22/11/2024 00:40
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La presencia victoriosa del PSOE de Felipe González durante la transición, venía ya pactada como la única izquierda asimilable por las oligarquías. El pacto con el Estado, con el dinero -que no tiene ideología- (con el pueblo no se pacta, al pueblo se le desprecia), es lo que posibilitó que el partido socialista hiciera socialcapitalismo, es decir, socialdemocracia. Le dejaron a su merced las vías doctrinarias e institucionales: divorcio, aborto, destape, medios informativos, iglesia, ejército, fuerzas de seguridad, universidad, tradiciones y símbolos para que los fuera macerando, y le engolosinaron con la corrupción del dinero y de las prebendas.

Y así, paulatinamente, el Estado se fue patrimonializando por unos y otros, socialistas y plutocracia, y por sus correspondientes cómplices, creadores de opinión, cobardes, parásitos, hampones y gorrones. Y así, digo, entre unos y otros han convertido a España en un cenagal, y el aire es irrespirable. ¡Malditos poderes fácticos, maldito PSOE, maldito González, maldito Zapatero, maldita oposición, maldito PP, maldito Rajoy, maldita intelectualidad áulica, maldita e irredimible plebe española!

Como dijo alguien de la época, el gran descubrimiento -entre otros muchos- de los trileros sevillanos de la Moncloa fue lo baratísima que salía la mercancía artístico-intelectual en este país de trincamigajas: por cuatro perras en subvenciones, González y sus allegados se compraron un coro de petimetres hambrientos, es decir, se aseguraron la fidelidad bien alimentada de los suplicantes peregrinos de la bodeguilla. Actualmente es lo mismo, pero sin bodeguilla. Las bodeguillas se han trasladado ahora a las Universidades y a los Medios Informativos.

La España posfranquista poco a poco se fue significando por una masa servil y pecuaria, absentista, subsidiada, clientelar, dirigida por embusteros y políticos de falsedad cautivadora, y devino en un continuo retroceso ante la monolítica y degradadora presión ideológica del socialcomunismo y de sus cómplices, así como por la carencia de personalidades eminentes en el seno de la sociedad, capaces de enfrentarse con habilidad y grandeza a la tenaz vileza del Sistema.

Allá por finales de marzo, dos semanas después de haber sido decretado el estado de alarma debido al coronavirus, me telefoneó un antiguo conocido. Un amigo común le había informado de mi desengañado realismo acerca de la actual situación, y quería reprochármelo. Ante mi sorpresa, pues él tampoco se caracterizaba por su confianza en el grueso de la humanidad, se defendió: 

 – Ya sé que nunca me he ilusionado especialmente por la posibilidad de un mejoramiento de los seres humanos, pero has de reconocer que es bueno soñar. Y ahora más que nunca es necesaria la esperanza.

Le comenté, no sin sarcasmo, que muchos y buenos habrían de ser sus argumentos para que un resignado pesimista como era él, al menos hasta ahora, me convenciera para avalar con mi confianza a la mayoría de mis semejantes.

«El marxismo cultural viene destrozando todo lo superior con metódica perseverancia -le dije-. Y ya sólo quedan exiguos restos de magnificencia. No es sólo la lucha política e ideológica la que escinde nuestra época, también nos dividen los nacionalismos racistas, la lucha confesional, la social, la etnográfica, la sexual, la económica…

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»También, pese a la engañosa alfabetización general -proseguí-, una tajante división separa a los cada vez más escasos hombres cultos de la masa popular, ayuna de conocimientos y desinteresada en obtenerlos. Un fenómeno que se explica debido a la nula ambición y a la escasa conciencia de ética y de estilo en el horizonte existencial de la muchedumbre.

»El estoicismo de la sociedad española tradicional -dije, finalmente- ha desaparecido. Nuestra nación, nuestra cultura se halla consagrada por una magna tradición espiritual que la plebe ignora o desprecia. La enfermedad que padecemos no es el coronavirus; no es una enfermedad del cuerpo, sino del alma. Esa es la verdadera enfermedad social».  

El caso es que un país sin Educación, sin Cultura y sin Justicia o, peor aún, con ellas putrefactas, es un país condenado a su desaparición o a caer en manos de sus enemigos, de los enemigos de la libertad. Nos hallamos en manos de dementes o de titiriteros lacayunos o de personajes sectarios al asalto de subvenciones, ese mundillo conformado por los rojos-visa oro que controlan la doctrina artística y la propaganda, con especial incidencia en el mundo rosa, la TV, la literatura y el cine. La Universidad en poder de las checas, del agitprop podemita y de los sorbonícolas, y la Justicia atropellada por la venalidad o bloqueada por la cobardía.

