20/09/2024 22:41
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Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara” Jorge Luis Borges. Un hombre se propone la imposible tarea de dibujar su rostro. A lo largo de los años, puebla el retrato con arrugas, sombras, manchas en la piel, pelos que sobresalen, lunares ennegrecidos, músculos perfilados y venas que se transparentan. Poco antes de terminar, descubre que ese paciente laberinto de líneas delimita un mapa completo y complejo del mundo moderno. Pongamos que hablo de Karl Ove Knausgard.

El yo en unos tiempos donde el avatar digital es, para muchos (cada vez más), hiperreal, más importante y mucho más valioso (“crea tu propia marca”, nos dicen los publicistas y los coach al unísono, “tu marca eres tú”), que ese yo contradictorio, dúctil e imperfecto que retrata Knausgard en su obra. Hace apenas unos años, Roberto Calasso escribía que “La digitabilidad es el asalto más grave que haya sufrido la inclinación a exponerse al choque de lo desconocido”. Con un mundo vaciado de sentido en conjunción con un espacio público (o comunidad) pulverizado del todo, solo nos queda la interioridad como último reducto del ser. Solo que nuestra superficialidad es tan inmensa y totalizadora que ya no podemos ser nada de verdad. Solo podemos simularlo a través de simulacros sociales constantes y de una perpetua función personalizada en la que cada individuo nada a su gusto.

No se puede escribir sobre el tiempo y la memoria igual que hace cien años; no, al menos, después de Proust y de irrupción las redes sociales en nuestra forma de almacenar y de recordar. Por eso, el escritor noruego Karl Ove Knausgard decidió renunciar a su vida, primero, para proceder a renunciar, después, y solo con el trabajo ya publicado, a su escritura, tras haber completado seis monumentales volúmenes (agrupados bajo el irónico título “Mi lucha”) firmados por un hombre que siente el desarraigo, gran tema de la narrativa posmoderna, desde el hogar, sin la necesidad de trasladarse por el mundo o emigrar, aunque también abandone Noruega en busca de una identidad nueva en Suecia.

Knausgard no quiere ser un hombre bueno; él quiere ser un santo o nada. Pero su Pasión tiene dos focos de irradiación: la pasión literaria que anhela escribir sin tener que cargar con el engorro, desastroso para la creatividad, de ir a recoger a sus hijos (¿acaso lo hacía Mann al momento de escribir La montaña mágica o Joyce mientras trabajaba en su Ulises?) y la pasión amorosa que le impulsa a ser infiel a su mujer. En palabras de Jorge Carrión, su obra es “un monumento al cambio de paradigma de la masculinidad y del genio”. El autor contemporáneo ya no puede vivir para y por su obra de manera cerril y obstinada porque tiene cientos de exigencias acuciantes en su día a día que reclaman constantemente su atención; los hombres del siglo XXI son (somos) tan responsables de sus hijos, de las labores del hogar, de unos trabajos cada vez más y más exigentes (al tiempo que peor remunerados), que las mujeres de antaño. Pero por mucho que la cultura quiera promover ese cambio y que los hombres estén, como lo está Knausgard en su obra, dispuestos a participar activamente en él, la pulsión creativa y el eros carnal no van a desaparecer. Por eso es por lo que Knausgard opta por escribirlo todo y escribirlo a la mayor velocidad posible para poder abandonar la literatura; por escribir sin corregir: mi escritura, parece querer decir, es defectuosa e imperfecta, como yo mismo lo soy y como el propio mundo lo es.

En la escritura de Knausgard, como ocurre con las experiencias y los objetos en un mundo donde todo está producido de manera masiva, lo que importa no es tanto su calidad aislada como la cantidad de enormes dimensiones que traza el conjunto sumado al final. Su modelo no es exactamente el de la autoficción de, por ejemplo, ese gran escritor del yo contemporáneo que es Emmanuel Carrère, aunque ese sea el modelo al que más se parece, sobre todo si hablamos de un libro en concreto del escritor francés para realizar la comparación: El reino. Porque hay una escena en la comunión de la primera hija de Knausgard, que aparece en el segundo tomo de la serie, Un hombre enamorado, y que puede recordar a la conversión descrita por Carrere en el citado libro. Ambos autores comparten temas, obsesiones, un método de trabajo, una misma época… Sólo que Carrère sabe seleccionar mucho mejor que un Knausgård que quiere contarlo todo siempre. Es no implica que el francés sea superior al noruego; solo significa que son dos variaciones dignas de ser consideradas de una sola indagación literaria.

