22/11/2024 00:44
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Sábado 26 de febrero, 116 días de encierro entre hospitales y domicilio. Sin ver la calle. Sin tertulias con los amigos y … eso sí, con más ánimos que aquel equipito del Alcoyano que yendo perdiendo 11-0 todavía pedía prórroga para empatar.

Y ya me he leído y visto todo lo de la Guerra de Ucrania y el «cachondeo» de las Democracias occidentales (ya estamos donde Daladier y Chamberlain con Hitler. Muchas reuniones, muchos discursos, muchos comunicados, muchas amenazas económicas y el Fúrher comiéndose Austria, los Sudetes, Danzigt y Polonia) y hasta lo que vamos sabiendo del llanto del cobardica y hundido Casado ante los Barones… y me he tenido que leer 5 discursos de José Antonio Primo de Rivera y otros tantos de Largo Caballero para elegir uno de ambos, como antídoto para este fin de semana.
 
Así que para «desengrasar» me he puesto a repasar el trabajito que me han encargado sobre LAS MAJAS DESNUDAS DEL ARTE y eso es lo que os envío a través de este rebelde y valiente «Correo de España».
 

De momento las imágenes y la filosofía… y luego sólo la visión de Museo. Arte. Arte puro.

   

 

La «Maja» de Goya (1797)

   

La «Maja» de Cranach el Viejo (1518)

 

La «Maja» de Tiziano (1538)  

 

La «Maja» de Rubens (1635) 

 

La «Maja» de Manet (1836)  

 

La «Maja» de Velásquez (1648)  

 

  

La «Maja» de Julio Romero de Torres 

   

La «maja» de Paolo Veronese

 

Es muy frecuente escuchar multitud de definiciones sobre la belleza, y sin embargo, es muy difícil establecer exactamente esta idea, porque casi todas las fórmulas difieren, parcial o totalmente, de las demás. No obstante, no han faltado desde la más remota antigüedad, y pese a las dificultades que llevan consigo, una variedad de definidores de este concepto que han tratado de plasmar su pensamiento en palabras… 

Ya Aristóteles decía que la belleza misma era la mujer, en lo que coincide con los autores modernos, mientras que Platón la definía como imagen de la divinidad, y Luciano como objeto de apetencia de los mismos dioses. Cervantes, en el capítulo treinta y siete de «El Quijote» dice de la belleza que tiene la virtud de conciliar los ánimos y atraer las voluntades, y los mismos Goethe y Diderot, coincidiendo con el griego Galeno, creen que las cosas son más bellas cuanto más se acercan al fin para para el  que fueron creadas. Por otro lado, los filósofos Wolf y Baumgarten suponen la belleza y la perfección una misma cosa, mientras que Metastasio la juzga tan discrecional que varía con los tiempos, de forma que lo que hoy nos parece bello hubiera quizá disgustado a nuestros abuelos, y el ideal que ellos sustentaban nos parecería hoy ridículo o, al menos, poco armónico.  

 

La belleza varía 

En general, la opinión común es que en cada época y país la belleza varía, haciendo bueno el dicho popular de «que este mundo traidor nada es verdad ni es mentira: todo es según el color del cristal con que se mira». Y tan cierto es, que en los diversos climas y pueblos la belleza se entiende de distintos modos, como vamos a comprobar a continuación…

Mientras que un europeo, por ejemplo, cifra la belleza de una boca en los labios jugosos y sonrosados, el aliento fresco y los dientes blancos y menudos, en Tailandia, las bellas se tiñen de negro los dientes, con los labios pálidos y quemados por el betel que mastican, y en macasata se los pintan cuidadosa y alternativamente de rojo y amarillo. Mientras que una mujer blanca oprime su cuerpo con una faja- sí le es preciso- para agradar por su esbeltez, en Guinea la blancura del rostro constituye un defecto. Si los hotentotes gustan en sus mujeres la nariz agrandada artificialmente, en Nigeria, el ideal femenino para el gusto más exigente consiste en que tengan los labios gruesos y caídos y la nariz sumamente aplastada. 

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Siguiendo nuestras perspectivas geográficas, podemos decir que los mongoles aplastan la nariz de sus hijas al nacer éstas, como los abisinios, que gustan también las narices chatas. Los persas, por el contrario, prefieren la nariz aguileña, como los griegos, mientras que los lapones consideran el máximo femenino en los ojos pequeños y la nariz diminuta y respingona. Las mujeres gayos se arrancan los dos colmillos, satisfaciendo de este modo las exigencias masculinas al uso. Y hablando de sacrificios, añadiremos que en China las mujeres de gran belleza son aquellas que tienen un cuerpo torpe y pesado, los ojos y nariz muy pequeños, el vientre crecido, la frente ancha y el pie deforme y raquítico… para lo cual se los entablillaban o vendaban desde su más tierna infancia, práctica actualmente prohibida. En Nueva Zelanda, para terminar, las orejas femeninas deben ser largas y aplastadas, y es de suponer el tipo de suplicios que son precisos para conseguirlo. 