El socialcomunismo y sus cómplices, despojados a estas alturas de sus máscaras por los sectores más independientes, más activos y mejor informados de la sociedad, ha renunciado ya a ganar autoridad y votos entre ellos, al contrario de lo que ocurría en las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo; por eso dedica todo su empeño y toda nuestra riqueza a rebañar hasta la última papeleta del fondo de la olla de la España profunda, curtida por el fanatismo, la indiferencia -más que la ignorancia- y el miedo.

Contra el resurgir de un pueblo fuerte e independiente, el NOM y sus esbirros frentepopulistas tratan de oponer el instinto de rebaño; y contra lo excepcional, el instinto de los mediocres y de los parásitos. Su religión viene a decirnos: «todo está ahí, pero controlado, pues ya no hay sueños ni fines nobles». Y no sólo desaparecen los objetivos de abolengo, sino que se subraya lo vulgar, y todo lo que supongan extravíos y perversiones. Es decir, nos hallamos frente al más crudo y obsceno marxismo cultural, o lo que es lo mismo, frente a la más terrible amenaza contra la humanidad.

Y esta ausencia del ideal, acompañada de la omnipresencia de la perversidad, viene a ser una especie de ateísmo; peor aún, porque con la deriva LGTBI, que desvirtúa radicalmente la naturaleza sexual de las personas, la doctrina del Sistema -y de sus líderes pedófilos y abortistas-se convierte en una pulsión de muerte, en un suicidio colectivo. Los diablos quieren que desaparezca el ser humano sobre la tierra, al menos como lo hemos concebido hasta ahora.

«Creer, obedecer, combatir», esta es la divisa de todo totalitarismo. Creer ciegamente en la banderiza doctrina; obedecer inequívocamente a los líderes perturbados; y combatir cerrando filas frente a los refractarios y discrepantes, frente a quienes desprecian al Mal oponiéndolo sensatez y previsión, además de aristocracia estética y moral.

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Los totalitarismos no pretenden suprimir las desigualdades entre los hombres, pese a su propaganda en este sentido, sino incrementarlas y definirlas por ley. En el orden social totalitario que se avecina habrá -ya la hay- una casta de tarados éticos en el papel de prebostes, apoyados por una multitud de esbirros, miembros del Partido organizados jerárquicamente.

Y adulada por el renovado Gran Terror estalinista de los jefes, habrá una masa anónima y acrítica, una materia bruta domesticada, teóricamente libre y en la práctica brutalmente humillada y explotada como un rebaño, sobre la que los ideólogos actuarán a merced; y, como no podía ser menos, también habrá el correspondiente acopio de fusilados y decapitados, o de encarcelados o vigilados trágicamente por disidencia y rebeldía.

Hemos estado tres meses recluidos manu militari en casa, y dudo mucho que se haya aprovechado el momento para recordar -bajo las mascarillas que nos definen- que vivimos en un país en el que los políticos y sus cabilderos ganan al mes mucho más que un obrero al año, con el agravante de que esa casta política oligarquizada consume, gracias a sus corrupciones personales y administrativas, mucho más de lo que producen los desheredados.

No obstante, salvo los cuatro hombres libres, que van solos por el monte, el resto parece adoptar una actitud mansa o defender a ciegas unos intereses cada vez más ajenos a sus propios intereses. Pero ¡qué les importa eso a los capitanes Tripita, a los don Mierdecilla de nuestras sorbonas, a los trileros de judicatura y corte; qué más les da a nuestros crapulosos, cagajones, malos guasones, pazguatos y degenerados varios si son los intereses de su abominable casta política, de esta cueva de ladrones que los deprava y fascina! ¡Qué más les da eso a todos los Masticamierdas que, a la hora de votar, eligen despreciados su alimento, si son los intereses delictivos o megalómanos de sus saqueadores, de sus cabecillas, de los chupadores del pueblo!

En fin, la cuestión es que tras la muerte de Franco, España era la octava potencia mundial, y cuatro décadas después somos una letrina. Así entienden el progreso las izquierdas resentidas y sus cómplices. No es extraño que aborrezcan al General. ¿Qué pueden hacer mejor los menguados sino odiar a la excelencia?

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.