El que escribe, sobre todo si recuerda su propia existencia, niega la vida, estrangula el presente, cancela con ello el futuro: eso lo sabía Jorge Semprún al momento de acuñar la fórmula perfecta que recoge dicha disyuntiva: “la escritura o la vida”. Por eso es que a Knausgard le interesa el caso más extremo de ese conflicto en la literatura moderna: el Holocausto (cuya etimología deriva de la palabra griega que hace referencia a un “sacrifico” de fuego) y ese Adolf Hitler al que le roba el título, de manera paródica: “Mi lucha”. Pero, ¿cuál es en realidad la lucha de Karl Ove Knausgård? Más de un millón de palabras, tres mil y pico páginas (a razón de cinco al día como mínimo), escritas en apenas tres años: una vida que se niega, se estrangula y se cancela en nombre de la literatura. Con especial atención a la desesperación total ante la descripción del detalle que a su vez desespera al lector de manera irremediable. La experimentación de Knausgård, su contribución a la narrativa moderna, no reside en la forma (como es tendencia en el arte contemporáneo), sino en el fondo de la obra: mostrar la vida en todas sus dimensiones, retorcer el recuerdo que se fuerza a sí mismo para ser tan exigente en lo pequeño como en lo mayúsculo. La página solo se puede considerar todo su valor si se la mira desde la perspectiva del gigantesco conjunto.

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Habla Knausgard: “La literatura siempre ha estado emparentada con lo utópico, de modo que cuando lo utópico pierde su sentido, también lo pierde la literatura. Si la ficción carecía de valor, también carecía de valor el mundo, porque lo veíamos a través de la ficción”. El artista es, para Karl Ove Knausgård, una variante del santo, la otra cara de lo mismo: “No hay ningún ser humano moderno que quiera ser un santo. ¿Qué es una vida de santo? Sufrimiento, sacrificio y muerte. ¿Quién coño quiere tener una buena vida interior si no tiene una vida exterior? La gente sólo piensa en lo que la introversión puede proporcionarle de vida exterior y progreso. ¿Cuál es la visión del ser moderno de la oración? Sólo hay una clase de oración para el ser humano moderno, y es la oración de deseos. Sólo se reza si se quiere algo”.

En el arte moderno escandinavo abundan los cineastas “de interior” como Erich von Stroheim, Carl Theodor Dreyer, Ingmar Bergman o Bela Tarr; todos ellos son herederos directos, de manera más o menos confesa, de los “dramaturgos de interior” como August Strindberg o Henrik Ibsen. Knausgard es, en consecuencia, también un narrador “de interior”; y, aunque no he leído el último tomo de la serie, no puedo entender esa decisión final de abandonar la literatura y abandonar a su familia más que como una apuesta, un “salto de fe” (Kierkegaard) reafirmador de la individualidad, en definitiva, por el mundo interior despojado de toda exterioridad superflua o apariencia vana. La renuncia, entonces, aparece como la única forma de santidad posible en el siglo XXI. Kierkegaard, un filósofo que resulta difícil no relacionar con Knausgard, escribió que “Para llegar a la conclusión primero hay que reconocer su falta; entonces echarla en falta a rabiar”. Es decir, que se hace necesario un vaciamiento de sí para poder ser llenado. Una depuración ascética de aquello que no es esencial ni sustancial para poder recibir todo eso que sí que lo es. Hablamos de lo invisible.

Knausgard no es católico pero está más cerca de la tradición que del nihilismo imperante; y es quizás por eso por lo que se denomina, en más de una ocasión, como “reaccionario”. Su obra es el testimonio de una derrota ante la literatura y ante la vida, de la crucifixión entre el eje horizontal del tiempo lineal que nos arrastra sin que podamos evitarlo y el eje vertical del tiempo lírico, de la pugna constante entre “carne y espíritu” (San Pablo de Tarso) donde se ponen en juego la pasión y la santidad como dos extremos de la acción humana. Algo compuesto, en definitiva, de la elección entre el peso y la consistencia de la renuncia frente a la ligereza y la levedad del exceso. La purificación que se enfrenta a la perversión, vertebrando, con ello, toda capacidad de elección.

