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María Elvira Roca Barea nos ha mostrado en sus libros y conferencias hasta qué punto la fundación de la moderna propaganda se debe al movimiento protestante. Quizá tengamos en Lutero (2003), película dirigida por Eric Till, un producto paradigmático, y por eso mismo de interés, para constatar que el matrimonio de los protestantes con la propaganda sigue vigente y robusto. La película tiene en su plantel grandes actores como Joseph Fiennes (es un recurso propagandístico, desde luego, que hayan escogido a un tipo medianamente apuesto y de una delgadez estilizada para interpretar a Lutero, antítesis de dichos valores físicos), Bruno Ganz y Alfred Molina, y lejos de ser fruto del extemporáneo interés de sus obradores, fue iniciativa conjunta de un fondo de inversión luterano, que presta créditos a bajo interés para financiar cosas del estilo. Mientras que la Iglesia católica se ha mantenido alejada siempre de la cinematografía y, con ello, de sus infinitas posibilidades para la acción apostólica (ojalá hubiese hecho para el cine lo que con la pintura en el Barroco), los protestantes no han tenido ningún pudor para financiar productos culturales que propaguen las bondades de su causa y las desvergüenzas de aquellos de los que se separaron.

Con una factura visual propia de telefilme (la propaganda protestante nunca ha puesto cuidado en esteticismos, siendo orgullosamente pobretona, como su arte, feísta desde el principio), la película nos muestra la peripecia de Lutero desde su ordenamiento como monje hasta la Dieta de Augsburgo, sobreponiendo la singladura psicológica y existencial del heresiarca teutón a las explicaciones de fondo del fenómeno cismático. Al aplicar el foco dramático sobre la figura individual de Martín Lutero, el guion intenta aquilatar la bondad, la justicia del movimiento reformador, por medio de una propuesta de identificación subjetiva del espectador con el personaje. De tal modo que el desempeño de Lutero como teólogo, en un contexto determinado, pasa a ensombrecerse, con objeto de realzar la figura de un primitivo guerrero de la justicia social, una especie de caudillo político-espiritual inconforme con las iniquidades de la época, que guía a las buenas y subyugadas gentes a la emancipación de la disciplina y la superstición opresivas, no ya tanto católicas como meramente ambientales, culturales. Tal prisma interpela con mayor intensidad al hombre posmoderno, tan acostumbrado a luchas emancipatorias como ajeno a controversias teológicas y pormenores históricos. La habilidad propagandista de los artífices del producto no puede ser más ejercitada en el planteamiento y el desarrollo de la película. 

No obstante, nos parece meritorio el retrato psíquico de un Lutero desgarrado, y cercano, en ocasiones, al delirio de una lucidez experimentada con egolatría; pero mientras el film interpreta el talante de Lutero como resultado del apasionamiento y la escrupulosidad de su fe en el cambio histórico, bajo una lectura cuasi mesiánica del personaje, nosotros, desde nuestra perspectiva limpia de puritanismo, atisbamos antes el profundo odio de Lutero al hombre (y a sí mismo) por su naturaleza irreversiblemente pecaminosa, un sentimiento de imperfección radical que conforma la fuente de la que mana su temperamento tormentoso, en ningún caso fruto, como decimos, de la virtud moral. En el principio de la película se encuentra la escena más determinante para justipreciar el pensamiento de Lutero: cuando expresa, en un diálogo con su abad, el deseo de que Dios no exista. Ahí vemos a un Lutero blasfemo contra un Dios al que reputa de loco por exigirle lo que no puede cumplir, lo cual le conduce a la desesperación. Pero entonces, desde la desesperación, Lutero salta al extremo opuesto: la justificación por la sola fe, por la sola confianza y esperanza en la salvación en la medida en que se humilla, resaltando lo abismal de su miseria, a Dios. Aparece incluso el “pecca fortiter”, que llega a recomendar implícitamente en un diálogo con sus parroquianos: la abrogación de todo precepto mediante la liberación del miedo al pecado, al naturalizarlo, al considerarlo inevitable (toda la crítica protestante, bien resumida por la película, hacia las juzgadas como supersticiones católicas: devociones, sacramentos, límites dogmáticos, etc., ha de interpretarse a la luz del desprecio por todo lo que implique para el hombre un esfuerzo de superación de su naturaleza y una invocación de la gracia para dicho cometido).

