras maestras que conforman el canon de la literatura. Porque lo vivido importa tanto como lo recordado y, más aún, como lo imaginado y lo soñado, podemos afirmar que es bello estar vivo siempre y cuando consagremos nuestras vidas al inmarcesible acto de fabular e inventar. Así, se puede leer en las páginas de El árbol de los sueños lo siguiente: «Pobre de aquel que no haya sido capaz de transformar su vida en un cuento que merezca ser escuchado por los demás, pues no se puede decir de él que haya vivido de verdad«.

Gustavo Martín Garzo ha escrito, además, un libro lleno página tras página hasta casi llegar a las quinientas, de máximas excelentes dignas de ser esculpidas en piedra para que nadie pueda olvidarlas. Pier Paolo Pasolini, ese místico al que toda etiqueta le quedaba estrecha, adaptó al cine tres grandes libros de cuentos: El Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y una noches (1974). Resulta evidente la similitud en cuanto que narrador de Gustavo Martín Garzo, otro cinéfilo empedernido, con Pasolini: una capacidad tangible para hablar de la gracia desde una óptica no religiosa pero igualmente hambrienta de absoluto.

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El árbol de los sueños es un libro sobre todo de amor que devuelve al lector a la infancia y que contiene en su interior todas las historias protagonizadas por amantes del mundo. Su autor parte de la mayor historia de amor imaginable, la de una madre por su hijo y la de un hijo por su madre, para terminar de contar «la loca historia del amor en el mundo» a través del «hilo azul de la escritura«: ese «árbol de los sueños» tupido, frondoso y tan lleno de ramas y de palabras como de hombres lo ha estado, lo está y lo estará alguna vez el mundo.

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Guillermo Mas Arellano
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