23/11/2024 13:42
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“Con Acebes, Astarloa y María Sanz Gil, una joven política que en la limpieza de su discurso y la fortaleza de su carácter encarna como nadie la moral de la democracia española frente a sus enemigos entendí el problema del País Vasco”

“DE TODAS LAS CONVERSACIONES QUE HE TENIDO CON PABLO (Pablo Casado) HE SALIDO SIEMPRE CON LA MISMA SENSACIÓN ¡TIENE MIEDO!

Por su interés actual publicamos integro el capítulo que titula “Tacticismo” y en el que describe por qué no fue posible un Gobierno de Coalición de los grandes PSOE y PP tras las últimas elecciones:

TACTICISMO 

Esperé los resultados electorales cenando con mi equipo en Nonna María. Las mejores pizzas de Barcelona. Soy una experta. Será mi sangre napolitana… ¡La identidad! En la basílica de San Giacomo degli Spagnoli, en un lateral del altar mayor, apenas visible, se abre una puertecita que da una estancia degradada por el tiempo, la humedad y la desidia. En el interior sobrevive un tesoro: el sepulcro en mármol del virrey de Nápoles, Pedro Álvarez de Toledo, y su mujer, María Osorio Pimentel. El maestro Da Ñola los esculpió de rodillas, leyendo cada uno un libro. La Biblia, supongo. O, mejor, El Príncipe, el texto sagrado de los tácticos. Cuatro estatuas alegóricas de las virtudes cardinales custodian, o quizá vigilan, a los difuntos desde las esquinas. Las hice mías: la Fortaleza que aparento, la Justicia que exijo, la Templanza a la que aspiro y la Prudencia de la que carezco. En la base, un delicado bajorrelieve recrea las gestas del virrey Toledo, que así lo llamaban, al servicio del emperador Carlos V. Su hija, Leonor, una belleza renacentista, se casó con Cosme de Médici, el primer gran duque de Toscana, magnífico mecenas y un déspota. Bronzino les dedicó varios retratos sublimes. El mejor está en los Uffizi y siempre que viajo a Florencia peregrino a verlo. Leonor lleva un traje de terciopelo brocado con arabescos negros y a su lado asoma un niño rubio con ojos azules como el Mediterráneo. Se lo enseñé a mis bijas: «Mirad: ese niño se llamaba Giovanni y es idéntico a vuestro abuelo Juan de pequeño».

 

Papá, angelito en el agreste Ridotti de entreguerras, al cuidado del cura Don Pasquale. Se le agolpaban los recuerdos. El día en que, muerto de ilusión, se quedó esperando que su tutor le trajera de algún pueblo remoto unos zapatitos nuevos porque los suyos estaban deshechos. Don Pasquale regresó con la última luz. Al reconocer a su pequeño prohijado en la penumbra, sentado sobre una piedra junto al camino, sus pies descalzos, se llevó las manos a la cabeza: «¡Ay, se me olvidaron le scarpe!», La tristeza, la decepción, las lágrimas contenidas… Pero no. Los traía escondidos para que fuera una sorpresa. O mi anécdota favorita: cuando papá hacía el burro, literalmente, para que todos los burritos de la comarca le contestaran en una cacofonía de rebuznos que soliviantaba a las vecinas: «Giovannino ha ancora fatto l’asino!». O, por fin, el reencuentro con su madre en el vecino castillo familiar de Ralsorano, vendido tras la trágica muerte de su hermanito, François. Cuando la vio aparecer, sentada en el asiento trasero de un magnífico coche descapotable, a su lado el mecenas del surrealismo Edward James, papá se trepó a lo alto de un árbol y le lanzó una lluvia de castañas. A ver si el abandono iba a salirle gratis.

 

Papá, siempre presente y ahora el gran ausente, pocas veces tan añorado como la noche del 10 de noviembre de 2019. Le apasionaba la política. Y aunque nunca había vivido en España, conocía sorprendentemente bien su idiosincrasia, sus personajes, sus atavismos. Mis dos campañas catalanas, con su brillo de misión imposible, le habrían hecho vibrar y rabiar y soñar. Y el éxito de la segunda, alegrado incluso más que a mí. Qué diferencia con las anteriores de abril.

 

En la modesta sede del PP de Cataluña revoloteaban cargos del partido y simpatizantes haciéndose fotos y bebiendo cava en vasos de plástico. Nos habíamos quedado a las puertas del tercer escaño. Pero sobre todo habíamos sacado cuarenta mil votos más que Vox y ochenta mil más que Ciudadanos. El PP se había convertido en el primer partido constitucionalista de Cataluña. Así lo dije en la rueda de prensa, lentamente, buscando el titular y admirando los meandros de la vida. Lo de Vox me daba igual. Nunca imaginé el giro que daría Pablo en las siguientes elecciones catalanas ni su resultado: once diputados para Vox y un retroceso del PP, de cuatro a tres escaños. Lo que me impresionó aquella noche fue el desplome de Ciudadanos, el partido al que pude pertenecer.

 

Conocí a Albert Rivera en el invierno de 2013. Me lo presentó Arcadi Espada una noche suave en Barcelona. Cenamos los tres en un lugar discreto: suculentos platos del difunto Semon y un vino que Rivera apenas probó. Como había anticipado, porque hacía tiempo que seguía sus intervenciones en el Parlamento de Cataluña, me impresionó. Tenía una cara limpia. Moralmente limpia. Sus ojos brillaban con una mezcla emocionante de inocencia y convicción. Hablaba mucho, pero entonces también escuchaba. Y parecía movido por una fuerza natural y benéfica. No había en él ni cálculo ni cinismo ni caspa. Los tres vicios que me había hartado de ver en la política.

 

Rivera llevaba entonces siete años al frente de uno de los proyectos más nobles y necesarios que ha dado la política con-temporánea en España, Y posiblemente en Europa, hasta la irrupción de Macron como doble antídoto al lepenismo y a la izquierda. Observándole, mientras nos contaba las últimas tropelías de Artur Mas, sus planes para convocar en 2014 una consulta de secesión, pensé en lo mucho que me habría gustado participar en los orígenes de Ciudadanos. Aquellas reuniones clandestinas en el Taxidermista, discutiendo de forma bizantina los perfiles ideológicos del partido, para llegar a la conclusión poco sexy pero tan certera de que antes que la izquierda o la derecha viene lo correcto, lo decente, lo común. Aquel primer mitin en el Tívoli, catártico e iconoclasta: «Pujol, Ubú, tótem, abajo». Aquellos primeros tres escaños —«¡Toma tres, TV3!»— que rompieron el marco, y el cerco, impuestos por el pujolismo ante la indiferencia de los dos grandes partidos españoles. Y los siguientes 9, claro, y por fin los gloriosos 36: la confirmación de que existía otra Cataluña bajo la costra identitaria. Incluso otra España bajo el bipartidismo vigente desde la Transición.

 

Como tantos debates españoles, la discusión sobre el bipartidismo suele escurrirse en la superficie. Sus partidarios y detractores se enzarzan sin reparar en dos detalles. Primero, de poco sirve que haya dos partidos nacionales si uno —pongamos el PSOE— se abraza a los enemigos del sistema, convirtiéndose en un factor añadido de desestabilización. Y segundo, la España del 78 nunca ha sido estrictamente bipartidista. Siempre ha tenido bisagras. El problema es que han sido bisagras averiadas, desleales, tóxicas, promotoras de la peor ficción: la de tribus periféricas homogéneas y mágicamente escindibles de la comunidad democrática de origen.

 

Ciudadanos pudo ser una bisagra distinta. La bisagra de la razón. El gran factor correctivo de la política española. El partido de la regeneración bien entendida, antónimo no sólo de la corrupción económica, sino de otras mucho más corrosivas por legitimadas y extendidas. Ciudadanos nació para combatir la ideología reaccionaria que había sembrado Europa de muertos y que pervivía en las periferias españolas, protegida por la izquierda. Era un partido antinacionalista, exactamente. Y esto, en sí mismo, habría bastado para ganarse la eterna admiración y gratitud de cualquier demócrata. Desde luego, las mías. Pero también surgió para algo más. En palabras de su manifiesto fundacional, su propósito era «el restablecimiento de la realidad». Es decir, algo mucho más sofisticado y complejo. La restitución a la política de su anclaje, su sentido y su dignidad. Como una actividad inteligente, adulta y de calidad. Basada en la evidencia, reñida con la demagogia y refractaria a la vulgaridad. Aspiraba a ser un partido antipopulista. Racionalista. Ilustrado. Laico. Exigente. Y radicalmente moderno, tanto en su reivindicación de la Ciencia y de la Tercera Cultura como en su impugnación de las categorías ideológicas que marcaron el siglo XX. Y a mí todo esto me estimulaba. Profundamente. Lo reconozco: el primer Ciudadanos reflejaba muchas de mis posiciones bastante mejor que el propio PP, donde seguían anidando desde conservadores duros hasta nacionalistas blandos.

 

El hecho de que sus fundadores fueran intelectuales también me atraía. Por esnobismo intello, claro, pero también por amor propio. El intelectual no sólo se interesa por las ideas. Salvo excepciones orgánicas, de las que en España hay legión, también se respeta a sí mismo. No le gusta hacer el imbécil. Y de tanto tratar a los ciudadanos como imbéciles los políticos nos hemos acostumbrado a hacer el imbécil. Hemos perdido la dignidad. Rivera no era un intelectual, desde luego. Y ya jugaba a muchacho de barrio, yerno ideal. Pero los referentes del partido eran la representación más brillante de la vida civil española. Y al mismo tiempo personas con los pies en la tierra: políticamente beligerantes desde un optimismo realista y razonado. Cuando nos conocimos, Albert Rivera encarnaba esas ideas y ese espíritu. Era la luz de los ilustrados. Liberal en el sentido más puro e integrador del término.