En la inmensa y procelosa obra de Knausgard solo hay elipsis en el sexo; no la hay en los saltos que abarcan años pero que en algún momento vuelven al lugar de origen; en las escenas cotidianas se dilatan con anécdotas que se encadenan hasta alcanzar confesiones que solo le harías a tu psiquiatra o a tu sacerdote. La escritura de Knausgard es, a pesar del ambiente protestante, un ejercicio de confesión íntima de alguien que quiere renunciar a la experiencia, a lo exterior, apostando su libre albedrío por la sobriedad, la contención, el sacrificio, la interioridad, el silencio, la oración, la ejemplaridad y, en definitiva, la aspiración a la santidad en unos tiempos donde el solipsismo, con su culto al egotismo del placer personal, ha vaciado el mundo de amor.

Knausgard es un hombre solitario y silencioso que escribe, como en una larga confesión, la extensa oración que no es capaz de verbalizar para un Dios en el que no termina de creer pero que tampoco es capaz de negar. Su aspiración es la del héroe: aquel que es capaz de poner orden en el caos, de hacer lo correcto; para mí y para los otros, si lo llevamos a la primera persona, y no aquello que quiero o deseo hacer. Por eso el drama de la pasión carnal es acuciante: el que sabe que peca y aun así lo hace conoce ese estado mental llamado Infierno; sobre todo si reconoce que la pureza, entendida como la inocencia en su estado más elemental e incontaminado, es aquello más infrecuente en nuestro mundo, donde los niños son cínicos y los adultos son irresponsables. Donde la similitud entre esos dos tipos sociales que viven obsesionados por el sexo, que son el puritano y el libertino, es más certera que nunca. En su lugar, el modelo parece ser el de una moralidad que existe sin caer en el moralismo puritano; el de un amor a la sensualidad de la vida que no termina de caer en el hedonismo libertino. El espacio de un hombre cuya humanidad se funda en la constante dinámica que marcan la carne y el espíritu; el cuerpo y el alma.

En el mundo moderno, donde la programación de experiencias virtuales diseñadas a la carta por los propios consumidores y por algoritmos hipercomplejos, puestos en común con la eficiente materialidad de objetos como el ínclito satisfyer, el santo solo puede parecer un loco, un idiota o un ingenuo. Es decir, alguien peligroso, cobarde, disminuido, traumado y digno por ello de risa, cárcel, ostracismo y lástima. Un pardillo acusado de neoconservadurismo pero que en realidad será siempre un reaccionario que no está dispuesto a rebajarse a la aniquilación espiritual que desde hace mucho tiempo está en marcha. El romanticismo agónico e imposible de Knausgard puede coincidir, en más de un punto, con las preocupaciones de dos intelectuales fallecidos hace décadas pero más actuales que nunca: Pier Paolo Pasolini y David Foster Wallace; dos autores de vida atormentada y comportamiento errático, sí, pero cuya claridad intelectual les llevó a atisbar el mayor peligro al que se enfrenta nuestra época ante una perspectiva, cada vez más cercana y real, donde el amor romántico será sustituido por la implementación de la máquina, de nuevas relaciones supeditadas a la técnica y a las leyes del capitalismo, la degeneración del hombre moderno que deviene cada vez más en autómata.

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Llevar una doble vida esa es la condición inherente al trabajo alienante que es mayoritario y aplastante en el capitalismo, y que ha reflejado con enorme lucidez el tipo de ficción más eminentemente contemporánea: las series. Por eso, aquello que Knausgard nos narra desde su experiencia autobiográfica de padre de tres hijos, escritor afamado, marido pasivo-agresivo que desea a otras mujeres, y de pensador acongojado ante el horizonte de su era, coincide con algunos de los personajes más ambivalentes de las mejores y más recientes ficciones televisivas: Tony Soprano en Los Soprano; Don Draper en Mad Men; Walter White en Breaking Bad; y, de manera más radical, Elliot Anderson en Mr. Robot.

En un momento de Un hombre enamorado, Karl Ove Knausgård añora esa bucólica idea, de beatus ille, propia de quien quiere escapar del mundanal ruido para mejor internarse en una vida solitaria, en contacto con la naturaleza, que tenga lugar en una cabaña en el bosque. Puede parecer que ese delirio, propio de un eremita impostado o de un San Antonio Abad hodierno, es característico solo de un santo o de un loco, en la mejor tradición del vagabundo retratado por Knut Hamsun o del estilo de vida apartado que Henry David Thoreau llevó a cabo en Walden Pounds durante dos años. Pero lo cierto es que hoy en día resultaría más similar a la del neoludita Theodore Kaczynski. Porque todos los sujetos de la sociedad digitalizada, coetánea de la Inteligencia Artificial y la Realidad Virtual, llevamos un Unabomber dentro: una aseveración válida por igual para “apocalípticos e integrados” (Umberto Eco).

