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En su magisterio político, en lo que configuró y proyectó, está cifrada la recuperación de España.

Si es verdad que primero necesitas ser amigo de un hombre para poder comprenderlo, la amistad que he mantenido con José Antonio desde aquella gozosa tarde ya lejana en el tiempo en la que le descubrí, me permite hablar de él con cierto conocimiento. Y qué fue lo que descubrí. Descubrí a un hombre original, dotado de un don escaso, que es el verdadero talento, y de una coherencia sobresaliente con la que vertebra su vida y su obra política, cuya palabra no fue un mero juguete en manos de un arribista ni la proclama de un perturbador. Personalidad que puso al servicio de la verdad, por lo que pudo comunicarse con los demás, como lo hace también hoy, a poco que se le escuche sin los prejuicios que en su momento él mismo tuvo que arrostrar… “Que sigan los demás con sus festines”, nos dijo cuando inició su periplo político.

Hablo de un descubrimiento que como les ha pasado a muchos otros a lo largo de todo este tiempo transcurrido desde su marcha, no se ha quedado en la admiración sin más, sino que ha sido acicate para ver en él, a una figura operativa, intemporal, siempre coetánea de nuestro tiempo, que puso su palabra y su persona al servicio de la verdad, apta para todo tiempo, y mucho más para tiempos de crisis como el que vivimos. Un tiempo, el nuestro, que se manifiesta imposible de comprender y admitir por su falta de razón. Y tanto es así, que hoy en el horizonte de nuestra civilización, de nuestra civilización occidental, asoma un atardecer de cielo oscurecido por la falta de certezas. Podríamos decir sin miedo a equivocarnos, que vivimos el mismo tiempo que sucede a la caída del Imperio romano, donde vuelve a ser necesario preservar la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de Grecia y el pensamiento jurídico de Roma.

Amalgama de valores que forman y conforman nuestra civilización occidental, valores que defendió José Antonio consciente de que el liberalismo es un subjetivismo exagerado respecto a las cuestiones de la verdad y a su significado, al no admitir categorías de razón, entendiendo que no hay más que interpretaciones diversas y contrapuestas. Filosofía que por ignorar la verdad, había llevado a Europa a una crisis de valores e ideas en los años treinta del siglo pasado, y al desprestigio de su sistema político, la democracia liberal. Filosofía que, además, había hecho posible el advenimiento del socialismo-marxista, una racionalidad incapaz de dar respuestas a las preguntas que definen nuestra forma de vida y nuestro modo de morir, so pretexto de dar una alternativa a un modelo económico injusto, el capitalismo, borrando de esta forma toda certeza sobre la verdad, más allá de la gestión y la producción de objetos. Racionalidad que se llevaba la cultura occidental por delante en nombre de la utopía igualitaria.

José Antonio comprendió entonces, que la cuestión no era tanto advertir que la pluralidad de actitudes y opciones que se dan en toda sociedad humana necesitan ser coordinadas para de esa forma conseguir una convivencia pacífica y justa, sino cómo afrontar determinadas cuestiones. Esa fue para él la clave de su discurso, sustentado en la pregunta que seguramente se hizo así mismo… ¿Acaso es factible un Estado aséptico en cuestiones fundamentales? 

Por eso vio que el liberalismo prescinde de la moralidad natural que dimana de la ley divina impresa por Dios en las personas. Que esa es la perversión de su sistema político, la democracia liberal o inorgánica, cuyo orden político no se inspira en una ética objetiva y universal, sino que atiende a la conveniencia de la mayoría. Por eso, como este desorden político no tiene conocimiento del bien, no habla de bien común, sino del interés común.

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Percibe, por tanto, con claridad meridiana, que sin unos principios morales la democracia puede convertirse en una práctica maquiavélica, donde el fin justifica los medios; en una doctrina utilitarista o pragmática donde predomina la razón de Estado; en la dictadura de la mayoría, donde el número define la verdad, el bien o lo justo. Un desorden político-social que se sustenta en el positivismo jurídico que conlleva la absorción de la moralidad por parte de la legalidad. De esta forma, la fuerza del Derecho, que es fuerza de razón objetiva y ordenada, se sustituye por la fuerza de la mayoría numérica, conformando una voluntad que se puede encarnar en una persona o en un Estado. Con lo que la tiranía o el totalitarismo están a la vuelta de la esquina. Por eso acierta cuando al comienzo de su disertación política califica a Rousseau como un “hombre nefasto”.

 José Antonio comprendió que el liberalismo no es solo una palabra que se pueda interpretar y determinar, sino un concepto que se opone frontalmente al orden cristiano de la civilización occidental. De ahí, que no lo viera como un regalo de la civilización occidental, sino como la razón de su decadencia, al ser moralmente laxo y hedonista por naturaleza; siendo por ello que destruye la religión, la familia y la comunidad política. Eso es lo que vio y dio a conocer José Antonio. Y aunque seguro que hay otros autores españoles y europeos que también vieron la perniciosa naturaleza del liberalismo, dándola a conocer, él, José Antonio, es el más atractivo de todos, y quien mejor y más claramente expresa la naturaleza de tan perniciosa filosofía, a la que denunció con argumentación precisa, más allá de proclamas incendiarias y no precisamente desde una posición diletante…

 (…) Antes, en otras épocas más profundas, los Estados, que eran ejecutores de misiones históricas, tenían inscritas sobre sus frentes, y aun sobre los astros, la justicia y la verdad. Juan Jacobo Rousseau vino a decirnos que la justicia y la verdad no eran categorías permanentes de razón, sino que eran, en cada instante, decisiones de voluntad.