 

La historia de cómo y por qué Rivera decidió apagar esa luz trasciende los límites de este libro. Y probablemente yo no estaría en condiciones de contarla. Tendría que haber tocado y olido las tripas del partido, y sobre todo haberle conocido mejor a él. Y Rivera no era fácil de conocer. La política le endureció. A mí también me ocurrió. La batalla es tan áspera, la hostilidad y la injusticia tan feroces, que fácilmente acabas en un búnker, rodeado de fieles, en posición defensiva. En mi caso, los peores ataques provinieron del interior de mi propio partido. Y me hicieron incluso más reservada, menos dispuesta a aceptar componendas o a recurrir a la seducción. Mi fortaleza, probablemente la única, era la coherencia con mis ideas, las mismas que Pablo Casado había reivindicado para alcanzar la presidencia del PP. Y la coherencia podrá asegurarte el cielo, pero a la tierra la vuelve un pequeño infierno. El caso de Rivera fue distinto. No tenía enemigos internos ni apenas contestación. Su ensimismamiento fue autoinfligido y se manifestaba en un blindaje tenso, en un nerviosismo alienante, que para desgracia de los que nos reconocíamos en Ciudadanos acabó proyectándose contra los principios fundacionales del partido.

 

Cuando repaso estos años, veo las huellas de lo que pudo ser y no fue. Fui testigo lateral de un fracaso. Y quizá algo más.

 

La humedad bajaba del Tibidabo hacia el mar y subía del mar hacia el Tibidabo. Ya era tarde, pero seguíamos conversando. Rivera, embalado, iluminado, nos contó sus planes de expansión nacional: Ciudadanos se convertiría en un partido español, la alternativa de los que no querían una España condicionada por el nacionalismo. Eso: la bisagra de la razón. Yo era entonces una diputada rasa del PP por Madrid y, a pesar de mis graves diferencias con Rajoy y mi admiración por Ciudadanos, nada partidaria de la fragmentación política. Incluso puedo decir que fui pionera en la defensa de la reagrupación constitucional. En septiembre de 2007 —¡hace catorce años!— escribí un artículo para El Mundo titulado «Una bandera y todo el talento» que tuvo cierto eco en ambientes constitucionalistas. Ahí está, colgado en mi blog, y su relectura tantos años después me ha llenado de nostalgia. Como cuando en el fondo de un cajón encuentras una foto tuya de adolescente y ves que eres la misma sin la sombra del desencanto. Lo escribí conmovida por la coincidencia, en el tiempo y casi en el espacio, entre el acto de presentación de UPyD en San Sebastián y el bravo gesto de la alcaldesa popular de Lizarza, Regina Otaola, de mantener izada la bandera de España en la fachada de su ayuntamiento contra las amenazas proetarras. Y entonces las amenazas no se saldaban con una navajita en un sobre con remitente, como la que recibió una ministra en la última campaña en Madrid, sino con un anónimo tiro en la nuca.

 

A la urgencia española se añadía el ejemplo europeo. En Francia, Sarkozy estaba fichando ministros socialistas para su nuevo Gobierno bajo el evocador lema «L’Ouverture». En Alemania, Merkel presidía una contundente «Grossen Koalition». En el Reino Unido, Gordon Brown estaba conformando un «Government of All the Talents». ¿Y aquí qué? Sectarismo y fragmentación. «El constitucionalismo español —escribí— debe agrupar fuerzas para abordar los grandes retos que tiene España, empezando por la conquista definitiva de la libertad». Y luego, con todavía más énfasis y más ingenuidad, reclamé a los dirigentes de Ciudadanos y de UPyD que aparcasen temporalmente sus escrúpulos socialdemócratas y se sumaran al proyecto que contra el corrosivo Zapatero encabezaba Mariano Rajoy.

 

Sabemos que no sucedió, claro. Y también lo que luego haría con su mayoría Rajoy. Y aun así nunca, ni en el pozo de mi decepción con el PP, dejé de abogar por la reconstrucción de lo que un día bauticé como «el espacio de la razón». Ni siquiera aquella noche de grandes entusiasmos por Rivera. Cuando nos contó que su plan era desembarcar en Madrid le propuse una alternativa: «Hagamos un Rassemblement a la De Gaulle, pero sin connotaciones chovinistas». Me escuchó con atención y simpatía, pero noté que su voluntad tenía otro destino: quería ser un líder nacional, incluso presidente del Gobierno. Se lo advertí poco después a Aznar, en una cena en San Sebastián delante de otras personas: «Este chico catalán, Albert Rivera… no sólo tiene ambición; también un futuro brillante». Aznar torció el gesto como diciendo «bah». Todavía no se habían conocido.

 

Agotado el tema de la política, la botella vacía, Rivera, Arcadi y yo nos despedimos. Antes de marcharse, sentado ya en su coche, Albert me pidió ayuda para conocer a personas influyentes en Madrid. Me sorprendió hasta qué punto se sentía todavía un forastero en la capital. En realidad, el suyo era un caso entre mil. El desconocimiento mutuo entre catalanes y madrileños es uno de los fenómenos más curiosos y menos comentados de la realidad española. Tengo amigas madrileñas de treinta años que no han pisado Barcelona en su vida. Y no quiero imaginar lo que pasa hoy en Gerona respecto a Madrid. Rivera llevaba como presidente de Ciudadanos desde 2006, pero sus referentes y contactos eran abrumadoramente locales. Por no conocer, no conocía ni a Mario Vargas Llosa que, además de un icono del liberalismo, era fundador de UPyD y, por tanto, su más brillante potencial adalid.

 

Me comprometí a echarle una mano y, de regreso en Madrid, llamé a Mario para pedirle que le recibiera. Siempre pre-dispuesto, con esa curiosidad del sabio jovial, Mario me dio una fecha y nos citó en su casa. Nunca llegamos. Un par de horas antes de la hora prevista, recibí un rápido mensaje de Rivera diciéndome que, imposible, ha surgido algo, no puedo ir. Cualquiera hubiera dicho que la legendaria frivolidad madrileña empezaba a afectarle. Pero no habría sido justo con Madrid.

 

A lo largo de los meses siguientes nos vimos dos o tres veces. Mis diferencias con el Gobierno de Rajoy a cuenta de Cataluña eran cada vez mayores y mi vida parlamentaria cada vez más estéril. El 14 de julio de 2014, bajo un sol mesetario y salvaje, un grupo heterogéneo de constitucionalistas presentamos Libres e Iguales a las puertas del Congreso. En nuestro manifiesto fundacional pedíamos pactos transversales contra el separatismo y una fuerte movilización social. La presencia entre los firmantes de varios fundadores de Ciudadanos —Boadella, Pericay, Espada, Azúa…— disparó los rumores que hacía tiempo circulaban por Madrid: «Cayetana se va a Ciudadanos; la pregunta es cuándo». Y a veces los rumores en Madrid viajan sobre un fondo de verdad.

 

Un día de agosto, Rivera me llamó para vernos. Le invité a almorzar en la que entonces era mi casa, junto al parque del Retiro. Hacía calor y por los ventanales abiertos llegaba el perfume de mis espectaculares gardenias. Repasamos la situación política. Discrepamos sobre la necesidad de una reforma constitucional: él la defendía como palanca para la regeneración de la vida pública; yo insistía en que la Constitución ya consagra, por ejemplo, la independencia de la Justicia o la democracia en los partidos, y que el verdadero problema español no es la Ley sino su malversación política. Y así, entre una cosa y otra, Rivera me propuso ser la candidata de Ciudadanos a la presidencia de la Comunidad de Madrid. Su idea era que el histórico socialista Joaquín Leguina, expresidente de la Comunidad de Madrid y también fundador de Libres e Iguales, fuera mi pareja política como candidato a la alcaldía. Por un instante imaginé un paisaje y un futuro distintos: la posibilidad de hacer realidad mis ideas sobre la política y sobre los partidos y sobre España y sobre tantos asuntos importantes y urgentes. Y de hacerlo desde una fuerza política no ya libre de hipotecas identitarias, sino dispuesta a combatirlas. Qué oportunidad formidable… Y, sin embargo, la rechacé.

Quedaba casi un año para las elecciones autonómicas, pero no me parecía ético ni estético saltar de un partido a otro en calidad de candidata, como con tanta alegría se hace ahora. Y menos para presentarme contra el PP de Esperanza Aguirre, con la que no sólo tenía una estrecha relación personal, sino una notable coincidencia ideológica. Además, la política autonómica no me atraía. Unos años antes Esperanza me había ofrecido ser consejera de Inmigración de Madrid en sustitución de Lasquetty, que había sido ascendido, por así decirlo, al potro de tortura de Sanidad. No acepté. Como tampoco la posterior propuesta de Esperanza de ir en las listas al Ayunta-miento de Madrid con el compromiso de ser su portavoz. Mi vocación era la política nacional. Y una de mis misiones, la reagrupación de los constitucionalistas.