 

Tópicos sobre la hermosura

En consecuencia es fácil deducir, por todo lo expuesto, que en algunos lugares de nuestro planeta el cráneo femenino debe ser cuadrado, para lo cual entablillan a las niñas desde su nacimiento, y en otros, las orejas se estiran o aplastan, o se obliga a colgar pesos de los labios femeninos para que, al deformarse, adopten las forma caída y abultada que exigen los gustos varoniles. Los alemanes, por lo general, gustan de la mujer gruesa, lo mismo que los egipcios y los turcos; los japoneses las prefieren delgadas; los latinos, habitualmente, morenas y, a ser posible, de formas opulentas (recordemos a Sabrina  Salerno), mientras que los norteamericanos optan por las altas e intelectuales, sin parar mientes  en su turgencia física, aunque sin desdeñara unos senos macizos… 

Sabido es que Diana, la diosa cazadora, poseía un cuerpo ligero y musculoso, mientras que el de Venus era sensual y redondo, y el de Afrodita menudo y proporcionado. También pasó a la Historia la bella María de las Mercedes, la malograda mujer y amor de Alfonso XII. Pero no siempre es la formación, sino la madurez, la que contiene toda la plenitud, como en los casos de Helena de Troya, que a los cuarenta años fue capaz de ser raptada por un fogoso amante, dando origen a una terrible guerra, o de Asparia, que a los treinta y seis enamoró a Pericles. Cleopatra subyugó a Marco Antonio pasada la treintena; Diana de Poitiers enamoró a Enrique II de Francia, de dieciocho años, a los treinta y seis, y Catalina de Rusia, a los treinta y tres, ocupó el trono y todavía triunfó por bella treinta años más. 

 

Los mitos se hacen ley 

Todavía podemos citar a Ana de Austria, que a los treinta y ocho años pasaba por ser la mujer más bella de Europa; a madame de Maintenon, que se casó con el Rey Luis a los cuarenta, y a las señoritas Mar y Recamier, que disfrutaron a los cuarenta y cinco de una soberana belleza… sin olvidarnos de la ya citada Ninón de Lenclós, de loa que se dice que la edad nunca llegó a marchitar su hermosura… Otras muchas podríamos  mencionar que legarían a emular a la hermosa Sara, esposa de Abrahán, de quien aseguran las Escrituras que conservó su inigualable belleza hasta los ochenta años. Por ejemplo, a la emperatriz Josefina (la primera mujer de Napoleón) o a la mismísima Jacqueline Kennedy o Bárbara de Braganza.

Una de las bases primordiales que toda mujer debe tener en cuenta en el momento de presentarse a un concurso de belleza son las medidas que suelen regir en este tipo de certámenes. No son unas reglas fijas, pero sí el punto de partida valedero en todo el mundo, utilizado en las primeras eliminatorias, porque luego, como ya sabemos, se tienen en cuenta muchos otros factores, tales como la simpatía, la elegancia, la prestancia en el porte y muchas otras cosas más. 

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Las proporciones anatómicas, por tanto, deben guardar la relación que se cita al margen según los más prestigiosos profesores de estética: el largo del pie debe ser igual al del antebrazo; la longitud de la mano, igual al doble del dedo índice; la boca, igual a tres cuartos de la longitud de la nariz, el ancho de los hombros, de uno a otro, dos veces el de la cabeza, y el ancho de la cara, por último, como cinco veces el largo del ojo… 

Ya hemos visto, pues, cuales han sido y son, en la actualidad, los cánones de la perfección corporal del género humano, en función de lo que se ha considerado, a través de los tiempos, el ideal estético femenino. Hemos insistido, con numerosos ejemplos, en las últimas consideraciones establecidas de dichas proporciones físicas- desde los antiguos griegos, que tomaron como unidad de medida la cabeza, que debería representar, según ellos, la octava parte de la longitud del cuerpo, hasta las últimas definiciones propuestas por los esticistas modernos, sin olvidar las leyes de Leonardo da Vinci y Miguel Angel- para no caer en la ligereza de considerar que lo que no es correcto es una latitud debe serlo, por sistema, en la opuesta. 

 

El patrón Durero 

Digamos también que fue Alberto Durero, el famoso grabador y pintor alemán del siglo XVI quien, rompiendo todos los moldes estéticos hasta entonces existentes, señaló un método matemático que aún sirve de guía y patrón a todos los artistas del mundo.  

Durero, sirviéndose de un dibujo del cuerpo humano sobre un papel milimetrado, estableció las medidas proporcionales de las distintas partes del cuerpo, llegando a demostrar que dichas relaciones corresponden a lo que, en geometría, se denomina regla aúrea.

Pero, ¿sirve esto realmente a la hora de juzgar, o mejor aún, de calibrar la belleza de una mujer en nuestros días? Creemos que no… 

Todos sabemos que cierto número, también es cierto que limitado, de mujeres de diferentes países han alcanzado la categoría de mito en función de su belleza y del impacto que han causado entre sus semejantes. No descubriremos nada nuevo si decimos que mujeres como las italianas Gina Lollobrígida y Sofía Loren, la francesa Brigitte Bardot y la norteamericana ya desaparecida Marilyn Monroe, merced a la difusión prodigiosa del séptimo arte, acapararon durante mucho tiempo las portadas de revistas y las primeras páginas de todos los periódicos, y que su belleza fue elogiada, en todos los casos por una gran mayoría, que las llevó, incluso, a ser consideradas como las mujeres más bellas del mundo…

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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