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Sin duda, el devenir histórico es azaroso. Su trazo, aunque marcado siempre por el hombre o por la naturaleza, puede ser imputable lo mismo a una trivial circunstancia que a una catástrofe crucial. De ahí que la filosofía de la historia sea una búsqueda, como nuestra razón de ser, casi siempre ininteligible, abocada a la duda y aun a la inseguridad.

Ante esta incertidumbre, nuestro conocimiento será útil si aprovecha las experiencias y nos ayuda a desenvolvernos en el mundo, porque de las experiencias nacen las ideas, y de éstas sólo sobreviven las más aptas. Como es obvio, los lugares de desarrollo en el que las ideas dan curso a su sustancia son los ámbitos de la educación y de la cultura humana.

De ahí la trascendencia de ambas en nuestra vida y la importancia que, por ello, debe darse a los encauzadores de opinión. Al respecto, debemos hacernos dos preguntas: ¿Quiénes y con qué fines son los conductores o guías ideológicos de nuestra época? ¿Cuáles son las ideas primordiales que se propagan hoy por el mundo, al menos por el mundo occidental? Porque según sean los ideólogos así serán las ideas y, en consecuencia, nuestro inmediato futuro.

Tanto el enfoque cultural como las leyes educativas de nuestra falsaria democracia han significado un turbio y decidido avance hacia el proyecto adoctrinador de la casta política, consistente en arrancarnos nuestras raíces tradicionales, culturales, familiares y religiosas. Se trata, resumiendo, de despojarnos, sobre todo, de la idea de Dios, de la noción cristiano-humanista, de los sentimientos ancestrales de patria y familia, de los vínculos consanguíneos y lingüísticos, de la dignidad nacida del propio albedrío, incluso de la memoria, mediante las leyes totalitarias que tratan de desvirtuar las crónicas de los hechos pretéritos.

Ideas todas ellas penetrantes, eficaces por su innegable atractivo psicológico, útiles para nuestra experiencia en el medio cultural y, más allá, universal. Ellas nos ayudan a estabilizamos psíquicamente y a interpretarnos y, a la vez, nos asisten en la comprensión y descripción del entorno inmediato. Gracias a ellas la humanidad ha evolucionado asombrosamente, al contrario que otras especies animales diseñadas por genes que los llevaron a la extinción.

Pero he aquí que unos nuevos demiurgos, empachados de teorías globalizadoras y valores absolutos, llevan décadas empeñados en un relato emancipador que, tras su máscara dialogante y profiláctica, oculta una pulsión de muerte o un afán de conducir a las muchedumbres al tenebroso mundo de la lobotomización. Ellos y sus lacayos, henchidos de poder, desean el jardín del mundo para sí mismos; por eso la desaparición física o mental de las multitudes determinará su permanente prosperidad, en perjuicio de una masa esclavizada de bultos acríticos, sus antiguos competidores.  

La vida de la plebe, con sus tristezas y alegrías, sus esperanzas y desesperanzas, sus emociones, pensamientos, engaños y desengaños, será sustituida por la apacible modorra del «Estado homogéneo universal», según Kojève, o del «fin de la historia», de Fukuyama. Erradicados los razonamientos y los conceptos, rendidas las inteligencias, planificados los estertores y los resuellos, pasaremos las horas como amebas felices, no en un mar tempestuoso, como nuestras sociedades actuales, sino en la quietud de un estanque silencioso, roncando o bostezando bajo un aire supuestamente saludable.

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Porque para estos nigromantes del alma todo vale. Cualquier práctica social, económica, ambiental, cultural, judicial o política es válida si los lleva al objetivo de sus demenciales agendas. Las naciones, dirigidas por castas de políticos, jueces, educadores, eclesiásticos, informadores, intelectuales áulicos y guerreros, todos ellos venales, se han convertido en instrumentos de una convivencia de modelo único. Ante la diabólica alianza entre la plutocracia y el marxismo, que era inevitable, dados sus escabrosos fines, no parece quedar otra alternativa a las aglomeraciones ciudadanas que la derrota. Algo que aún ellas no saben, tal vez porque llevan ya genuflexas y abatidas muchos años.