 

Rivera lo entendió y quedamos en seguir en contacto. Eso hicimos, intercambiando mensajes cada tanto, sobre todo a raíz de iniciativas de Libres e Iguales, como el inolvidable acto «Por la paz civil» en el Círculo de Bellas Artes, donde con un vestido minimalista blanco, metáfora del individuo asediado por el nacionalismo, pronuncié el mejor discurso político de mi vida. Hasta que, de pronto, algo se cruzó. Algo oculto, sórdido, que se manifestó primero en extrañas evasivas de Rivera y luego en un café cancelado sin mediar no ya una explicación sino el más mínimo aviso. Llegué a pensar que eran remilgos ideológicos sobrevenidos. Lo de siempre: FAES y tal. Pero un día, a través de un periodista, descubrí la verdad. Al parecer, Rivera se había mostrado particularmente receptivo a uno de esos dosieres —bueno, los llamamos «dosieres» porque suena más sexy, pero en realidad no suelen llegar a dos sucios recortes de prensa— que cada tanto circulan por las cloacas madrileñas con el ánimo de abortar la trayectoria ascendente de un político o, directamente, destruir su reputación. En este caso, se trataba de sembrar dudas en tomo a la actividad profesional de mi marido, que el propio Rivera sabía que era impecable. Aquí estaba el hombre llamado a liberarnos del populismo podémico sucumbiendo a las más vulgares prácticas populistas. Yo no salía de mi asombro. Sobre todo, no entendía el silencio de Rivera. Su falta de sinceridad y de valor. No había sido capaz de comentarme el asunto. Como adultos. Casi como amigos. Simplemente había desaparecido en una nube de calumnias. Un amigo que le conocía bien a él y también a Ciudadanos me planteó entonces la posibilidad de que su brusco cambio de actitud tuviera una motivación distinta o añadida, quizá vinculada a la vida interna del partido. Pero lo descarté. Hasta que varios años después leí el libro ¡Vamos! de Xavier Pericay, sobre su temporada como líder de Ciudadanos en Baleares y miembro de la Ejecutiva del partido. Cuenta Xavier que las presiones de algunos cargos y simpatizantes a favor de mi incorporación a Ciudadanos provocaron en el círculo de Rivera la típica reacción retráctil, de blindaje y de rechazo. Este párrafo asombroso:

 

La respuesta [a la petición de algunos militantes y cargos del partido para fichar a Cayetana] llegó a ofrecerla un día el inefable secretario de Organización: «Porque podría convertirse en una amenaza para Albert», Esto es, en un verso libre, indomeñable y con una capacidad de liderazgo sólo comparable a la de Inés —de cuya fiel devoción a Albert, no hace falta indicarlo, ni siquiera una mente retorcida como la de Hervías llegaba a dudar—. Por otra parte, Cayetana poseía otra tara, a ojos del secretario de Organización. Cayetana leía. Y no sólo leía, ¡también escribía! Algo incompatible con la cultura de partido que él propugnaba. El pensamiento, a su juicio, constituía un peligro, en la medida en que era una bomba de relojería susceptible de estallar en cualquier momento y causar importantes estragos. En consonancia con ello, Hervías se jactaba de no leer libros. De ahí que a la hora de rodearse de acólitos su predilección recayera en los culturalmente yermos, o sea, en los bien llamados herbívoros, en tanto en cuanto no comen carne de libro.

 

Eran Hervías, sí. El mismo Fran Hervías que, tras contribuir activamente a la estrategia que desembocó en el hundimiento de Ciudadanos y la dimisión de Rivera, acabaría saltando al PP de la mano de Teodoro García Egea con el ánimo de rematar a su partido desde la otra orilla. Los herbívoros unidos jamás serán vencidos. O sí.

 

Tras el absurdo episodio del falso dosier mi relación personal con Rivera no se recuperó. Pero debo decir que no por culpa mía. El rencor no figura entre mis muchos defectos. De hecho, en las elecciones generales de diciembre de 2015, tras mi salida del PP, le di mi voto. Unos meses más tarde, en una noche primaveral, coincidimos en los Teatros del Canal, en el estreno de una obra de Toni Cantó. Hubo un coloquio posterior en el que Rivera actuó de estrella invitada y desde un rincón del auditorio le pregunté por su estrategia para combatir el populismo. Bajo los focos, reales y metafóricos, contestó: «El populismo tiene razones que hay que comprender y atender».

 

Albert Rivera tenía grandes cualidades para el liderazgo —carisma, oratoria, valentía—, pero era un mal estratega y tenía una querencia por la política pequeña. El tiqui-taca de los tácticos. Para aprovechar la estela del 15-M, se abonó a la melonada de la «Nueva Política», un eslogan hueco que ensombreció la verdadera línea divisoria del debate público español, y no sólo español. El eje real no era nuevos/viejos sino demócratas/nacionalpopulistas, y confundirlos era hacer el juego a estos últimos. Aquella charla de compadreo y de bar con Pablo Iglesias ante la mirada condescendiente de Jordi Évole… Más que un crimen fue un error. El crimen vino después. Y también lo viví de cerca.

 

En mayo de 2018, Albert estaba en el pico de la cresta de la cumbre de la ola mediática. Había corregido su estrategia de acercamiento a Iglesias y se había lanzado abiertamente a la sustitución del PP. Ni bisagra de la razón, ni socio del Rassemblement, ni vanguardia de la batalla cultural. Feminismo liberal: liberal como eufemismo de light. Memoria histórica, también light: pocas iniciativas más ingrávidas que su propuesta de convertir el truculento Valle de los Caídos en un inverosímil Arlington ibérico. Y mucha lucha contra la corrupción. Un PP limpio, sí, pero sobre todo ligero. En la época yo me dedicaba a entrevistar a referentes del pensamiento racionalista, moderno y progresista de verdad, como Pinker o Haidt, y observaba la evolución de Ciudadanos con una mezcla de pena y pavor. Ahí estaba el ancho campo de la batalla cultural, abandonado. Y, peor aún, ahí estaba la poderosa bandera antiidentitaria en manos del identitario Vox.

 

Pero Rivera hacía tiempo que había renegado no de sus intelectuales, que, contra lo que le susurraban sus fantasmas freudianos, nunca quisieron tutelarle, sino de las ideas. Aun así, sus perspectivas electorales no parecían malas. Al contrario. Juntas y potenciadas entre sí, la crisis económica, la pasividad del Gobierno en la crisis catalana y la corrupción le hacían soñar con el sorpasso al PP. Y en eso llegó la sentencia de la Audiencia Nacional sobre la primera época del Caso Gürtel. O más bien su manipulado avatar.

 

La historia es conocida. Bueno, en realidad no. Una mentira mil veces repetida sí acaba pasando por una verdad, y más en estos tiempos en los que la verdad se ha vuelto una opinión y la opinión una verdad. La Audiencia no condenaba ni al PP, ni al Gobierno, ni a Rajoy, ni a ningún militante del partido por ningún delito. Fijaba una sanción al PP de 245.000 euros por haber sido partícipe a título lucrativo —es decir, sin conocimiento del delito— de la trama corrupta liderada por un sinvergüenza en dos municipios madrileños: Pozuelo de Alarcón y Majadahonda. Sin embargo, un juez fake, impúdico militante de izquierdas e íntimo amigo del inhabilitado Baltasar Garzón, se encargó de incrustar en la sentencia párrafos y frases que incriminaban directamente a Rajoy. En un auto posterior, la Audiencia apartó al juez del caso y eliminó de la sentencia sus putrefactas morcillas. Pero el daño ya estaba hecho. Y en parte lo hizo Albert Rivera.

 

En plena conmoción por la sentencia, recibí una llamada del director de El Mundo. Acababa de concertar una entrevista de impacto con el líder de Ciudadanos y aspirante a presidente del Gobierno, y quería saber si me interesaba hacerla. «¡Por supuesto!». Quedamos en fijar fecha y hora, y empecé a preparar un guión. Pero, como en aquella premonitoria tarde con Mario, nunca llegamos. «Lo siento, Cayetana. Hemos vuelto a hablar con Rivera y te ha vetado». «¡¿Cómo?!». Me enfadé mucho, también con el periódico por aceptar el veto, que Albert justificó… ¡por mi vinculación con FAES! Llevaba dos años y medio sin cargo orgánico en la Fundación. Sólo era miembro de su Patronato. Y en todo caso, ni que mi cercanía a FAES o mi amistad con Aznar, de las que presumo, fueran a condicionar mi labor como periodista o mis opiniones sobre cualquier asunto. No lo habían hecho jamás. Al final, la entrevista se la hizo Emilia Landaluce. Lo primero que le pidió fue una valoración de la sentencia del Caso Gürtel. Esta fue la respuesta:

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La sentencia es demoledora en el campo penal y político: acredita una trama corrupta del partido del Gobierno para robar parte del dinero de todos los contratos públicos y así financiarse delictivamente. En definitiva, ha creado un sistema de corrupción institucionalizada. Además la sentencia pone explícitamente en evidencia la credibilidad del actual presidente cuando testificó en el juicio… La legislatura está liquidada por la condena por corrupción al Partido Popular.

 

La reacción populista de Rivera a la sentencia del Caso Gürtel contribuyó a la llegada de Pedro Sánchez al poder. Legitimó la obscena manipulación que del caso y la sentencia hicieron la izquierda y el nacionalismo, el linchamiento de Rajoy y la dinámica que desembocó —tres días después de su entrevista en El Mundo— en la moción de censura. Esos días yo estaba en Ronda, privilegios de la periodista, y seguí los acontecimientos como si fueran capítulos de una serie de Netflix, que es en lo que ha quedado la Nueva Política. La traición del PNV al PP: ¿A quién podía sorprender? El bolso de Soraya sobre el escaño vacío de Rajoy, como diciendo: «¡Esto es mío!». El inescrupuloso Sánchez invocando en la tribuna párrafos de una sentencia mendaz y adulterada para llegar al poder. Y la cara de Rivera: del cielo al suelo. Y no se levantó.

 

La caída de Mariano Rajoy marcó un punto y aparte que Rivera no quiso ver. Se negó a incorporar a su análisis la victoria de Casado frente a Soraya con un discurso vibrante y opuesto al de su predecesor. Como los malos periodistas que retuercen los hechos para salvar su bonito titular, se aferró a una ya imposible sustitución del PP. Hasta el punto de cometer lo que un ex dirigente de Ciudadanos, Toni Roldán, calificó un día como «el mayor error de un líder político desde la Transición». A simple vista, suena exagerado. Pero no lo es tanto. Tras las elecciones generales del 28 de abril de 2019, Rivera pudo ofrecer a Sánchez un pacto de 180 escaños que habría evitado un Gobierno con Podemos, apoyados por sediciosos impenitentes y filoterroristas. Se negó a hacerlo, contra el mandato existencial de Ciudadanos: frenar la tóxica influencia del nacionalpopulismo sobre la política española. Rivera no ha sido capaz de justificar esta decisión, tampoco en sus memorias. Ha dicho que habría supuesto romper su más importante promesa electoral, cosa que acabaría haciendo en vísperas de las elecciones de noviembre, cuando ya todo estaba perdido. Y, sobre todo, ha insistido en que Sánchez no hubiera pactado jamás con Ciudadanos. Bueno, lo hizo en 2016, el llamado «pacto del abrazo». Así son las veletas: a veces aciertan. Y, en cualquier caso, con más motivo Rivera debió ofrecer a Sánchez un pacto de Gobierno. Para dejar en evidencia la responsabilidad de cada cual. Para movilizar a la izquierda constitucionalista. Al centro militante. Y a la propia derecha, que habría entendido, aplaudido y —por qué no— premiado en las urnas su gesto de madurez y lealtad al país. Pero Rivera se quedó varado, contra el PSOE y contra el PP. Y, además, tenía miedo. Se llama el «síndrome de Nick Clegg» y lo sufren todos los socios pequeños de una gran coalición. No es un papel fácil, desde luego. Tiene riesgos. Pero hay circunstancias que no admiten discusión: mejor morir por patriota que por irrelevante.

