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Hoy que vivimos la desaparición de la comunidad, ya iniciada por el iluminismo y sus seguidores, el individuo yace en su máxima soledad, al punto que tiene en sus manos todos los medios de comunicación sin que le sirvan para lograr comunicarse. El desaforado plan de una libertad absoluta tiñó las utopías siempre deletéreas de los pensadores políticos de la revolución – sea ésta cual fuere – hasta el punto que, desenraizado de toda pertenencia, el individuo es objeto de manipulación de aquello que anunciaba su liberación.
En el capítulo 37 de “La democracia en América”, Alexis de Tocqueville señala los temores que deben tenerse en cuenta al momento de construir una sociedad “democrática”, y en un arranque de sinceridad rayano con el suicidio afirma:
“Quiero imaginar bajo qué riesgos nuevos el despotismo puede producirse en el mundo: veo una multitud innumerable de hombres semejantes e iguales que dan vueltas sin descanso sobre sí mismos, para procurarse pequeños y vulgares placeres, de los que llenan su alma. Cada uno de ellos, mantenido aparte, es como extraño al destino de todos los demás: sus hijos y sus amigos forman, para él, toda la especie humana; en lo que refiere a sus conciudadanos, está a su lado pero no los ve; los toca y no los siente; no existe más que en sí mismo y para él solo, y si le queda todavía una familia, por lo menos se puede decir que ya no tiene patria.”
Extraño ejemplo, para un pensador que se habría dejado encandilar por el destello de la democracia yankee. Más extraño, para alguien en quien el principio de la igualdad llevaría el correctivo necesario de todo exceso de autoridad. Pero ante todo, un magnífico esbozo futurista que lejos de apacentar las ovejas democráticas les impone un macabro relato de su soledad definitiva, desligados de toda patria, ausentes de familia, inmersos en un maremágnum de sensaciones exteriores sin posibilidad de llegar a ser porque sólo existen, porque cada uno es extraño al destino de todos los demás. Quienes hayan leído el cuento de Edgar Allan Poe El hombre de la multitud sabrán de lo que habla el pensador francés. Más, porque su autor, un yankee, escribió desde y en la sociedad que había encandilado al francés con sus semillas de liberalismo democrático. Pero por sobre todo, porque Poe era víctima de esa sociedad, desde la que pudo describir la ignota existencia de cada uno de esos “ciudadanos” que el nuevo régimen vuelca como animales al matadero, cada dos años, para afianzar su existencia electoral, como otro de esos “pequeños y vulgares placeres, de los que llena su alma”, y su dejarse vivir, diríamos más contemporáneamente.
En ese cuento, el narrador persigue durante horas a un hombre que no se detiene ante nada, y que parece girar en la ciudad sin rumbo fijo. Tras sentirse agotado, y viendo que llega el nuevo día sin que se dirija a parte alguna, el narrador se para frente a él. Pero nada mejor que la prosa de Poe para atribular aún más estas reflexiones:
“… enfrenté al errabundo y me detuve mirándolo fijamente en la cara. Sin reparar en mí, reanudó su solemne paseo, mientras yo, cesando de perseguirlo, me quedaba sumido en su contemplación. – Este viejo – dije por fin – representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Sería vano seguirlo pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae, y quizás sea una de las granes mercedes de Dios el que “er lässt sich nicht lesen”. (No se deja leer).
Sin la retórica académica de Tocqueville, pero con la magistral profundidad que sólo el arte susurra, Poe desenrolla la vida sin vida de un contemporáneo que hoy lo es más que en su momento, pues su anonimato, su viaje sin sentido, su falta de todo arraigo y de sentido de la búsqueda es el resumen biográfico de una vida post moderna al pie de la letra. Exiliado de toda comunidad, de todo gremio, de todo núcleo familiar, de toda patria, el itinerante inútil vaga su sinsentido en la ciudad anónima. Está entre la gente, que ya sabemos que no es pueblo, sino mero cúmulo de cadáveres que deambulan. La soledad es su carta natal, su pertenencia a la mismísima nada de la que ha salido y hacia la que se dirige inconscientemente. Y estamos en 1840. Aún faltan los colectivismos criminales (Fourier y Blanqui están pergeñando sus modelos), la globalización interesada, la pandemia, la revolución tecnológica, la uniformidad ideológica…
Frente al oscuro panorama de la vacuidad progresista, no nos queda más que la sana Tradición. Pero, ¿Dónde hallarla?, me preguntarán los lectores. Pues en sus propias raíces. En la Hispanidad. En la necesaria unidad de esta América descuartizada, con su madre ibérica. En la fraterna unidad de los reinos de este continente con la península que los albergó por trescientos años. En la política que mira la Tradición como una llama a ser transmitida a las nuevas generaciones, y no como una ceniza agónica, como diría Chesterton, (aunque quien sopla las cenizas espera renacer el Fénix). Para devolver al hombre a su lugar, a su patria, a su esencia trascendente. Y detener su carrera sin destino, e impulsar su futuro hacia la pertenencia espiritual de lo que nos une y nos ha unido.
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