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En un reino muy lejano durante cuarenta años hubo paz, prosperidad y libertad. Un hombre anciano y bueno gobernó rectamente aquel reino y aplicó leyes justas, castigó el mal e infligió escarmiento a los enemigos. Durante el gobierno de este buen gobernante se respetó y se amó a Dios. Pero algunos de los que estaban a su alrededor urdían en secreto. Y, en alianza con los enemigos del reino, encontraron ocasión de lanzar su vil traición y el más nauseabundo atropello a todo lo construido con gran esfuerzo durante varias generaciones.

De tal modo, al fallecimiento de aquel buen y sabio gobernante se levantó un nuevo Estado encabezado y dirigido por esos taimados y arteros traidores que, controlando los medios de comunicación, día tras día encaminaban sus pasos para convencer al pueblo que ese nuevo régimen les abría el camino a un maravilloso mundo de derechos y libertades hasta entonces desconocidas. Y para más consolidar sus posiciones, esos farsantes deliberadamente excluyeron a los que habían sido leales al fallecido anciano y sabio gobernante.

Aquellos perjuros e hipócritas buscaron el apoyo de gente importante con luciferinos sombreros de escuadra. Y de la mayoría de los sumos sacerdotes, que se ocuparon de mantener callados a sus feligresías. Aquellos tramoyistas también se vendieron a otros reyes, príncipes y compasados ricos hombres extranjeros, intrigantes, especuladores y usureros; enemigos todos de aquel reino.

Al mismo tiempo los medios de comunicación y entretenimiento pasaron a realizar programas y comedias de la más tabernaria y soez perversión, cinismo y mentira. Los sofistas fueron los nuevos “misioneros” de aquel régimen en charlas y debates públicos y privados. Y, así, la vida social, política, económica y cultural se volvió murmuración y chime.

Todo quedó convertido en una tremenda patraña donde los Juramentos, la Lealtad, el Honor y la Dignidad ya no significaron nada y fueron sustituidos por la codicia, la rapiña y el ansia de botín. Todas las acciones de los nuevos gobernantes estuvieron guiadas por los más bajos instintos y pasiones.

Ahora la riqueza se calculaba no por los patrimonios espirituales y el valor del legado de los antepasados, sino por la cantidad de divisas que los individuos controlaban. El dinero ya no era un medio para obrar el Bien, construir Belleza y que brillase la Verdad; sino que era empleado para pagar las crecientes deudas internacionales, los jornales de los oficiales de gobierno, las comisiones de los mercaderes y artesanos manejados por los gobernantes, y para costear la manutención de la extensa caterva política y de sus cortejos, covachuelas y garitos.

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A tal punto llegaron las cosas aquel reino tan rico y tan honrado fue derramado y astragado súbita y violentamente por desconcierto de los de aquella tierra, que volvieron sus armas contra sí mismos y unos contra otros, como si les faltasen enemigos. Aquel reino quedó dividido en diversos estados. Mantenían en común, sí, uno que se decía rey pero que cohabitaba de lecho en lecho y que dejó aquel Patrimonio roto y desvencijado, pasándolo a su hijo, casado con una prosaica abortista según decían algunos versados en historias palaciegas.

Y perdieron allí todos, porque todas las ciudades acabaron siendo pasto de la peste, del hambre, de la muerte. Todos quedaron divididos y quebrantados, profanados y violados; todos cayeron presa de los enemigos.

¿Qué fue lo que llevó a aquel gran reino a caer desde tan alto lugar a las profundidades más funestas?

Primero, que los ciudadanos perdieron el miedo y el respeto a Dios y, finalmente, la fe; empezando por los sumos sacerdotes, los dirigentes políticos y los principales productores y negociantes y financieros. La sociedad acabó en la cloaca de la idolatría y la superstición, unos; y en el basurero del paganismo, la incredulidad y el ateísmo; otros. Siguiendo los ciudadanos, el ejemplo de sus reyes y gobernantes y ricos hombres- cayendo en las mismas depravaciones.

Segundo, que aquellos que tenían el máximo deber legal de defender al reino de sus enemigos internos y externos optaron por inhibirse y desentenderse, arguyendo obediencia debida. Desdeñaron la primera obediencia, que es al reino; y el primer deber; que es protegerlo y defenderlo de sus enemigos, con las armas si fuere necesario. Así lo establecía la máxima ley vigente en aquel reino. Pero ellos prefirieron “reír las gracias” a los traidores gobernantes y a los saqueadores que merodeaban alrededor, aduciendo que en aquel régimen ellos estaban bajo las ordenes de esos civiles, cosa que no decía la máxima ley vigente en ninguna parte de su articulado. Pero tal pretexto era buena servicial para hacer carrera en el cuerpo de las armas, subir escalafones, garantizarse la nómina y llenar las guerreras solapas de medallas conseguidas en maniobras fuera del reino, no pocas veces al servicio de espurios intereses extranjeros.

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Sólo unos pocos ciudadanos de los más diversos estamentos mantuvieron vivo el recuerdo de los antepasados, las virtudes olvidadas y la fe –ahora- odiada. Estos pocos desempolvaron antiguos documentos encontrados en las catacumbas, los cuales hablaban de que llegarían esos tiempos de depravación pero, en tal momento sombrío surgiría un hombre sabio y justo, de estirpe real y de profunda Fe. Este hombre mantenía unida su filiación real a la Divina, siendo más que un rey, un buen padre para todos según la voluntad de Dios. Conservaba en su escudo imperial los dos Sagrados Corazones. Gran León del Reino, que se alzaría enarbolando el estandarte de la fe, para limpiar el reino de los vicios inmundos en que había caído y destruir a los servidores luciferinos que detentaban el gobierno. La Fe y la Virtud, el Honor y la Dignidad serían restaurados.

Mientras, la situación había llegado a tal grado de desmoronamiento que aquellos que aún creían en la salvación profetizada, suplicaban públicamente que este anhelado Gran Monarca rompiese su silencio al despuntar el alba. Y dirigiendo sus ojos al Cielo clamaban: “¿Dónde estás, oh Gran Monarca? ¡Hasta cuándo esperarás, oh Redentor escogido del Altísimo. Ven ya!”. Pero nadie respondía a este reclamo.

Sin embargo aquellos antiguos documentos insistían: “ni Dios abandonará a su pueblo ni este Gran Monarca desamparará a su Reino”.

¡Que Viva Cristo Rey!

Fin

Autor

Antonio R. Peña
Antonio R. Peña
Antonio Ramón Peña es católico y español. Además es doctor en Historia Moderna y Contemporánea y archivero. Colaborador en diversos medios de comunicación como Infocatolica, Infovaticana, Somatemps. Ha colaborado con la Real Academia de la Historia en el Diccionario Biográfico Español. A parte de sus artículos científicos y de opinión, algunos de sus libros publicados son De Roma a Gotia: los orígenes de España, De Austrias a Borbones, Japón a la luz de la evangelización. Actualmente trabaja como profesor de instituto.