 

El hundimiento de Ciudadanos no fue obra del IBEX ni de ninguna fantasmagórica conspiración de reservado. Ni siquiera es culpa de Inés Arrimadas. Ella cometió errores importantes, desde luego. Renunció a presentarse a la investidura tras su espectacular victoria en las elecciones autonómicas de 2017. Abandonó el liderazgo del partido en Cataluña, donde era tan necesaria, por el Congreso de los Diputados. Se acercó al PSOE cuando Sánchez ya había pactado con Podemos y los separatistas. Y presentó una moción de censura en Murcia, que fue incapaz de justificar. Sin embargo, el partido ya estaba políticamente desahuciado cuando ella asumió la presidencia. Ciudadanos fue la víctima de un extravío estratégico. Sus líderes olvidaron cuál era la misión del partido. Ciudadanos no nació para promover una alternativa al PP, sino al nacionalismo, el populismo y la brutalidad que anidan en todos los partidos. Para hacer una política en este sentido radicalmente nueva y todavía hoy anhelada por inexistente.

 

Un partido son personas, desde luego. Pero sobre todo son ideas, un espíritu, un élan. Y el élan fundacional de Ciudadanos, el de una política vigorosamente antinacionalista y antipopulista, ha de perpetuarse. Esta reflexión es relevante de cara al futuro inmediato. La reagrupación con el PP —si se produce— no puede ser puramente cromática, basada en cromos. El fichaje de Fran Hervías, la incorporación de políticos con personalidad y coraje como Toni Cantó o Juan Carlos Girauta, ¿el desembarco del propio Rivera? El PP hace muy bien en absorber a la antigua cúpula de Ciudadanos. Pero sobre todo tiene que hacer suyas las ideas que el primer Ciudadanos aspiró a aportar a la vida pública española. Más que la reconstrucción de un espacio político nuevo, se trata de la construcción de un espacio político nuevo. A partir de ahí, sería estupendo que Rivera acabara integrándose de alguna forma en el espacio del PP. La operación tendría la belleza del círculo que se cierra, que es también la de la rectificación. Porque lo cierto es que Albert tuvo siempre una difícil relación con la suma. No lo digo ya por nuestra conversación aquella primera pictórica noche en Barcelona, sino por lo que vino después. No sólo se negó en redondo a pactar con Sánchez contra el nacionalismo. También se negó en redondo a pactar con el PP contra Sánchez.

 

El periodista Lamet se sentó a la mesa y encendió la grabadora. Di un par de vueltas retóricas y le entregué mi titular: «Por España Suma renuncio a liderar la lista de Barcelona en favor de Inés Arrimadas». Era mi primera entrevista tras la convocatoria de las elecciones del 10-N y quería ir más allá de mis viejas apelaciones a la reagrupación. Hubo quien se lo tomó como la típica jugarreta para dejar en evidencia a un competidor. Una parte importante del electorado de centroderecha reclamaba unidad frente a la izquierda y presumiblemente castigaría a quien la sabotease. Pero no era una maniobra electoral, Felizmente hubiera cedido mi puesto a Arrimadas. Y no sólo en la lista por Barcelona.

 

Lo dejé caer unos meses después en otra entrevista y, lo que es más relevante, se lo dije en privado al único que podía convertir mi propuesta en realidad: «Pablo, Arrimadas sería una magnífica portavoz de una fusión parlamentaria entre PP y C’s. Ofrécele mi cargo. Sería una gran operación». Pero Casado se hizo el distraído, no sé si porque no veía clara la jugada o para no ofenderme. Una bobada. Más ofensivas me resultaban las persistentes maniobras de Teodoro para socavar mi autoridad en el Grupo y echarme por la vía de los hechos. Además, hubiera preferido ser sacrificada en el altar de la fusión con Ciudadanos que en el de la ruptura con Vox. En todo caso, Pablo nunca volvió a mencionar el tema. Al menos no delante de mí. De ahí mi sorpresa cuando, meses después, en abril de 2021, le escuché contar en una entrevista en televisión que el verano anterior le había ofrecido a Arrimadas el cargo de portavoz. Si lo hizo fue a mis espaldas.

 

Inés no aceptó mi propuesta. Me lo dejó meridianamente claro Lorena Roldán, su sucesora al frente de Ciudadanos en Cataluña, a la que Rivera había promovido a la portavocía del partido: «Nosotros queremos sumar diputados, no imputados». Se me ocurrían respuestas más elegantes, desde luego, pero en mi siguiente comparecencia insistí: «La unión de los constitucionalistas es imprescindible y acabará haciéndose tarde o temprano». Nunca imaginé que la primera dirigente de Ciudadanos en darme la razón, pasándose al PP como número 2 de Alejandro en las listas de febrero de 2021, iba a ser la propia Roldán. Ni tampoco lo que de pronto, coincidiendo con el rechazo de Arrimadas, ocurriría en el País Vasco.

 

Todo empezó con una llamada de Teo Uriarte, antiguo miembro de ETA, de la etapa de los poli-mili, pero hoy referente de la izquierda constitucionalista y un hombre encantador. Me preguntó si estaría dispuesta a recibir de forma discreta al coordinador de Ciudadanos en el País Vasco: «Se llama Javier Gómez, aboga por sumar esfuerzos y dice que de ti se fía». Halagada, esperanzada y dispuesta a evitar cualquier suspicacia de Génova —yo sí me tomaba en serio el reparto de competencias—, avisé a Pablo, que mandó a la reunión al secretario de Organización del partido. Nos vimos en mi despacho del Congreso y luego almorzamos juntos. Javier Gómez me pareció serio, sensible, formado y comprometido con la batalla política y cultural contra el nacionalismo. Exactamente el perfil de persona al que el proyecto original de Ciudadanos había reclutado y que ahora seguía con angustia los vaivenes del partido. Venía en nombre de un grupo de cargos y militantes del partido para trasladarme sus planes y pedirme consejo. Su objetivo era lograr un acuerdo entre PP y Ciudadanos que evitara una repetición del desastre de abril, cuando ninguna de las dos formaciones había conseguido representación en el Congreso por ninguna de las tres provincias vascas. Sólo en caso de que Rivera se cerrase en banda, el grupo estaría dispuesto a valorar su traspaso al PP.

 

Era una noticia importante. Ciudadanos no tenía ningún cargo público en el País Vasco y apenas estructura. Pero el valor simbólico y la capacidad de contagio de un pacto en la comunidad autónoma más golpeada por el terrorismo eran evidentes. Quedamos en que ellos elaborarían un documento con las bases para un acuerdo preelectoral y que yo informaría a Pablo para que intentase llegar a un acuerdo con Albert. Ahora sólo faltaba que Génova y el PP vasco gestionaran la operación con mano izquierda y discreción.

 

No sé quién lo filtró ni con qué estúpida intención. Supongo que para apuntarse el tanto con algún periodista. El caso es que Rivera mandó destituir a Javier Gómez y a toda la cúpula de Ciudadanos en Álava bajo falsas acusaciones de traición. El encargado de decapitarlos fue, sí, Fran Hervías. Y de nuevo para nada. Unos meses después, tras el desplome de Ciudadanos en las elecciones de noviembre y la dimisión de Rivera, Casado y Arrimadas firmarían un acuerdo para acudir juntos a las elecciones autonómicas vascas bajo la fórmula PP + C’s.

 

Y mientras Albert se cerraba a sí mismo una puerta después de otra, yo seguía intentando abrírselas al PP. El 1 de octubre me cité en el bar del hotel Palace de Madrid con Manuel Valls. Teníamos varias cosas en común. Éramos antinacionalistas, europeístas, culturalmente elitistas y objetos fóbicos del separatismo catalán. Sentíamos el mismo rechazo hacia las políticas identitarias desde una simétrica circunstancia personal: él, un español devenido en francés; yo, una francesa devenida en española. Y, el elemento inesperado, nos habíamos conocido de niños. Lo descubrimos por nuestras respectivas madres. Xavier, el padre de Manuel, y Rómulo, el padre de mi hermana, eran los dos pintores. Figurativo y sutil Valls, neofigurativo y vigoroso Macció, tenían estilos diferentes pero sensibilidades artísticas parecidas y se llevaban bien. Un día Rómulo y mi madre fueron a visitar a los Valls a su estudio en París. La madre de Manuel recuerda que llegaron con dos niñas pequeñas: una morena y delgada, la otra rubia y gordita. Sí, la gordita era yo.