Potente es la escena en la que Lutero compra una indulgencia, como un católico más. Y, sólo tras subir unas largas escaleras, y contemplar a vista de pájaro una masa de hombres arrodillados y harapientos y de curas mercachifles y traficantes de almas, siente el dolor del desengaño. Ilustrativa, decimos, de la condición experiencial de la religiosidad de Lutero. Sabía por San Agustín que era posible una experiencia de Dios, pero en su orgullo no comprendió que la mística (para la cual él, tan poco contemplativo y sensual, no poseía aptitudes) es un don gratuito sólo deferido tras las crueles mortificaciones y la angustia atroz de la noche del espíritu, que diría San Juan de la Cruz. El existencialismo de su pensamiento le impedía admitir algo como sabido. Necesitaba «sentir», sentirse en gracia, conseguir la experiencia de su justificación, y tanto más porque según su teología solamente se está justificado en cuanto se cree estarlo: es ya la suya una pura mentalidad moderna, una mentalidad fácil y sugestiva por cuanto nos resulta próxima a nosotros mismos y nuestras filfas y trampas autoindulgentes. En palabras de Maritain, Lutero tenía la apetencia brutal de saborear su propia santidad. Lo que no se siente, sencillamente, no es. Y por eso Lutero, y la película, nos ofrece sobre todo sus sentimientos, sus apetitos, sus odios, su cólera, sus terrores, obsesiones, angustias, etc.

En un sentido extra-psicológico, es también fidedigna la representación del ambiente brutalmente antiescolástico de la universidad del Seiscientos. En las escenas que lo capturan nos encontramos a un Lutero que desprecia incesantemente la razón teológica y la dialéctica: para él esto forma parte de un “positivismo” religioso completamente superfluo. Es un primer síntoma de antiintelectualismo en Occidente. De la cancelación que hace Lutero de Aristóteles se deriva una lógica censora y adanista que hoy vemos campar en Universidades e instituciones educativas con violencia creciente. Lutero fue el primero de los canceladores. Bien es cierto que la operación venía siendo preparada por el occamismo desde la baja Edad Media, al restringir la aplicación de la filosofía a la teología, en una reversión radical de lo que había sido el tomismo y, con él, todo el gran pensamiento y la ciencia medievales. Bien es cierto que Lutero no aporta nada novedoso en el panorama de las ideas religiosas, aunque la película le presente como un revolucionario procaz en el terreno. Lo dicho por él ya lo habían prefigurado husitas y wycliffianos, y las críticas a la Iglesia Católica por la relajación de sus costumbres venían de largo. Pero no menos cierto es que Lutero abandonó lo que nunca antes abandonaron los otros: la piedad por la tradición, con la que se podía discutir, pero no abjurar, no tirar por el sumidero como un lastre más para el advenimiento de la verdad paradisíaca. La mal llamada Reforma resultó ser epígono de una larga serie de acontecimientos históricos, pero principalmente, de la mundanización operada por la burguesía desde el Otoño de la Edad Media: una lenta descomposición del mundo tradicional, al que se le fue arrebatando capas hasta pinchar en los huesos del escepticismo. Y en la vanguardia de ello, Lutero, un woke de su tiempo, violento y resentido, ignorante en el fondo, que organizó su “mayo alemán” bien financiado por Federico III de Sajonia y otros envidiosos de Carlos V, que los privó in extremis de la corona imperial.

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El film se queda limitado a un mero acercamiento publicitario por la costra reformista (indignación luterana por la venta de indulgencias, la simonía, etc.), sin entrar en la médula del sismo. Pero esto es comprensible si nos ajustamos a la finalidad que hemos presupuesto a la película. En cierta medida, la praxis política de Lutero no es determinante, no hay épica en ella, pues si no hubiese sido él, probablemente otro personaje hubiera desempeñado su mismo papel histórico. Por eso no consideramos sustancial la forma externa, política, en Lutero, sino su axiología, su subjetividad. Que, depurada de trazas teológicas, abrió sendas que serán trilladas en el decurso de la cultura moderna y aun contemporánea: la quiebra del ideal universal y su sustitución por el etnicismo, la derogación de la recta ratio en pos de una racionalidad utilitaria y profana, la puesta en cuestión de la tradición como fuente de conocimiento y de verdad, la primacía de la ética sobre la moral, la entronización de la subjetividad como capitana del navegar humano. Sobre algunos de estos temas hablamos, hace meses, en Consecuencias filosóficas del protestantismo – Pura Virtud: Cine y Literatura

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