El Unabombrer fue el terrorista más perseguido en la historia de los Estados Unidos. Durante 17 años su identidad permaneció oculta mientras sus bombas enviadas a través del servicio de correos sembraban de mutilados y de muertos algunos puntos esenciales de la sociedad tecno-capitalista contemporánea. Finalmente, mediante el análisis del “ideolecto” (su uso personal e intransferible del lenguaje), el FBI logró identificar a Kaczynski como principal sospechoso y, tras registrar la pequeña cabaña del bosque donde vivía, se encontraron las pruebas por las que fue llevado a juicio y declarado culpable. Mientras enviaba las bombas, Kaczynski mandó diversas cartas y hasta un Manifiesto a la prensa donde lanzaba algunas impactantes máximas contra la sociedad capitalista. El inicio del citado Manifiesto rezaba: “La Revolución Industrial y sus consecuencias han sido un desastre para la raza humana”. Y aunque los métodos de Kaczynski son propios de un trastornado que sufrió maltratos continuados durante años como conejillo de indias del proyecto MK Ultra, la verdad de esa aseveración y de otras que la siguen en el mencionado escrito resultan, a la luz de los hechos posteriores, inapelables. Escribe Calasso: “Bajo el reino del polo digital vive hoy el mundo en su totalidad, condición experimental que no tiene precedentes”.

El sociólogo Durkheim escribió que «El culto tiene, en verdad, el efecto de recrear periódicamente a un ser moral del que nosotros dependemos, tanto como él depende de nosotros. En efecto, ese ser existe: es la sociedad«. Tanto en El ardor como en El cazador celeste, el difunto pensador Roberto Calasso denuncia que la más terrible consecuencia de la secularización y del excesivo dogmatismo de los rituales que componen la moderna liturgia es la desaparición del sacrificio: “Sacrificio es una palabra que crea una incomodidad inmediata. Sacrificio es, por definición, lo que no es admitido en la sociedad, lo que pertenece para siempre a una edad acabada”. Como respuesta a esa progresiva erradicación en las sociedades de nuestra época, el sacerdote relegó ese papel al soldado, y el soldado finalmente se lo ha dejado al terrorista; es decir, al Unabomber o a los tipos que, según la versión oficial, destruyeron las Torres Gemelas en 2001. Porque los terroristas, esos fundamentalistas trastornados que niegan el rumbo de nuestro tiempo, son, como supo anticipar Dostoievski, los últimos guardianes del sacrificio (y hasta de lo sagrado, por paradójico que resulte afirmarlo) en aquello que Charles Taylor llamó “una era secular”. De nuevo Calasso: “No se puede vivir sin lo invisible, aunque lo invisible encierre en sí la muerte”. Los mutilados y los muertos de Kaczynski, o de cualquier otra forma de violencia, son inadmisibles, fruto de una mentalidad perversa y de una moralidad execrable, pero de una forma menos evidente (más taimada, si se quiere) también lo es nuestra sistemática y radical negación de la trascendencia para mejor regodearnos en lo superficial y aparente.

El ambicioso y arriesgado proyecto literario, que en buena medida podemos decir que ha resultado fallido, agrupado por su autor bajo el sugerente título de Mi lucha, puede ser entendido como una “Última Cena”: una entrega que simboliza aquello que está a punto de ser ofrendado, que anuncia un sacrificio personal, en carne propia, de renuncia e inmolación. Porque Knausgard, a diferencia del Unabomber, no es un enajenado; sus armas son literarias, y no reales, y él es el principal damnificado de su análisis y de su decisión subsecuente, no los demás. Y, sobre todo, que esa renuncia jamás sea definitiva ni tan extrema como en principio fue anunciada —puesto que no se trata de una ejecución o un suicidio cuyas consecuencias resulten deterministas e irreversibles; y, en último término, el autor ha seguido y sigue publicando nuevos libros—, porque su pasión consiste más bien en una suerte de ir y venir constante; de abandonar temporalmente y regresar de nuevo a la vida; una mudanza y una reinstalación; esto es, un proyecto de vivir en pos del Misterio sin negar del todo la vida pero sin afirmar, por contra, que ella sola componga la única —y última— realidad que podemos conocer.

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Guillermo Mas Arellano
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