 

Cuarenta años y lo que se me hacían varias vidas después, ahí estábamos de nuevo los dos, conversando animadamente en un hotel de Madrid. Manuel me contó su viaje de novios a Israel —acababa de casarse con Susana Gallardo, una catalana aguerrida, burbujeante y muy divertida a la que yo conocía de mi entorno familiar en Barcelona— y yo le conté las últimas novedades madrileñas y vascas, incluido el portazo de Ciudadanos. No le sorprendió. Valls tenía una opinión de Rivera parecida a la mía, fruto de una experiencia similar. Ciudadanos había apoyado su candidatura a la alcaldía de Barcelona, pero el idilio había durado poco. Pronto Albert empezó a tratar a Manuel con las mezquinas suspicacias del rival, y Manuel a Albert con la impaciencia del que no acaba de encontrar en su interlocutor un aliado ahormado y a su altura. Lo contó Valls en una entrevista con Arcadi Espada: a pesar de la gravedad de la amenaza separatista y de lo mucho que se jugaban uno, otro y España, nunca llegaron a tener una sola conversación política seria. Pero yo no había citado a Manuel para hablarle de Ciudadanos, sino para hacerle un ofrecimiento importante en mi nombre y el de Pablo: «Queremos que lideres la candidatura del PP por Barcelona en las elecciones del ION. Yo sería tu número dos». Por la noche tuve que justificarme ante Alejandro, que defendía el orden inverso. Bastante complicado era que un ex primer ministro socialista francés aceptara presentarse al Congreso español por un partido de derechas como para que me hiciera de telonero.

 

Para mi sorpresa, Valls no se río en mi cara. La idea de hacer política a nivel nacional le atraía. Y como todo verdadero progresista se debatía entre la reconstrucción del socialismo o la unión con liberales y conservadores en defensa de la democracia. Unos meses antes había fracasado en su intento de conquistar la alcaldía de Barcelona, perdiendo el halo que conceden la novedad y la esperanza. Además, su decisión de apoyar la candidatura de Ada Colau le había granjeado fuertes críticas y hasta la escisión de su grupo municipal. Los concejales de Ciudadanos lo abandonaron. Pero yo le defendí. Me pareció un gesto de altura, que evitó el mal mayor; una Barcelona en manos separatistas, su caída definitiva. Es más, creo que Valls llegó a interpretar el mandato fundacional de Ciudadanos mejor que muchos dirigentes del partido: antepuso el combate al nacionalismo, la defensa de la democracia, a cualquier otra consideración.

 

Nos despedimos bajo la cúpula acristalada del Palace con un abrazo y la sensación de que compartíamos una ilusión. Es todo lo que fue. Al día siguiente me llamó para decirme que presentarse bajo las siglas del PP, en fin, difícil… «Seguiremos colaborando, Cayetana», «Claro, Manuel, claro». Era un salto propio de un sublime nadador y sentí que no lo diera.

 

El 11 de noviembre por la mañana, con los resultados electorales todavía calientes, Rivera dimitió. Seguí su rueda de prensa con atención y pena. Pensé que no debía dimitir ni menos aún abandonar la política. Primero porque la asunción de responsabilidades «en primera persona», que invocó de manera vibrante y por oposición a la regla española, a veces no incluye la dimisión, sino lo contrario: el esfuerzo laborioso y desagradecido de la reconstrucción o la disidencia. Y luego porque Albert Rivera es un político, y los políticos, digan lo que digan —y él lo dijo en su despedida—, difícilmente alcanzan la felicidad, entendida como el éxtasis, al margen de su vocación. Le pasa a Felipe González. Le pasa a Aznar. Le pasa a Valls. Y en parte me pasa a mí. Sé que puedo ser feliz escribiendo una crónica en un bordillo de la frontera entre Colombia y Venezuela. Y que la política tiene una difícil relación con la libertad, que venero, reclamo y ejerzo. Pero el gozo de un mitin, la adrenalina de la tribuna parlamentaria y el orgullo de servir a tu país no tienen parangón en ningún otro campo de la actividad humana, Y todo esto para un político es fuente de una felicidad inconmensurable. De una felicidad adulta, porque lleva incorporada vetas de amargura, sufrimiento y decepción. Y de una felicidad inconfesable, en cuanto tiene de vanidad satisfecha.

 

El 10-N fue uno de esos raros días de felicidad sin vetas. No sólo habíamos logrado el liderazgo del constitucionalismo en Cataluña, y creo que no hace falta explicar por qué excluyo de esa categoría al PSC. Además, habíamos obtenido el mejor resultado del PP en toda España. De abril a noviembre, el respaldo al PP creció un 25,7 por ciento en el conjunto de España. En Cataluña el incremento fue más del doble: el 54 por ciento. Y en la provincia de Barcelona, el 55,2 por ciento: la mayor subida porcentual de toda España. En términos absolutos —número de votos— el mayor aumento se registró en Madrid, un bastión del partido. Pero en términos porcentuales la subida madrileña no alcanzó el 35 por ciento, 20 puntos menos que en Barcelona. Por otra parte, de las tres provincias en las que Vox nos superó —Murcia, Guadalajara y Almería— el menor aumento fue en Murcia. Apenas un 13,9 por ciento. La lectura interna de todo esto era obvia para quien quisiera hacerla. No sé cuántos líderes territoriales del PP tomaron nota. La brava Isabel Bonig en la Comunidad Valenciana, seguro. Hicimos varios actos juntas, hasta que Génova la destituyó. Pero que me lo dijeran expresamente, y sobre todo que lo hicieran desde una posición de partida contraria o incluso hostil a la mía, sólo uno: Alfonso Alonso.

 

He mencionado ya a Alfonso Alonso, Había sido la mano derecha de Soraya Sáenz de Santamaría en el Congreso y fue uno de los barones del PP que con más rotundidad se opusieron a mi nombramiento como portavoz. Pero, además, pocas semanas después de mi designación habíamos protagonizado un altercado público muy desagradable a cuenta de la estrategia del partido en el País Vasco, un territorio clave en el combate por las libertades y en mi propia vida. Lo he contado al principio de este libro. El terrorismo de ETA, la condescendencia del PNV con la violencia y la valentía del constitucionalismo liderado por el Gobierno de Aznar moldearon mi visión de España y de la política. Incluso más que el avance nacionalista en Cataluña, donde entonces regía la perversa pax pujolista. El País Vasco era la zona cero de España. El lugar donde confluían no sólo todos los vicios de la política indeseable, sino también la negación de la política: el asesinato. Pero además yo tenía con el País Vasco, sobre todo con Vizcaya, una relación íntima y familiar. Mi suegra era vasca. Orgullosamente de Durango. En su casa familiar —carlistona y oscura por dentro, liberal y alegre por fuera— Joaco y yo pasábamos un par de semanas todos los veranos. Somnolientas tertulias junto a las hortensias, panzadas de jugosos pimientos verdes, lánguidos paseos por la ladera de Urquiola. Una belleza bucólica ensombrecida por el terror. Como muchos otros españoles, mirábamos debajo del coche antes de encenderlo, vigilábamos todas las esquinas y blasfemábamos cuando el cura del pueblo, un hijo de Satanás, sepultaba una escueta mención al último asesinato de ETA bajo una compungida referencia a no sé qué montañista vasco muerto en Nepal. Eran veranos cortos, siempre con un exceso de lluvia y de tristeza.

 

La crueldad de la antipolítica sólo tuvo una ventaja: hizo del País Vasco la primera comunidad de España donde se ensayo una estrategia distinta: la batalla cultural frente al nacionalismo y la reagrupación constitucional. La escenificación de esa política grande, tan esperanzadora como efímera, tuvo lugar en 2001 en el Kursaal de San Sebastián, cuando Fernando Savater cogió de una mano al socialista Nicolás Redondo Terreros y de otra al popular Jaime Mayor Oreja, y bendijo laicamente su unión por la libertad. Aquella imagen me impactó profundamente. No era un cartel electoral sino un mandato ético, un llamamiento a anteponer los principios al partido.

 

Durante mucho tiempo, el PP vasco fue sinónimo de coraje y claridad frente al nacionalismo. A diferencia de Ciudadanos, era un partido inequívocamente de derechas, claro. Pero al igual que la versión original de Ciudadanos, tenía una misión prepolítica, vinculada a la defensa de la democracia. Era un partido antinacionalista por encima de cualquier otra cosa. Su rechazo democrático al nacionalismo era superior a su oposición ideológica a la izquierda. La prueba es que un gran conservador como Mayor Oreja estuviese dispuesto a compartir el Gobierno vasco con un socialista hijo de sindicalista como Redondo Terreros. O, todavía más meritorio, que Antonio Basagoiti, exponente de la industriosa burguesía vasca, se lo entregara a cambio de nada a un dirigente de tan poca categoría y generosidad como Patxi López.

 

El compromiso democrático del PP vasco le convirtió en un referente en toda España. Fuimos muchos los que nos acercamos al Partido Popular nacional atraídos por su ejemplo como a un imán. En mi caso, más que un acercamiento fue una entrega. Y con la fuerza del relevo. En septiembre de 2006, movilizada contra las negociaciones de Zapatero con ETA, me incorporé al PP como jefa de Gabinete de Ángel Acebes, un hombre bueno que como ministro de Justicia y luego de Interior había promovido algunas de las operaciones más importantes del Estado contra el terrorismo. Entre ellas, la expulsión del brazo político de ETA de las instituciones mediante la aprobación de la Ley de Partidos. De su mano conocí las entrañas del PP vasco. A sus sufridos militantes, A sus heroicos cargos públicos. Y a dos políticos singulares por su sentido puramente ético de su oficio. Uno era el propio autor de la Ley de Partidos, Ignacio Astarloa, uno de los juristas más sólidos de España y un parlamentario brillante. La otra era la presidenta del PP vasco, María San Gil, una joven política que, en la limpieza de su discurso y la fortaleza de su carácter, encarnaba como nadie la superioridad moral de la democracia española frente a sus enemigos. Con ellos tres aprendí a plantar cara al terrorismo en los pueblos más duros y cerrados del País Vasco. A organizar manifestaciones, como la del 10 de marzo de 2007 contra las cesiones de Zapatero a ETA, que colapso el centro de Madrid, de la Puerta de Alcalá hasta la plaza de Colón. Y, sobre todo, a venerar y a cuidar a las víctimas del terrorismo, mártires de la democracia, a las que dediqué mis primeras iniciativas como diputada por Madrid: una reforma de la Ley que las protege y otra del Código Penal para reforzar el castigo a sus verdugos.