Después de que, como en los más terribles sueños, nos anunciaran que «los hijos no pertenecen a los padres, sino al Estado», que desde ese mismo Estado se legalizaran las confiscaciones de bienes privados, la desnaturalización sexual, el asesinato de nasciturus y la destrucción de la memoria histórica, suspender de los programas educativos la Filosofía, puede resultar una minucia, pero no lo es, sino un selectivo paso más hacia esa invasión del Mal en el alma del individuo.

Perdida toda raigambre, todo referente tradicional y cultural, abducida por las teorías globalistas que conquistan su intimidad mediante el agresivo comando mediático de las televisiones, a la sociedad desarticulada y dividida, no le quedan resortes para distinguir las razones buenas de las malas, ni para comprender que su enemigo no es el que se enfrenta al viento corredor de los colectivistas, sino el que trata de pasar unos argumentos irracionales y pervertidores  por una fiesta de la razón, de la verdad y de la libertad.

El caso es que, en el consenso partidocrático de la nefasta Transición, también a los impostores educativos y culturales les ha correspondido empedrar sustancialmente el global proyecto liberticida. Al arrinconamiento del español, a la denigración de la religiosidad, al adoctrinamiento LGTBI e histórico, a la propaganda abortista, al cese de los conciertos para los colegios de educación concertada, especial o diferenciada, se añade ahora la desaparición de la enseñanza cronológica de la Historia y la jubilación de la Filosofía, que dejará de ser materia de instrucción.

Dante decía que tanto como saber le agradaba dudar. Algo que no preocupa a los amos del mundo, ni a sus lacayos, porque ese saber y ese dudar los sustituyen por un inmenso poder y una maldad impune. Ítem más, conocedores de que el ser humano, para progresar en el conocimiento, debe obtener la liberación de su alma, para lo cual es necesario utilizar sus cualidades religiosas, memorísticas, filosóficas y poéticas, los nuevos demiurgos están dispuestos a saturarle de bajos placeres, bajas pasiones, altos temores, grandes catástrofes y hondas amarguras en la medida de lo pautado en sus diversas agendas.

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Quienes, entre la ciudadanía, con absoluta ausencia de civismo, celebran la molicie del consumo o la banalidad mediática, por ejemplo, no ven que tras el spot y el culebrón cotidianos se transparentan los gritos de la explosión demográfica y de las enormes deudas públicas estatales.  Amenazas, entre otras, que tratan de solventar, mediante esclavitudes y genocidios encubiertos, esos amos del mundo, de sensatez extraviada, empeñados en un colectivismo que definen como emancipador y que en realidad es exterminador.

Pero como nos ponen el palito, y saltamos; como a pesar de estar en juego el concepto del ser humano y el porvenir de la humanidad, seguimos enredados, arriba y abajo, con las miserias provincianas de los Feijoo de turno y demás culpables del engaño, dispuestos a reelegirlos por enésima vez, sin percatarnos de dónde se juega de veras el partido, es fácil concluir que no tenemos remedio.

Que seguiremos dando rango a los tramposos, y metiéndolos en nuestras vidas a través de sus televisores. Y que, víctimas de su buenismo, de su pensamiento pobre -o correcto-, que nosotros mismos difundimos, alentados y diseñados a golpe de publicidad o de real decreto, persistiremos en votar su democracia, oír su diálogo y aceptar su libertad, abandonando a España y a las generaciones venideras a su suerte, porque sin pensamiento crítico nadie podrá juzgar a los culpables.

Y mientras nos entretenemos con la ilusoria función y con sus entremeses, continuarán despojándonos de religiosidad y de memoria, de sentimiento creativo y de conocimiento del alma. Ni historia, ni religión, ni filosofía, ni poesía. ¿Seres humanos? No; androides. A ese empeño por transformarnos en autómatas con figura de hombre, por robarnos la dignidad que nos distingue de las bestias, se hallan entregados los amos. Y no podemos presumir de ponérselo difícil, de oponer la menor rebeldía, más allá de unas pocas individualidades, bien dispuestas y mal coordinadas.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.