José Antonio entiende que no hay diversas categorías de razón, porque ello supone poner la razón al servicio de la funcionalidad. De esta manera, la verdad es entendida en un sentido pragmático, ya que queda determinada en cada caso por el sujeto, por sus deseos o proyectos, por sus decisiones y emociones. Este sistema político sin valores eternos que no ama al hombre, sostiene, por las mismas razones filosóficas, el modelo de producción capitalista, clave y origen del marxismo… 

(…) Por eso tuvo que nacer, y fue justo su nacimiento (nosotros no recatamos ninguna verdad), el socialismo. Los obreros tuvieron que defenderse contra aquel sistema, que solo les daba promesas de derechos, pero no se cuidaba de proporcionarles una vida justa.

Ahora bien, siendo una de las voces de entreguerras que con más penetración y valentía a tacó el despotismo del liberalismo, fue hostil a toda forma de totalitarismo, decantándose a favor de una estructura de Estado de base tradicionalista y estructura económica sindicalista, cuyo centro es el hombre. El hombre como individuo y como miembro social, cuya bipolaridad va trascendiendo a cada una de las colectividades que engendra, y así vemos, que el hombre y la mujer se asocian entre sí y forman la familia, y las familias se unen entre sí, y constituyen una comunidad superior, que llamamos municipio, y los municipios se agrupan y forman la comarca, y las comarcas se agrupan entre sí y forman la región, y las regiones al unirse entre sí forman la nación. Así, desde la primera unidad económica que es la familia, se va desplegando la economía por la división del trabajo, para satisfacer unas necesidades comunes, que cada unidad económica, por sí sola, no podría satisfacer. De esta forma, surgen los oficios en sus tres grandes sectores, agricultura, industria y comercio, y las profesiones. Oficios y profesiones que originan las clases sociales, que siendo consecuencia de la división, no del interés económico, resultan entre sí complementarias y presentan una conjunción armónica y solidaria, que se agrupan en sindicatos de producción, configurando toda esta estructura sindical un gran sindicato de trabajadores.

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Pertrechado de esa sabiduría, y tras muchas vacilaciones, porque jamás se vio como un conductor de masas ni altavoz de proclamas, salió al escenario político con la razón que todos llevamos impresa en el alma, si de verdad hacemos silencio y escuchamos. Desde cuya escucha propone una alternativa que superase ese antagonismo entre derecha e izquierda que parecía irreconciliable, y que obligaba, como él mismo dijo, “arrojar de nuestra alma parte de lo que hay que sentir”.

Altivo, incorruptible, firme y a la vez flexible, José Antonio, español y europeo universal, articula su propuesta de razón sobre dos categorías de verdad: la dignidad del hombre, emanada de su acendrada condición cristiana, y la justicia social como imperativo de dar a cada uno lo suyo. Este es el punto de partida para entender cabalmente al gran pensador que fue José Antonio Primo de Rivera: la pasión por la verdad. Hombre de una vasta cultura, al que resultará muy difícil de clasificar si se le quiere reducir a una ficha en el ideario del pensamiento político español y europeo, o situarle en los desvanes del Fascismo. 

No existe, en toda nuestra historia contemporánea, un español que pueda presentar una hoja de servicios como la suya en favor de una comunidad nacional, idea de razón que articula sobre los valores que todos compartimos: la Patria, el Pan y la Justicia.

Desde su primera irrupción en el Teatro de La Comedia de Madrid, el 29 de octubre de 1933, hasta la madrugada de su fusilamiento en la Prisión Provincial de Alicante, el 20 de noviembre de 1936, mucho ha llovido sobre la tierra fértil de este intelectual prodigioso.

¿Qué fue José Antonio? ¿Acaso un liberal porque amaba la libertad, la suya y la de todos? ¿Un socialista porque creía en la justicia social? O puede qué ¿un conservador porque estimaba que sin orden no puede haber libertad ni justicia? Nada de esto le define. Lo que verdaderamente define a José Antonio es que hay que estar en la razón, vivirla y adquirir una vida virtuosa, porque solo así es posible vivir. Ahora bien, eso es imposible sin el conocimiento de la Verdad que nos hace libres.    

Hablamos de un hombre, al que cuando le llegó la muerte, temprana por demás, no se enroscó en ella en un impulso romántico, sino que se abrió a la fe y esperanza de la Eternidad, comprendiendo que morir no es otra cosa que volver a Casa. 

Autor

Pablo Gasco de la Rocha