 

Pero, como más tarde Ciudadanos, aquel heroico Partido Popular también fue sacrificado en el altar de un tacticismo estéril. Rajoy y su entorno interpretaron el resultado de las elecciones de 2008 como un castigo a la política de firmeza democrática. En realidad había sido la confirmación de su acierto. Sin esa firmeza, sin la contundencia parlamentaría y la movilización cívica, Zapatero habría logrado la mayoría absoluta que exigían sus planes de ruptura. El objetivo de Zapatero era la legitimación histórica de ETA y, por extensión, de las fuerzas nacionalistas y de izquierdas que en su día intentaron sabotear la Transición. O lo que es lo mismo, la impugnación de la Transición como una obra tutelada por el franquismo y el advenimiento de un nuevo régimen a la medida de neosocialistas, comunistas y separatistas, hijos todos de la identidad, adversarios de la igualdad y la libertad. Zapatero no pudo llevar a término su proyecto. Tuvo que gobernar en minoría, expuesto a la presión de una crisis económica que acabó por destruirlo. Pero sus planes de ruptura quedaron ahí, latentes, esperando la llegada de un Sánchez o un Iglesias. O, peor, de los dos a la vez.

 

La primera consecuencia del giro de Rajoy tras la derrota de 2008 fue la salida de María San Gil de la presidencia del PP vasco y de la política. Viví el proceso de cerca y preferiría olvidarlo. Un partido desde cuya cúpula se difunde por lo bajo que su mayor referente moral se ha vuelto loca tiene algo más que un problema político. Y desde luego lo tuvo electoral. El auge de Ciudadanos y posteriormente el de Vox fueron, en buena medida, fruto de una misma deserción.

 

Tras la salida de María, el PP vasco dio un giro: de la estrategia de derrota de los métodos —y los fines— de ETA, a la táctica del acomodo electoral. Lo hizo a partir de una de las ideas más arraigadas y, en mi opinión, más equivocadas de la política, española: la idea de que un partido de centroderecha sólo puede aspirar a cambiar la sociedad desde el Gobierno, jamás desde la Oposición. Es una visión resignada de la política y de España. Parte de la premisa lúgubre de que el tablero español está irremediablemente inclinado en favor de la izquierda y los nacionalismos. Infravalora la fuerza de las ideas y el poder del liderazgo para corregir este desequilibrio. Coloca el destino del centroderecha en manos de sus adversarios. Dice: «El PP sólo llegará al poder cuando la izquierda y el nacionalismo se hundan… Y sólo conservará el poder mientras la izquierda y el nacionalismo se rearman». Rajoy se creyó lo primero, y lo segundo lo sufrimos todos. Gracias a la autodestrucción de Zapatero, en diciembre de 2011 el PP ganó las elecciones por mayoría absoluta. Pero el tablero siguió inclinado. Rajoy no había hecho nada desde la Oposición para construir o consolidar una mayoría cultural alternativa. Ni lo hizo luego desde el Gobierno. No derogó las leyes ideológicas de Zapatero. No trabajó para deslegitimar al nacionalismo. No combatió el blanqueamiento de Bildu. Y así, en cuanto el PSOE se sacudió el polvo de la derrota, lo echó del poder en alianza con las fuerzas más radicales del espectro político europeo. Con un agravante, fruto del mismo desistimiento ideológico y cultural: el espacio electoral del PP se rompió en tres pedazos.

 

En el País Vasco, el planteamiento de Rajoy tuvo consecuencias especialmente lamentables, por razones obvias. Allí el tablero llevaba décadas dominado por un movimiento nacionalista dispuesto no sólo a justificar la violencia, sino también a ejercerla. Y de manera implacable. De forma que la renuncia a librar la batalla ideológica adquiría los turbios perfiles de una dimisión moral, de un desconocimiento de los brutales sacrificios realizados en defensa de la libertad. En septiembre de 2012, siendo alcalde de Vitoria, Javier Maroto concedió una entrevista al diario El Correo que causó en este sentido un profundo malestar entre las víctimas del terrorismo y los votantes del PP. Javier fue luego mi homólogo en el Senado y tuvimos una buena relación. Nunca hablamos del tema, pero creo que se arrepiente de muchas de las cosas que dijo en aquella época. Afirmaciones como la siguiente, que revierten la responsabilidad sobre los inocentes: «El PP ha aprendido que es más útil a los vascos saliendo de la trinchera». El PP no se metió voluntariamente en ningún rincón. Lo metieron ahí a tiros. Y los que tenían mucho por aprender no eran sus cargos ni militantes, sino los nacionalistas y los socialistas, que tras la destitución de Nicolás Redondo se abonaron al «diálogo», es decir, a las cesiones. También recuerdo otra confesión de Javier, más propia de un portavoz del PNV que de un político liberal: «Yo me pongo de los nervios cuando oigo algunos discursos antivascos. Discursos que van en contra de nuestro fuero, de lo que somos, de nuestra identidad, del euskera». O finalmente esta reflexión, que muestra el vacío que dejó la salida de María San Gil: «Nuestro objetivo es desligamos de un discurso que a lo mejor tiene demasiados años y presentarnos como una opción moderna y útil para la sociedad vasca». Si hay un hecho diferencial español tiene que ser este: llamar modernidad a la involución.

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A este planteamiento, el PP de la época lo bautizó sin ironía «política pop». Fue un hallazgo. «Pop»: ningún vocablo resume mejor la diferencia entre la política grande, de ideas y convicciones, y el puro culto a la popularidad que está contribuyendo a la degradación de las democracias. En Estados Unidos lo llaman ahora «political fandom». Los votantes, ya ni siquiera clientes: directamente fans. Los líderes, ya ni siquiera productos de laboratorio: efímeras estrellas mediáticas. Su objetivo: acumular likes, caer bien. Aunque luego caiga el voto. Es lo que le sucedió al PP vasco. Cuanto más simpático les ha caído a los nacionalistas y a la izquierda, más votos ha perdido. Ese espectáculo terrible, cuando un dique moral se derrumba. Y ese espectáculo, todavía más desolador, de una sociedad inerme, que no hace distingos morales entre una víctima y un verdugo. En el País Vasco, ya no hay coches bomba, pero la violencia no ha sido universalmente condenada. Bildu no ha abjurado de ETA ni ha pedido perdón, sin sucias coletillas, a las miles de víctimas del terrorismo: asesinados, heridos y exiliados. Los homenajes a los terroristas se suceden sin que el Estado se movilice ni la sociedad se subleve. Y sobre todo sigue ejerciéndose contra los no nacionalistas una forma cotidiana de violencia sibilina, más a la nacionalcatalana, por así decirlo. Es una vergüenza democrática de la que los partidos constitucionalistas también somos, por pasiva, responsables.

 

Una de las cosas que más siento de mi prematura salida de la portavocía es que no me dio tiempo a abordar este asunto en profundidad desde la tribuna del Congreso. Me habría gustado dirigirme a los diputados de Bildu y, lentamente, en un tono de voz bajo y grave, que es el que llama la atención, hacerles una pregunta muy sencilla: «¿De verdad creéis que el asesinato de un adversario ideológico está justificado?». Ni el País Vasco será un lugar normal ni España una democracia plena hasta que todas las fuerzas políticas legales contesten a esta pregunta de forma unánime y sin matices: «No». Lo he dicho alguna vez: Bildu sólo es legal porque en España no se cumple la Ley.

 

Tras abandonar la política, en diciembre de 2015, dejé de tener contacto con la dirección del PP vasco. Sin embargo, seguí colaborando con las asociaciones de víctimas del terrorismo. Incluso escribí algún discurso para la presidenta de la AVT, crítico con el Gobierno de Rajoy por no desmantelar la estrategia de Zapatero en relación con ETA. Por aceptar a Bildu como animal de compañía. Por no dar la batalla para impedir su homeopática legitimación. También medié para que UPyD, que tenía un escaño, y Ciudadanos, que no tenía ninguno, concurrieran juntos a las elecciones autonómicas vascas de 2016. Apoyaban la operación el líder y único diputado de UPyD en el País Vasco, Gorka Maneiro, los principales fundadores de Ciudadanos y Fernando Savater, referente de los dos partidos. Pero Rivera la rechazó y los dos partidos se quedaron fuera del Parlamento de Vitoria. En cuanto al PP, ya con Alfonso Alonso al frente, bajó de diez a nueve escaños. Desorientado y dividido, el constitucionalismo siguió su camino hacia el abismo. Ahí me lo encontré, asomado a la nada, cuando Pablo me nombró portavoz.

 

En junio de 2019, Alonso anunció por sorpresa su decisión de convocar una Convención ideológica para reforzar «la personalidad propia» del PP vasco. La noticia cayó como una bomba en la séptima planta de Génova. Pablo y Teodoro ni siquiera habían sido consultados y leyeron las declaraciones del presidente del PP vasco con estupor. Alusiones a la falta de comprensión de Madrid. Advertencias respecto al presunto «escoramiento» de Casado hacia la derecha. Y sobre todo esta explicación acerca del objetivo de la Convención: «Queremos actualizar nuestra propuesta para hacerla más cercana y que haya una voz firme del constitucionalismo en el País Vasco, pero desde un compromiso profundamente foral con nuestra tierra». Una vez más asomaba la antipática adversativa. Si la firmeza constitucional y la reivindicación reforzada del foralismo eran uno y lo mismo, ¿a qué venía el «pero»?

 

He contado lo que ocurrió en la presentación del libro de Federico. Sólo el infarto de mi amigo Trancón evitó que aireara mis discrepancias con Alfonso a cuenta precisamente de estas declaraciones suyas. Pero lo que a la fuerza callamos suele acabar saliendo. El conflicto afloró, más bien estalló, a mediados de septiembre, siendo yo ya portavoz, como consecuencia de una entrevista mía en esRadio. Cayetano González, periodista, antiguo colaborador de Jaime Mayor Oreja y por tanto muy buen conocedor de la vida interna del PP vasco, me preguntó por las palabras y los planes de Alfonso. Podría haberme callado. Pero me salió decir la verdad: «Si el perfil propio consiste en decir que la legitimidad de nuestro ordenamiento constitucional tiene zonas reservadas que se remiten a derechos históricos previos y no a la Constitución o la soberanía común, me parecería un grave error». Luego, ya de carril, añadí una reflexión que había escrito y dicho decenas de veces como periodista: «Los errores que se cometieron en el PP vasco fueron porque se apartaron de la consigna de que lo moral es lo eficaz; se creyó que acercándose aposiciones más tibias, más de contemporización con el marco del nacionalismo, se podía obtener un mejor resultado. Se ha demostrado que esa posición ha fracasado».

 

Lo explica Ignatieff con la ingenuidad que otorga a su libro tanto encanto y eficacia: «Nada te va a causar más problemas en política que decir la verdad». Soy un testimonio andante. La reacción fue brutal. Me acusaron de atacar al PP vasco, de humillar a los concejales asesinados y de pisotear la memoria de las víctimas del terrorismo, «Esto ha reavivado el dolor de los compañeros», aseguró con gesto grave Alfonso. Aunque el que pulverizó los récords de la demagogia fue el portavoz del PP en el Parlamento vasco, Borja Sémper: «Mientras algunas caminaban sobre mullidas moquetas, otros nos jugábamos la vida defendiendo la Constitución». Ah, la marquesa… Ah, el valiente popular, que tres meses antes había ocultado las siglas del partido en su cartel como candidato a la alcaldía de San Sebastián… Lo sentí porque Sémper me hacía gracia. Era otro verso suelto que no hablaba con lengua de madera, Pero sobre todo lamenté haber regalado a la dirección del PP vasco un argumento para atacar a Pablo.

 

En realidad, la sobrerreacción de Alfonso y de su entorno vino motivada por el temor a una operación que jamás existió: el presunto desembarco de Rosa Diez para sustituirle como candidato en las siguientes elecciones autonómicas vascas. Rosa y yo nos llevábamos bien, y me hubiera encantado que se incorporase a la órbita del PP. Pero nunca se me ocurrió que pudiera ser nuestra candidata a lehendakari. Más bien la imaginaba de vuelta en el Congreso, uno de los puntales parlamentarios de mi anhelado espacio de la razón. Pero si todos los partidos tienden a la paranoia, los menguantes mucho más. Según supe más tarde, el PP vasco hervía de rumores sobre mis supuestos planes para aupar a Rosa a costa de Alfonso. Estos rumores se convirtieron en histéricas certezas cuando inauguré en el Congreso un ciclo titulado «Españoles en defensa de lo común», a cuya primera sesión invité a Rosa. Los otros tres ponentes fueron Ana Losada, Alejandro, al que yo estaba empeñada en dar a conocer más en Madrid, y Alvaro Pombo: académico de la Lengua, también fundador de UPyD y un hombre divertidísimo. Fue un acto de altura intelectual y política, y con un gran valor simbólico. Rosa era una de las dirigentes políticas que más duramente —y a veces más injustamente— había criticado al PP por la corrupción. Bien lo sabe Acebes. Pero era una constitucionalista combativa y una de las mejores representantes de la izquierda antiidentitaria. Su apoyo a Casado marcaba un hito en la articulación de una alianza frente al proyecto de Sánchez. Y Pablo lo sabía. Por eso presidió el acto, al que acudieron parlamentarios del PP, Ciudadanos y Vox. Y por eso, también, se le veía tan feliz. Le recuerdo cruzando la Carrera de San Jerónimo, Rosa y yo a cada lado: el líder de la reagrupación constitucionalista española.

 

Por unas horas. Al día siguiente se marchó a Vitoria y, en la Convención ideológica de Alfonso, reconoció «la personalidad propia» del PP vasco. Alfonso lo celebró con una referencia a mis vínculos argentinos, lo que a su vez fue ampliamente celebrado por El País: «El presidente del PP vasco ironizó sobre su preferencia por España antes que Argentina en la final del Mundial de Baloncesto: «No tengo nada contra Argentina”, bromeó, en relación con el acento de la portavoz». Y yo le devolví el cumplido: «Me ha sorprendido que un acérrimo antinacionalista como el señor Alonso me pueda calificar de extranjera…».Un desastre. Y una lástima.

 

La realidad es que Pablo estaba deseando sustituir a Alfonso, del que no se fiaba, pero no se atrevió. Dejaría su decapitación para el último minuto, en una maniobra ejecutada por Teodoro con su habitual sutileza y mano izquierda. Los periodistas me imputaron la autoría intelectual de la chapuza. Pero la realidad es que no tuve nada que ver. De hecho, ni siquiera era partidaria de sustituir a Alfonso. De haberlo hecho con tiempo, todavía. Pero las elecciones vascas ya estaban a la vuelta de la esquina (se fijaron para el 5 de abril, aunque por culpa de la pandemia acabarían celebrándose en julio) y tampoco veía claro el relevo. Los liderazgos no se construyen de la noche a la mañana, ni siquiera el de Ayuso. Pero además había otro motivo, del que no eran conscientes ni Génova ni la prensa. A pesar de nuestras discrepancias, Alfonso y yo habíamos llegado a una suerte de entendimiento. Nuestra reconciliación fue fruto de un gesto suyo. Uno de esos gestos que hacen de la política un oficio imprevisible y fascinante.

 

Habían pasado un par de semanas desde las elecciones del 10 de noviembre. Estaba en mi despacho, ocupándome de la intendencia ordinaria del Grupo, cuando sonó mi móvil. Vi que era Alfonso y vacilé un instante. Llevábamos tres meses sin comunicarnos, desde el punto álgido de nuestro altercado público, y no sabía a qué atenerme. Atendí. Simpático y dicharachero, quería pedirme dos favores. El primero, logístico y protocolario: acceso al Congreso el día de la constitución de las Cortes. El segundo, político y completamente inesperado: «Necesito tu ayuda para frenar a Vox». Del rechazo a mi nombramiento como portavoz por radical al reconocimiento de que mi estrategia había funcionado en Cataluña y podía hacerlo en el País Vasco. Le agradecí la llamada y me puse a su disposición.

 

El lunes posterior al 10-N la que había descolgado el móvil era yo. Y con un motivo urgente. No había hablado con Pablo la víspera y quería insistirle en mi idea de la jornada de reflexión. Al contrario de lo previsto por él y deseado fervientemente por los dos, no habíamos ganado las elecciones ni teníamos opción alguna de formar un Gobierno sin Sánchez. El PSOE había sacado 120 escaños y nosotros, 88. (El de Bea Fanjul por Vizcaya no llegaría hasta el recuento del voto extranjero). Todas las opciones eran malas. Pero había una que para España era algo menos mala que las demás: un Gobierno de concentración constitucionalista. Le dije a Pablo: «Llámalo a Sánchez y ofréceselo. A ver qué hace». Pero Pablo volvió a despeja^ el balón y me remitió a la reunión del Comité Ejecutivo Nacional del día siguiente: «No lo veo. En todo caso, mañana lo hablamos». Y yo me lo tomé al pie de la letra.

 

El Comité estaba a rebosar. Aunque en estos foros nunca se sabe quién va a tomar la palabra ni para qué. Cada barón llega de su territorio con su agenda y sus mensajes. Se miden unos a otros y a la dirección nacional. Y la dirección, a ellos. No olvidaré nunca el discurso de Rajoy en el Comité Ejecutivo posterior a su derrota de 2004. Una obra maestra de la perversión: empezó dando a entender que se marchaba para rematar a sus adversarios internos en el compás final. Casado era menos shakesperiano.

 

Me senté en el lugar que se me había asignado y esperé el turno de ruegos y preguntas. Feijóo estaba a mi izquierda. Vi que llevaba un texto impreso y me dio la sensación de que quería intervenir, así que antes de hacer nada le pregunté al oído: «¿Vas a hablar?». No quería adelantarme al primer barón del partido. Alberto titubeó un instante y luego balbuceó: «No, no», así que levanté la mano la primera. En una intervención breve, cuatro minutos, rarísimo en mí, expliqué cómo veía la situación política en esta grave hora española.

 

El resultado electoral había colocado a España en una tesitura crítica. Sólo había tres opciones: un Gobierno de Sánchez y Podemos apoyado por los separatistas; un Gobierno de Sánchez en solitario, apuntalado desde fuera por el PP; o un Gobierno de concentración constitucionalista, de PSOE, PP y Ciudadanos. La primera opción era una catástrofe para España, por motivos obvios en los que no hacía falta ahondar. La segunda —que algunos barones apoyaban en filtraciones off the record— no garantizaba la estabilidad del país, y para el PP tenía todos los inconvenientes y ninguna ventaja: responsabilidad sin poder. Es más, lo más probable es que Sánchez aprovechara la abstención del PP para luego aplicar una agenda a la medida de Podemos y los separatistas. Otra calamidad.

 

La tercera, en cambio, sí tenía ventajas y eran importantes. La principal, puramente patriótica, es que evitaba el mal mayor para España: una coalición integrada por comunistas y apoyada por fuerzas sediciosas e irremediablemente desleales. Luego estaba el hecho indiscutible de que España necesitaba un Gobierno muy fuerte, capaz de encarar el desafío separatista, fortalecer el Estado e implementar un gran programa de reformas económicas y estructurales. Un país con nuestras tasas de paro, déficit y endeudamiento, un país con nuestros índices de fracaso escolar y un sistema de pensiones abocado a la quiebra, no podía permitirse el lujo de perder más tiempo. Por último, a diferencia de las otras dos opciones, en esta el Partido Popular sí tendría poder. No todo el poder. Pero sí el suficiente para ejercer una influencia decisiva sobre el devenir del país. Entraríamos en el Gobierno, controlaríamos áreas de gestión y podríamos ejecutar un proyecto político, que había que pactar previamente con generosidad, pero sin concesiones en lo esencial. Porque lo esencial era la vigencia del orden democrático y el bienestar de los españoles. No se trataba de pactar por pactar, como tantas veces se hace. Para quedar bien. Se trataba de pactar un Gobierno con el objetivo de defender la España del 78 y avanzar hacia un horizonte nuevo. Evidentemente, la operación no estaba exenta de riesgos. Toda operación de envergadura los tiene. Pero yo estaba convencida de que podíamos conjurarlos e incluso salir electoralmente beneficiados. Pablo Casado no era Pablo Iglesias, un frívolo con ínfulas. Y el PP no era Podemos. Teníamos casi 90 escaños. Una exitosa experiencia de gestión. Una imponente estructura territorial. Cuatro gobiernos autonómicos. La alcaldía de Madrid. Y una poderosa familia política en Europa. Un Gobierno de concentración constitucionalista era la oportunidad de iniciar una etapa distinta en España. De ensayar, ahora sí, una nueva política de verdad.

 

Mi intervención provocó que Feijóo pidiera la palabra. Dijo algo que se parecía un poco, pero no del todo, aunque quizá sí, pero ya no sé, a lo que había dicho yo. Empecé a notar un creciente nerviosismo entre los apparatchiks de Génova. Pablo Montesinos, sentado a mi derecha, no paraba de enviarle mensajes a María Pelayo, situada al fondo de la sala. Otros miembros del Comité también levantaron la mano. Pero de pronto saltó un teletipo: «Pedro Sánchez y Pablo Iglesias han llegado a un acuerdo para formar un Gobierno de coalición». Ni insomnio antipodémico ni Gobierno de concentración constitucionalista: Podemos al poder, el separatismo fortalecido y Génova aliviada. El pacto quitaba presión al PP, desde luego. Pero yo no veía la buena noticia por ningún sitio. El pacto de Sánchez e Iglesias suponía la entrada del comunismo en las instituciones. Y no del comunismo vegetariano del último Santiago Carrillo, sino de un híbrido disolvente de Paracuellos, Caracas y el FRAP, en alianza con todos los enemigos de la democracia: del proetarra Otegi al prófugo Puigdemont. La peor opción imaginable para España.

 

Al acabar el Comité me marché en coche por el garaje para evitar a los periodistas. Había dicho lo que quería decir en el foro donde era mi obligación decirlo. No hicieron lo mismo Feijóo y otros barones. Salieron por la puerta principal y dijeron lo que quisieron ante los medios. Y aun así, el lunes siguiente, en el más reducido Comité de Dirección, el vicesecretario de Política Territorial, Antonio González Terol, me saltó a la yugular: «¡No se puede discrepar del presidente en el Comité Ejecutivo Nacional! ¡Es intolerable!». Entendí que por su boca hablaba Teodoro, o incluso Pablo, pero decidí contestarle con firmeza y frialdad. Éramos la cúpula del primer partido de la Oposición. La situación crítica del país exigía valorar de forma seria y adulta todas las opciones para formar Gobierno. Y valorar no significaba ni condicionar la decisión del presidente ni mucho menos desautorizarle. O a ver si ahora íbamos a prohibir la deliberación en el principal órgano de deliberación del partido. Para eso mejor prescindir del turno de preguntas o directamente del Comité Ejecutivo: discurso del presidente, aplausos enlatados, clap, clap, clap, y todos para casa.

 

Silenciado, sepultado, el debate sobre el Gobierno de concentración constitucionalista siguió coleando hasta mi último día como portavoz del PP. Literalmente. En la entrevista que sirvió de pretexto para mi destitución, el periodista de El País Javier Casqueiro volvió a preguntarme por la viabilidad de esta fórmula, ahora a la luz de mis críticas a Pedro Sánchez por su tacticismo en la gestión de la insólita marcha del rey Juan Carlos a Abu Dabi.

 

Ha defendido usted que habría sido bueno un Gobierno de concentración del PSOE y el PP. ¿Lo mantiene tras este episodio de la Monarquía?
Un Gobierno de concentración habría evitado la grave crisis política que vivimos y permitido encarar las profundas reformas que España necesita. El problema es que el PSOE emprendió el camino contrario: hizo una coalición ultra con un partido rabiosamente radical, otro que participó en un golpe de Estado y los herederos impenitentes de una organización terrorista.

 

¿Esa coalición constitucionalista todavía es factible? ¿Cómo encajaría en la estrategia de oposición del PP?
Como proyecto moral español tiene sentido, es urgente y seguiré defendiéndolo. Es verdad que esas coaliciones entrañan riesgos para el partido menos votado, pero en determinados momentos esos riesgos devienen en sacrificios patrióticos. El problema ahora es la involución del PSOE. El gran obstáculo para un imprescindible Gobierno de concentración constitucionalista es la podemización de Pedro Sánchez.

 

¿En esta fase pospandemia PSOE y PP no deberían sellar algunos pactos o reformas para la reconstrucción del país?
Sánchez ha hecho una gestión trumpiana de la pandemia. Ha mentido de forma sistemática. Ha manipulado sin pudor. Y su vicepresidenta primera, una presunta moderada, ha llegado a insinuar en el Congreso que Pablo Casado estaba tramando un golpe de Estado. Son actitudes que les invalidan para un gran acuerdo de fondo. Sánchez coquetea con la ruptura mientras desprecia la reforma. La historia democrática de España es la victoria del reformismo sobre la ruptura. Las fuerzas reformistas, de izquierdas y derechas, hicieron la Transición e impulsaron la modernización. Hasta el Partido Comunista de Carrillo abrazó la reforma. En la ruptura se quedaron los más radicales: terroristas y antisistema. Hasta ahora. Hoy los antisistema están dentro del propio Gobierno. Y la gran pregunta es: ¿qué es hoy el PSOE? Un mero instrumento de poder del que se aprovechan fuerzas antidemocráticas para avanzar en sus objetivos. Sánchez es el vanidoso útil de Podemos y los separatistas.

 

Cualquiera que hubiera leído la entrevista con atención y sin filtros políticos o psicológicos habría captado perfectamente su sentido. No le ponía presión a Pablo sino a Sánchez. Pero Pablo quiso interpretarla de otra manera. Y ahí se quedó, mordiendo un hueso inexistente. Muchos meses después, tras el indulto de Junqueras y sus cómplices, en una reunión telemática del Grupo Parlamentario, se refirió «a los que tras las elecciones de noviembre me presionaban para formar un Gobierno de coalición con Sánchez». Le escuché con atención. «De haberles hecho caso —afirmó—, el PP estaría apoyando ahora los indultos». Casi me caigo de espaldas. Con el PP en el Gobierno jamás habría habido indultos, ¡evidentemente!

 

Al final, creo que yo confiaba más en Pablo que Pablo en sí mismo. Es un asunto sobre el que he meditado profundamente. A lo largo de los meses, sobre todo tras el estallido de la pandemia, con su acumulación de muertos y de parados, y su exigencia de sacrificios y de reformas, discutimos muchas veces sobre la necesidad o no de proponer al Partido Socialista un Gobierno de concentración. Me consta que también lo hicieron otros dirigentes del PP, igual de preocupados que yo por la deriva del país. No había en ningún lugar de Europa un Gobierno peor equipado para hacer frente a una tragedia de estas dimensiones. Con un vicepresidente y varios ministros atacando al rey, a los jueces, a los empresarios. Con los socios del Gobierno abogando por la destrucción de la unidad nacional y la proclamación de una República…De todas aquellas conversaciones con Pablo me marché siempre con la misma sensación: tiene miedo.

 

—Uf. ¿Y qué pasa si acepta el Gobierno de coalición?

—Hombre, que habrás salvado España.

—Pero él me despreciaría como vicepresidente. Me echaría a las primeras de cambio.

—Confía más en ti mismo. Tú puedes embridarle. Atarle corto. Marcar la agenda.

—Hummm. Ufff.

—Y, en todo caso, lo más probable es que te diga que no, Y entonces quedará claro quién es él y quién eres tú.

—Pero ¡yo no soy un táctico!

—¿Estás sugiriendo que yo sí? ¡Eso sí que sería una noticia! Lo que te pido es que pongas a España por delante.

 

No era tacticismo, no. El cálculo nunca ha sido mi fuerte. Si acaso, era lo contrario. Realmente creía que las diferencias entre la izquierda y la derecha palidecían frente a la gravísima amenaza separatista y comunista a la España forjada con tanto esfuerzo en la Transición. Y siempre había defendido, y defenderé, que lo moral es lo eficaz. Lo que es bueno para España es bueno para el PP.

 

Mi apuesta por un Gobierno de PSOE, PP y Ciudadanos causó todo tipo de cortocircuitos en un sistema político y mediático simplificado hasta la estulticia. ¿La más facha del PP reclamando una coalición con el PSOE? Imposible. Algunos periodistas directamente optaron por borrar este hecho de sus mentes, y por supuesto de sus crónicas, porque no encajaba con la imagen que ya habían fabricado de mí. Otros simplemente prefirieron chapotear en la contradicción, aprovechando la degradación cognitiva general. Esta crónica del día después de mi relevo como portavoz: «Pablo Casado ha destituido a Álvarez de Toledo después de que esta insistiera en la fórmula de un Gobierno de concentración con el PSOE, y ahora apostará por un perfil más moderado».

 

Unos días después del Comité Ejecutivo, con su amarga resaca, me marché a un pequeño pueblo en la región francesa del Jura en busca de belleza y descanso. Quesos Comté de cuatro años, con sus cristalitos de placer; un poulet de bresse au vin jaune como no probaré otro igual en mi vida; y la visión onírica de hojas rojas y amarillas bailando con el viento desde la cama. En un paseo por el lujurioso borde del río Loue, antes de penetrar en un bosque tolkeniano, de árboles tapizados de un musgo verde encendido, casi fosforescente, quise pactar, sobre todo conmigo misma, un límite a mi ambición política. También la felicidad necesita una estrategia.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.